“El melancólico vacío”: Poesía, poética y melancolía entre La Galatea de Cervantes y las Soledades de Góngora (1585-1614) by Felipe Valencia B.A., Complutense University of Madrid, 2006 A.M., Brown University, 2010 Submitted in partial fulfillment of the requirements for the degree of Doctor in Philosophy in the Department of Hispanic Studies at Brown University Providence, Rhode Island May, 2013 © 2013 by Felipe Valencia This dissertation by Felipe Valencia is accepted in its present form by the Department of Hispanic Studies as satisfying the dissertation requirements for the Degree of Doctor of Philosophy. Date: April 29, 2013 ______________________________ Mary Malcolm Gaylord, Advisor Recommended to the Graduate Council Date: April 29, 2013 ______________________________ Stephanie Merrim, Reader Date: April 29, 2013 ______________________________ Laura R. Bass, Reader Approved by the Graduate Council Date: ____________ ______________________________ Peter Weber, Dean of the Graduate School iii CURRICULUM VITAE Felipe Valencia (Bogotá, Colombia, 1983) holds a licenciatura (bachelor’s degree) in Hispanic Philology from the Faculty of Philology at the Complutense University of Madrid (2006), and a master’s degree in Hispanic Studies from Brown University (2010). As an undergraduate, he majored in Spanish American literature. At Brown, he specialized in Spanish Golden Age literature, with a secondary interest in Colonial Latin American literature. Starting in the fall of 2013, Mr. Valencia will be a visiting assistant professor of Spanish at Swarthmore College. Among his research plans for the future, Mr. Valencia will explore the influence of humanist, particularly Erasmian, ideas on friendship in the development of Golden Age narrative; the medicalization of poetic discourse in the early modern period; and the treatment of poetics in Spanish tragedies of the Golden Age. iv AGRADECIMIENTOS La presente tesis doctoral se lo debe todo al apoyo de mis maestras, profesores, amigos y seres queridos. Varias becas me han permitido realizar la investigación, otorgadas por el Program for Cultural Cooperation between Spain’s Ministry of Culture and United States Universities, la Biblioteca John Carter Brown, y la Fundación Tinker a través del Center for Latin American and Caribbean Studies de Brown. He disfrutado de un ambiente ideal para trabajar gracias a todos los miembros del Departamento de Estudios Hispánicos en Brown y a la sana cultura que caracteriza a esta universidad. En mi departamento, agradezco especialmente a Julio Ortega, maestro de críticos, por quien originalmente vine a Brown; a Mercedes Vaquero, por su gaya ciencia; y a Marie Roderick, John Philip O’Malley y Heather Johnson, por la ayuda paciente. En la Biblioteca John D. Rockefeller, Jr., agradezco especialmente a Sue Gervais, Peggy Mutter y Andy Pereira por estar siempre disponibles. Hacia Peter Saval, quien me enseñó a trabarme en una lucha cuerpo a cuerpo con Platón, profeso una especial admiración. Junto a la literatura, la mejor parte de este oficio estriba en las conversaciones que persisten tenaces a lo largo de los años con profesores y colegas. Doy las gracias por su amistad sabia y por transmitirme la pasión por la poesía a mis dos maestros más queridos de la Complutense, Esperanza López Parada y Álvaro Alonso. También agradezco a Ignacio Díez Fernández, entre otras cosas por instarme a que leyera a Arguijo; a Julio Vélez-Sainz, por su ejemplo de energía; a Ana Vian, Ángel Gómez Moreno y Santiago López-Ríos, por el impulso inicial; a Juan Vitulli, por la guía y la amistad entrañable; a Brian Brewer, hermano mayor brunoniano; a Pedro Ruiz Pérez, cuyo pensamiento ha v ejercido una enorme influencia en mis estudios; y a Francisco Márquez Villanueva, maestro de maestros y custodio del mejor espíritu crítico del hispanismo. Durante estos años, mis maestras han sido quienes más han hecho por mi crecimiento intelectual y el desarrollo de esta tesis a fuerza de afecto, sabiduría y paciencia. Laura R. Bass me ha tratado con un respeto intelectual que apenas merezco, pero que me ha obligado a estar a la altura. Stephanie Merrim me enseñó a escribir y a pensar con una voz propia. Pocas cosas me enorgullecen más que la amistad que hemos cultivado. Mary Malcolm Gaylord, mi Doktormutter, ha sido quien mejor ha escuchado todas mis ideas, por disformes o incoherentes que fueran, y que con una fe digna de mejor causa las ha guiado a buen puerto. Aspiro a que esta tesis refleje el modelo de su labor crítica, admirable por su inteligencia y economía, y que algún día yo trate a otros estudiantes con el respeto y la generosidad que ella me ha brindado sin que tuviera ninguna obligación de hacerlo. No hubiera valido la pena hacer este doctorado sin la amistad inagotable de Caroline Laurent, Bryan Zandberg, Joserra Ortiz, Kyle James Matthews y David Colbert. Serán mis amigos para toda la vida. Doy las gracias también a los amigos fieles, de allá y de acá, que han enriquecido mis ideas, como Beatriz García Torres, Jorge de la Cerra y Pablo Molina, entre mis entrañables amigos de España; Andy Gray, mi “Doktorbruder”; y Robert Erle Barham, Jim Beaver y Jeffrey Neilson, quienes me han proporcionado una conversación comparatista. He sido bendecido con una familia hermosa que no ceja en su cariño. Agradezco especialmente a la abuela Olga, los tíos Luzma y Jenaro, los tíos Alejo y Heidi, mis suegros Rozanne y Bob, y a Tere, Martín y mi hermano Santiago, por animarme y vi mantenerse al tanto. Agradezco sobre todo a mis padres Anna María y Hernando por un amor asombroso y darme todo: la vida, los libros, la melancolía. Espero que al leer esta tesis mi madre se reconozca en el amor a las historias y el trabajo probo, y mi padre en la voluntad de esclarecer y entender. A Casey, el amor de mi vida, le agradezco la compañía constante, el modelo de integridad y la belleza que ha infundido en mis días. Dedico esta tesis a mi abuela Rosa, en su “soledad sonora”. vii ÍNDICE Introducción ……………………………………………………………………… 1 1. La melancolía y el melancólico en el Siglo de Oro ……………………… 5 2. La melancolía adusta en el Examen de ingenios de Huarte de San Juan … 13 3. 1585-1614: La transformación de la poesía y el auge de la poética y la melancolía …………………………………………………………… 17 4. Método de la tesis ………………………………………………………... 23 5. Resumen de los capítulos ………………………………………………… 28 Capítulo I. “La poesía anda tan desfavorecida”: Poética, pastoral y melancolía en La Galatea (1585) de Miguel de Cervantes …………………………... 31 1. El estado de la poesía española hacia 1580 ………………………………. 33 2. Hacia “empresas más altas y de mayor importancia”: El prólogo de La Galatea …………………………………………………………….. 43 3. El “triste, lamentable acento” de la pastoral cervantina ………………….. 49 4. La Galatea y la melancolía de la pastoral ………………………………... 59 5. La promesa de la pastoral en 1585 ………………………………….......... 66 Capítulo II. El “triste, lamentable acento”: La melancolía y el espacio de la poesía en La Galatea …………………………………………………………. 73 1. Elicio y Erastro: Lo polifémico y cómo se produce la convención pastoril ……………………………………………………………………. 74 2. La “tragedia” de Lisandro: Poder y fracaso de la palabra poética ………. 85 viii 3. “Afuera el fuego, el lazo”: La alternativa femenina de Galatea ………… 94 4. Tirsi, el héroe de la poesía ……………………………………………… 98 5. Saturno en el siglo del oro y el poder órfico de los celos: El drama de la poesía en las bodas de Daranio y Silveria ……………………………. 109 6. La conclusión suspendida a la defensa de la poesía en los funerales de Meliso ………………………………………………………………… 122 Capítulo III. “Hombre convertido / en un monstruo tuyo”: La melancolía, la secuencia lírica y el polifemismo de los Versos líricos (1588) de Francisco de la Torre ……………………………………………………… 129 1. Los Versos líricos de Torre: ¿una secuencia lírica en 1588? …………….. 132 2. El soneto inaugural y el problema de la secuencia lírica ………………… 137 3. La coherencia melancólica del libro I ……………………………………. 148 4. La convencional y fallida secuencia lírica del libro II …………………… 154 5. “Encélado atrevido pensamiento”: El drama definitivo de la poesía turriana …………………………………………………………. 159 6. “Hombre convertido / en un monstruo tuyo”: El final melancólico de la voz lírica turriana …………………………………………………… 165 7. La secuencia lírica de la melancolía ……………………………………… 167 Capítulo IV. Entre Ingunda y Leovigildo: La secuencia lírica de la melancolía en los Versos (1612) de Juan de Arguijo …………………………………….. 172 1. Los Versos como secuencia lírica de la melancolía ……………………… 180 ix 2. La voz de las ruinas: Dido y los restos de la historia …………………….. 184 3. “Nuevo atrevimiento”: La oscilación entre melancolía y estoicismo, el modelo del Secretum y el poder de la palabra poética ………………… 191 4. La palinodia de la “estoica vanidad” y la errancia melancólica …………. 206 5. La necesidad melancólica de la lírica hacia 1612 ………………………... 221 Capítulo V. “El melancólico vacío” y la “soledad”: La nueva poesía en el Polifemo (1612) y las Soledades (1613-1614) de Luis de Góngora ………. 225 1. “Escuchas […] / del músico jayán el fiero canto”: La voz poética y el polifemismo en el Polifemo ……………………………………………… 228 2. “El melancólico vacío”: El temperamento del cíclope y sus consecuencias sobre el canto …………………………………………….. 236 3. El melancólico Polifemo y la nueva poesía ……………………………… 243 4. La melancolía de la voz en las Soledades ……………………………….. 248 5. La triple “soledad confusa” de las Soledades: Espacio, afecto y género de una poesía melancólica ……………………………………….. 260 6. Conclusión: El vacío y la soledad de la melancolía en el Polifemo y las Soledades ……………………………………………… 272 Apéndice I. Esquema de los Versos líricos de Torre …………………………….. 277 Apéndice II. Esquema de los Versos de Arguijo …………………………………. 280 Bibliografía ………………………………………………………………………. 282 x INTRODUCCIÓN El “Sueño de la muerte”, quinto y último de los Sueños y discursos (1627) de Francisco de Quevedo, narra una visión onírica que supuestamente obtuvo el autor en 1622. Se hallaba entonces confinado en la “prisión” que supuso para él su solar en Torre de Juan Abad tras la caída en desgracia, en 1620, de su patrón el Duque de Osuna (Jauralde Pou 452-54). Antes de referir el sueño, el narrador describe el estado de ánimo y las circunstancias ambientales que lo propiciaron: Están siempre cautelosos y prevenidos los ruines pensamientos, la desesperación cobarde y la tristeza, esperando a coger a solas a un desdichado para mostrarse alentados con él […]. Me sucedió en mi prisión, pues habiendo, o por cariciar mi sentimiento o por hacer lisonja a mi melancolía, leído aquellos versos que Lucrecio escribió con tan animosas palabras, me vencí de la imaginación, y debajo del peso de tan ponderadas palabras y razones me dejé caer tan postrado con el dolor del desengaño que leí, que ni sé si me desmayé advertido o escandalizado. (309) El narrador se caracteriza a sí mismo como un melancólico, ya que lo acechan los síntomas característicos de la enfermedad: “los ruines pensamientos” o imaginaciones vanas, “la desesperación cobarde y la tristeza”. Resulta que se halla ocioso y “a solas”, la situación y el entorno más apropiados para que se agudice la “melancolía”, a la cual no duda en llamar por su nombre. Confiesa, más aún, que regodeándose en el oscuro placer de la melancolía, por cariciarla o lisonjearla, se entrega a la lectura del De rerum natura de Lucrecio, y acto seguido del Libro de Job (310). El alma “ociosa”, ya trastornada por la melancolía y entregada por tanto a la imaginación luctuosa de las cosas pasadas y perdidas, es movida por la visión pesimista contenida en tales lecturas. Finalmente, el alma cae abatida por “el dolor del desengaño”, lo que propicia “la comedia” de imaginación desenfrenada en que consiste el “sueño” (312). 1 La melancolía del narrador quevediano connota la posición marginal de Quevedo respecto al poder vigente. Durante el Renacimiento y el Barroco, como veremos en breve, la melancolía se relacionaba con la actividad intelectual, hasta el punto que comúnmente se cree que la melancolía era una pose de prestigio para el intelectual de la época. Sin embargo, la melancolía en España y en el resto de Europa estaba mucho más lastrada por los vínculos con el pecado, la flaqueza moral y el bajo estatus social, como observa Angus Gowland (“The Problem” 114), así como con la inconformidad estética y política (Wittkower y Wittkower 106). La melancolía cristaliza la autofiguración de Quevedo como hombre de letras confinado por los poderosos a la prisión y al exilio, cual Saturno. Desde su prisión, el sabio se dedica a las lecturas morales, a la composición de sátiras de calado político (como los Sueños) y a imaginar soluciones para los males que afligen la república, o comunidad política, a la que pertenece. La melancolía del narrador en el “Sueño de la muerte”, por otra parte, transfigura tanto el contenido como la forma del sueño narrado. En cuanto al contenido, confiere verosimilitud al relato mediante una explicación médica de las desenfrenadas imaginaciones que pueblan el sueño. Y en cuanto a la forma, la melancolía se erige como matriz poética de la que surge la escritura. La melancolía no se limita a informar la prosopografía y etografía (descripción del aspecto y el carácter del personaje, respectivamente) del narrador, sino que también condiciona la escritura en sí. Facilita el empleo de un lenguaje médico para describir las causas, los síntomas y los efectos del humor negro. También pone de manifiesto el diálogo que el texto mantiene con ciertas corrientes filosóficas cuyo auge en Europa a finales del siglo XVI ha sido descrito como el comienzo del Barroco: el atomismo lucreciano, el neoestoicismo y el fatalismo 2 cristiano, que desengañan sobre la miseria de la vida y la precariedad del hombre en el mundo. Y finalmente, la melancolía le proporciona al narrador un escenario de escritura y un conjunto semiótico (e.g., la soledad, la prisión y el ocio), lo que Christine Orobitg llamaría el “système de représentation associé à la mélancolie” (L’humeur 12).1 El lugar de la melancolía en este texto como matriz de formas e ideas es consecuencia de la rica teorización sobre la melancolía que se dio en España, de manera parecida a otros países europeos, durante el Siglo de Oro. Tal interés por la melancolía resultó en obras maestras como el grabado Melencolia I (1514) de Albrecht Dürer y la monumental The Anatomy of Melancholy (1621-1651) de Robert Burton, pasando por obras capitales con protagonistas melancólicos, por ejemplo Hamlet (c. 1600) de William Shakespeare y Don Quijote de la Mancha (1605-1615) de Miguel de Cervantes. Con razón, Jean Starobinski afirmó que “La Renaissance est l’âge d’or de la mélancolie” (62).2 La fascinación con la melancolía alcanzó su punto álgido en la época que abarca desde el último tercio del siglo XVI hasta el primer tercio del siglo XVII. En España coincidió con la crisis del Manierismo y el comienzo del Barroco, período durante el cual Cervantes publicó su obra y la mayor parte de los autores canónicos del Siglo de Oro acabaron o comenzaron la suya.3 La presente tesis doctoral propone un estudio del papel de la melancolía en la teoría y la práctica de la poesía española entre 1585 y 1614, así como de las nuevas                                                              1 “El sistema de representación asociado a la melancolía.” (A lo largo de toda la tesis, salvo indicación de lo contrario, todas las traducciones en nota al pie son mías.) 2 “El Renacimiento es la edad de oro de la melancolía.” Roger Bartra adaptó la expresión en El Siglo de Oro de la melancolía: Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedades del alma (México: Universidad Iberoamericana, 1998), trabajo relaborado en Cultura y melancolía. 3 El Siglo de Oro abarca desde comienzos del siglo XVI hasta mediados del XVII. Implica por tanto el Renacimiento, el Manierismo y el Barroco. 3 construcciones del sujeto poético propiciadas por la melancolía en aquellos años. Examina el efecto en la poesía de los significados filosóficos, éticos y estéticos que contenía la noción de melancolía en la época gracias a las múltiples tradiciones y disciplinas que se congregaban en ella. Analizaré qué facilitó y para qué servía la melancolía en la teoría y la práctica de la poesía, lo cual nos permitirá acceder a varios de los problemas a los que se enfrentaba la poesía en la época. Como afecto del hablante poético que tenía un fundamento físico y a la vez causas y consecuencias espirituales, éticas y políticas, la melancolía permitía pensar la corporalidad del poeta, las condiciones necesarias para producir poesía, la particularidad de ciertos géneros literarios, y la legitimidad de la poesía dentro de la república. Esta introducción consta de cuatro secciones. En la primera, aclaro qué era la melancolía en el Siglo de Oro y cómo era la visión del melancólico. En la segunda, examino la teoría de la melancolía más influyente en el Siglo de Oro: la contenida en el Examen de ingenios para las ciencias (1575, ed. rev. 1594) de Juan Huarte de San Juan. En ella, el médico navarro recogió varias preocupaciones de la poética española de la época y marcó las líneas de fuerza del tratamiento del tema en la literatura española subsiguiente. En la tercera sección, procedo a explicar qué fenómenos y textos, además del de Huarte, hacen del período comprendido entre 1585 y 1614 (entre la impresión de La Galatea de Cervantes y la divulgación de las Soledades de Góngora) el más interesante para un examen de la melancolía en la poesía del Siglo de Oro. En la cuarta explico por qué me fijo en la poesía, en lugar de otro género, y qué distingue mi estudio respecto a otros sobre la melancolía en la literatura del Siglo de Oro. Finalmente, en la quinta sección ofrezco un breve itinerario por los capítulos que conforman la tesis. 4 1. La melancolía y el melancólico en el Siglo de Oro. La palabra melancolía proviene del latín melancholia, transliteración del griego μέλαινα χολή (melaina kholē), y significa bilis negra o humor negro; en latín, atra bilis. En el castellano áureo, era ante todo un término médico que designaba tres cosas: un humor, un temperamento y un morbus o enfermedad. Como humor, la melancolía era uno de los cuatro humores básicos del organismo, junto a la sangre, la cólera o bilis, y la flema o pituita. Como temperamento, era aquél en que dominaba el humor melancólico. Y como enfermedad, era uno de los tres tipos de locura que distinguía la gran mayoría de médicos renacentistas, además de la “manía” o locura a secas, y la “frenesía”. Hipócrates, al introducir la categoría de melancolía a la medicina occidental en el siglo V a.C., estableció el consenso médico según el cual el miedo y la tristeza constituyen sus dos principales síntomas (Aforismos VI, 23). Hasta hoy, “melancolía” designa por metonimia la tristeza. Desde la medicina helenística del siglo I a.C. hasta el psicoanálisis del siglo XX, se ha considerado que la tristeza melancólica carece de un motivo justificable o comprensible, o incluso que está totalmente inmotivada.4 En el diálogo “De la melancolía”, sexto de los Diálogos de filosofía natural y moral (1558, reimp. 1574) de Pedro de Mercado, el médico Joanicio afirma que para que se pueda hablar de melancolía, “es menester que este temor y tristeza no tengan causas adefuera que la hagan, como muerte de hijos o enemigos que los siguen para matarlos o pérdida de haciendas o de honra” (780).                                                              4 El primero en plantearlo fue Asclepíades en el siglo I a.C. (apud Celso, De medicina III, XVIII, en Dandrey, Anthologie 106-07), y Juan Casiano hizo lo propio respecto a la tristeza del monje acedioso en el siglo V d.C. (Instituciones cenobíticas IX, IV en Dandrey, Anthologie 209-10). También se quejaron de la inmotivación de la tristeza melancólica los médicos árabes medievales (e.g., Al-Razi, Liber IX ad Almansorem, XIII, en Dandrey, Anthologie 330; y Avicena, Canon III, I, iv, 19, en Dandrey, Anthologie 352) y los humanistas del siglo XVI (e.g., Vives, De anima et vita III, XIX; y Garzoni, L’Hospidale III, en Dandrey, Anthologie 616). 5 El vínculo entre melancolía y abatimiento del ánimo ha sido confirmado por el psicoanálisis del siglo XX. Sigmund Freud definió la melancolía como “a profoundly painful depression, a loss of interest in the outside world, the loss of the ability to love, the inhibition of any kind of performance and a reduction of the sense of self” (“Mourning” 204). Pero en el Renacimiento también operaba una noción centrífuga de la melancolía: el humor y su consiguiente temperamento impulsarían al sujeto a actuar en el mundo, a salir de sí y sobresalir en el desempeño de un arte o ciencia. Provenía de un célebre texto atribuido a Aristóteles, que comenzaba: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos, y algunos hasta el punto de hallarse atrapados por las enfermedades provocadas por la bilis negra […]?” (Problemas XXX, I, 953a). Sin embargo, el pseudo-Aristóteles5 reconoce enseguida que la melancolía también posee efectos negativos. Según él, melancólicos fueron Hércules infanticida y ulcerado, y Áyax enfurecido y suicida (953a), ejemplos de salida de sí y acción excesiva en el mundo. También clasifica como melancólicos a Belerofonte solitario y errante, y a los hombres “fríos y silenciosos” (953b) que sufren de “torpezas, athymías [i.e., desgana, desidia], o miedos” (954a). A decir de Walter Benjamin, la visión de la melancolía en la Antigüedad y el Renacimiento era dialéctica (360). Para explicar la ambivalencia melancólica, los médicos antiguos, empezando con el pseudo-Aristóteles (954a), pensaron que el humor melancólico era siempre seco, pero que su temperatura fluctuaba entre la frialdad y el calor. El frío produciría tristeza, estupor y lentitud. El calor, en cambio, facilitaría la                                                              5 La filología actual considera que la autoría de Aristóteles es poco probable, y que el texto de Problemas XXX, I fue obra de un discípulo, seguramente Teofrasto. Por eso no se debe confundir la postura del pseudo-Aristóteles respecto a la melancolía con la de Aristóteles, contenida en la Ética nicomáquea. 6 salida de sí y la excelencia intelectual, pero también la locura. Rufo de Éfeso, en el siglo I, atribuyó la diferencia de temperatura a dos tipos de humor melancólico: la fría y seca melancolía natural y la cálida y seca melancolía preternatural o no natural, adquirida por un mal régimen de salud y por tanto patógena (De melancholia fr. 70, en Dandrey, Anthologie 117). Un siglo después, Galeno confirmó la distinción y postuló tres orígenes para la melancolía no natural (De atra bile III, 5, en Dandrey, Anthologie 153). Como las tres melancolías no naturales de Galeno se producían por una adustión del humor melancólico, la melancolía no natural pasó a llamarse melancholia adusta. Veremos enseguida, a propósito de la teoría de Huarte, que la distinción entre melancolía natural y melancolía adusta era crucial en el Siglo de Oro porque proporcionaba un fundamento científico a la noción de excepcionalidad melancólica. La humedad y la frialdad eran las dos cualidades humorales más adversas para la actividad intelectual. De la melancolía natural dijo Huarte: “[su] temperamento es frialdad y sequedad con muy gruesa sustancia, ésta no vale para el ingenio, antes hace los hombres necios, torpes y risueños porque carecen de imaginativa” (372 [cap. VI en 1575/IX en 1594]). El calor y la sequedad, en cambio, eran las cualidades más favorables para la inteligencia. El humor que concentraba ambas cualidades, la cólera, estaba asociado a la violencia y el exceso. De su adustión provenía precisamente el tipo de melancolía adusta más común, conocido como cholera adusta. En el Discurso si los melancólicos pueden saber lo que está por venir (1606), el médico Alonso de Freylas refleja el consenso general al afirmar que “la melancolía negra causada por adustión y encendimiento de cólera […] es mordacíssima y causa de grandíssimas enfermedades, como son locuras, melancolías estrañas, depravadas imaginaciones y varios pensamientos” (29). En efecto, 7 Avicena había identificado la cólera adusta como el humor no natural que causaba la locura (Canon de medicina III, I, iv, 18, en Dandrey, Anthologie 349). Para Philipp Melanchthon, en su glosa a Sobre el alma de Aristóteles (1540, rev. 1555), la cólera adusta movió el furor de Áyax y Hércules (en Dandrey, Anthologie 524). En opinión de un médico cortesano y apegado al galenismo bajomedieval como Luis Lobera de Ávila, a mediados del siglo XVI, los coléricos adustos se distinguen por su labia y malicia: “suelen hazer malas burlas a los que no se guardan dellos: porque dizen palabras muy dissimuladas como si estuviessen en todo su seso: y quando se descuidan dellos hacen como dixe malos engaños” (fol. 40r). La otra explicación que hallaron los pensadores de la Edad Media y el Renacimiento para la ambivalencia de la melancolía fue la correspondencia de la fría, seca y terrestre melancolía con Saturno, séptimo y último de los planetas, el más lento y lejano del firmamento. En ningún dios clásico la dualidad entre lo benéfico y lo maléfico estaba tan pronunciada como en Saturno, el Cronos de los griegos. Si por un lado era el padre de los Olímpicos, el anciano fecundo que impartió a los hombres la agricultura y el arte de edificar, y que presidió el siglo de oro, por otro, Saturno también era el dios que había devorado a sus propios hijos, el tirano que hubo de ser derrocado, castrado y confinado al exilio subterráneo. Astrólogos árabes del siglo IX como Albumasar, los Hermanos de la Pureza y Alcabicio establecieron la relación entre Saturno y la melancolía (Klibansky, Panofsky y Saxl 201-10). La correspondencia seguía intacta en la astrología europea del Renacimiento, como apreciamos en un manual de magia tan exitoso como De occulta philosophia de Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim (212 [lib. I, cap. LX]), impreso en 1533, o en mitografías como la Filosofía secreta de la 8 gentilidad de Juan Pérez de Moya (125 [lib. II, cap. V]), impresa en 1585 y de frecuente uso por parte de escritores y artistas en el Siglo de Oro. Marsilio Ficino, en De vita libri tres (1489), reinterpretó con hondas repercusiones el vínculo entre Saturno y la melancolía. El gran filósofo neoplatónico del Renacimiento estimó la lentitud y mineralidad de Saturno como una influencia potencialmente beneficiosa sobre los “litterati”, u hombres de letras como él, ya que los llevaría a que “in doctrinis investigandis perseveremus inventasque servemus” (112 [lib. I, cap. IV]),6 del mismo modo que la tierra tiende a concentrarse en sí misma (112-14). Ficino aprovechó la ambivalencia de Saturno para revalorizar la noción de la melancolía como temperamento de la excelencia en la tradición inaugurada por el pseudo-Aristóteles, mas no pudo escapar de los aspectos negativos. Es decir, Ficino tuvo que prevenir al lector sobre Saturno, quien “assidua contemplativae mentis delectatione […] frequenter filios ipse suos devorat. […] Tametsi multo citius graviusque ille laedit quos taedio, torpore, maerore, curis, superstitione premit, quam quos supra vires corporis moresque mortalium elevat ad excelsa” (212 [II, XV]).7 Pese al escaso vigor del ocultismo en las teorías de la melancolía que dominaron en el pensamiento español del Siglo de Oro, la medicina, la ética y el moralismo cristiano sí influyeron en las ciencias herméticas. Por tanto, una descripción típica del saturnino sirve para ilustrar la visión de la melancolía en la época. Tómese por ejemplo la                                                              6 “Hace que seamos perseverantes en esta búsqueda y que, una vez alcanzadas [sc., las ciencias y las artes] las conservemos” (traducción de Villanueva Salas 26). 7 “En el placer […] de una contemplación demasiado asidua de la mente, pues en esta actividad a menudo devora a sus hijos. […] De todos modos, Saturno daña con mucha mayor rapidez y más hondamente a los que oprime con el tedio, el torpor, la tristeza, las preocupaciones, las supersticiones, que no a aquellos otros que él mismo eleva a las realidades sublimes que sobrepasan la capacidad de los cuerpos y de los hábitos de los mortales” (traducción de Villanueva Salas 74-75). 9 “Phisionomia que causa Saturno” contenida en el Lunario perpetuo y general y pronóstico de los tiempos (1598) de Jerónimo Cortés: Los que nacen debaxo de dominio deste Planeta son de naturaleza fria, y seca: suelen tener el rostro grande y feo, los ojos medianos e inclinados hazia la tierra, y el uno tienen mayor que el otro, las narizes carnosas, los labios gruessos, las cejas juntas, el color del rostro bruno, los cabellos negros, algo crespos, duros, y asperos, los dientes desiguales, los pechos vellosos, las piernas luengas y no muy derechas, son nerviosos, y enxutos, las venas sotiles, pero muy descubiertas. […] Los Saturninos son cogitabundos, timidos, y de profundos pensamientos, y amigos de agricultura; son inconstantes, perezosos, tristes, melanconicos, llenos de engaños, perfidos, y segun el Philosopho, son muy luxuriosos, por la mucha ventosidad que en las complexiones de los tales se engendra: aman la soledad, y aborrecen los bullicios, y regozijos, y contentos, enojanse poco, y durales muy mucho, y con difficultad les passa: pero a todas estas malas influencias, e inclinaciones sabra resistir el sabio y prudente con la discreción y libertad del libre albedrio. (fol. 19v [lib. II, cap. I]) El astrólogo traza primero la prosopografía o descripción del aspecto del personaje. En posición inicial están las cualidades de la melancolía natural de acuerdo a la medicina: el frío y la sequedad. En tercera posición viene la mirada abatida, el gesto más típico del melancólico en el imaginario occidental junto al de la cabeza apoyada sobre una mano, usualmente la izquierda. En correspondencia con el elemento terrestre, el melancólico- saturnino tiene un aspecto atezado y feo. A continuación, Cortés prosigue con la etografía o descripción del carácter. Destaca el exceso de actividad intelectual del melancólico y el ocio al que se abandona. Coincidiendo con la fealdad exterior, el melancólico-saturnino presenta vicios graves, como la malicia y la lujuria. Para acabar, Cortés advierte que la responsabilidad ética recae completamente en el individuo, no sin antes denunciar la incompatibilidad de la melancolía con la vida en sociedad. A primera vista, la visión de la melancolía en Cortés es medieval. Se asemeja a la memorable viñeta de los melancólicos que ofrece Alfonso Martínez de Toledo en el 10 Corbacho (1438).8 Sin embargo, la insistencia en el carácter vicioso y la responsabilidad ética del saturnino delatan la deuda de Cortés con los debates en torno a la melancolía de la segunda mitad del siglo XVI. Cuando afirma que “segun el Philosopho, son muy luxuriosos”, la explicación médica remite al texto del pseudo-Aristóteles (953b-54a). Pero Aristóteles también había observado, en la Ética nicomáquea, que los melancólicos eran “siempre presa de deseos violentos” (lib. VII, cap. XIV, 1154b), y en general tenía una mala opinión de su integridad ética (VII, VII, 1150a; y X, 1152a).9 Por otra parte, durante el siglo XVI se recuperó la tradición del estoicismo romano sobre la melancolía, contenida en las Disputationes tusculanae de Cicerón y De tranquillitate animi de Séneca. Veremos con detalle en el capítulo IV que ambos autores fueron inequívocos al condenar la tristeza, la aprehensión, la preferencia por la soledad y el aborrecimiento de la compañía, síntomas y signos de la melancolía, como flaquezas de la voluntad y errores de la razón. El ocio, la pereza y la inconstancia como vicios del melancólico no sólo provienen de la teorización estoica de la aegritudo (pena) y el taedium (tedio), sino también del pensamiento cristiano en torno al pecado de la acedia. Se trataba de la desidia por la salvación y la despreocupación espiritual, en principio propia de los cenobitas del desierto, aunque con el paso de los siglos se aplicó también a los seglares e incluso a los                                                              8 “Ay otros ombres que son malencónicos: a estos corresponde la tierra, que es el quarto elemento, la cual es fría e seca. Estos tales son ombres muy irados, sin tiento ni mesura. Son muy escasos en superlativo grado; son incomportables donde quiera que usan, mucho riñosos e con todos rifadores. […] Son muy inicos, maldizientes, tristes, sospirantes, pensativos; fuyen de todo logar de alegría; no les plaze ver ombre que tome solaz con un paperote. Son sañudos, e luego las puñadas en la mano, porfiados, mentirosos, engañosos; e innumerables otras tachas e males tienen. Son podridos, gargajosos, çeñudos e crueles sin mesura en sus fechos. […] Color tienen de çetrinos” (208-09 [par. III, cap.V]). 9 En la traducción de Julio Pallí Bonet, como en las traducciones inglesas contemporáneas, no se vierte “μελανχολικοί” (melankholikoi) por “melancólicos”, sino por “irritables”. En cambio, en las versiones latinas renacentistas sí se empleaba el término “melancholici” (Gowland, “The Ethics” 105). 11 laicos. Entre acedia y melancolía no hubo jamás una identificación completa. Mientras que para la medicina humoral la melancolía era una enfermedad del cuerpo que afectaba el alma, para la moral cristiana la acedia era un pecado del alma que propiciaba el exceso de melancolía, humor que se prestaba a vehículo del demonio o “balneum diaboli”, el “baño del Diablo” (Hersant, “L’acédie” 57). No obstante, los primeros teorizadores de la acedia tomaron prestados elementos de la reflexión estoica sobre el afecto melancólico (55), y desde el siglo XIV las representaciones de ambas se confundieron. Para finales del siglo XVI, “la cannibale mélancolie a dévoré l’acédie” (Hersant, “Acedia” 48).10 Por ejemplo, en el Tratado en contra y pro de la vida solitaria (1592) de Cristóbal Acosta (Cristóvão da Costa), médico y botanista portugués vuelto ermitaño al final de sus días, unos “religiosos” le mandan al autor una carta en la que le advierten de los peligros espirituales de la vida solitaria. En vez de llamar acedia al abatimiento y la desidia propia del eremita, la llaman melancolía: “Pues melancolia no os faltara, que allende la vuestra natural, la diuina scriptura llama triste al que viue solo, y sin compañia” (fol. 10r). La absorción de la acedia transformó el concepto de melancolía. Entre otras consecuencias, las dimensiones éticas, espirituales y políticas de los afectos melancólicos cobraron mayor importancia, eclipsando la valoración positiva pseudo-aristotélica y neoplatónica de Ficino. Para 1585, el giro negativo se había consumado. En el Libro de la melancolía de Andrés Velázquez, primer libro impreso en lengua vulgar dedicado por entero al humor negro, el autor atribuye al Diablo el don profético o don de lenguas que supuestamente manifiestan algunos melancólicos: “es fee cathólica que por nuestros peccados enfermamos muchas vezes” (135 [VIII]), así que “si los phrenéticos o maníacos vienen a hablar latín y philosophar sin lo haber antes sabido es obra del demonio” (137).                                                              10 “La melancolía caníbal devoró a la acedia.” 12 Su larga crítica a la relación entre melancolía y pericia consiste en un ataque ad hominem: contra “el doctor san Juan” (62 [I]), o sea Juan Huarte de San Juan. 2. La melancolía adusta en el Examen de ingenios de Huarte de San Juan. En el Renacimiento, la gran defensa de la melancolía como temperamento de la excepcionalidad, segunda en influencia tan sólo por detrás de la de Ficino, fue la de Huarte en el Examen de ingenios (Pigeaud, Introducción 65). Al contrario que la ficiniana, la teoría huartiana de la melancolía se garantizó una amplia aceptación al atenerse al consenso galénico en torno al funcionamiento de la enfermedad. Huarte prescindió del ocultismo, siguiendo así el ejemplo de médicos españoles como Mercado o Alonso de Santa Cruz, en cuyo diálogo latino De melancholia o Dignotio et cura affectuum melancholicorum (c. 1565, impreso en 1622) el personaje de Aristipo explícitamente rechaza la astrología para curar al melancólico (64 [diál. IV]). Además de un tremendo éxito en toda Europa, evidente en traducciones a seis lenguas y múltiples reimpresiones, el libro de Huarte tuvo un impacto considerable en la literatura española: desde las narraciones de Cervantes y Alemán hasta las poéticas de López Pinciano y Alfonso de Carvallo. La profesión de galenismo y el desdén por el ocultismo en la obra de Huarte no obstan para que, como a Ficino, al médico navarro le interesase explicar qué distingue un oficio de otro, un arte de otra, para así contribuir platónicamente al óptimo gobierno de la república (véase Huarte 149 [Proemio]). Para ambos, la melancolía distinguía a los poetas y sabios. En el proemio al libro I de De vita, Ficino declaró que su obra se refería a 13 aquellos “qui assidue incumbunt studio litterarum” (106):11 los poetas, humanistas y eruditos como él. Ficino identificó explícitamente (116 [I,V]) la melancolía del pseudo- Aristóteles con la manía del poeta o furor poeticus de la que habló Sócrates en Ion (533e- 34b) y Fedro (265a) de Platón. En su estela siguieron Agrippa von Nettesheim (213 [I, LX]), Melanchthon (De anima, en Dandrey, Anthologie 530) y el propio Huarte (202-03 [cap. I de 1594]). Demarcaron así un espacio propio para el litteratus u hombre de letras, aquel que optase por las letras humanas en vez de la vita activa del soldado o cortesano, o la vita contemplativa del religioso (Klibansky, Panofsky y Saxl 245-47). La fortaleza de la teoría huartiana estriba en la explicación fisiológica que ofrece de la excepcionalidad melancólica. Ya sabemos que por fría, la melancolía natural no era un humor propicio para la excelencia en las artes o las ciencias. En griego, pericia denota excedencia y exceso (Pigeaud, Introducción 20), así que el pseudo-Aristóteles la vinculó al calor y la expansión. En el Renacimiento, quienes defendieran el potencial positivo de la melancolía tenían el reto de identificar el tipo apropiado de la cálida melancolía no natural. Para Melanchthon, se trataba de la derivada de la sangre, el mejor de los cuatro humores (en Dandrey, Anthologie 530). Freylas coincidió en el parecer (28). En cambio, desde su ladera ocultista, Ficino (116 [I, V]) y Agrippa von Nettesheim (I, LX) se saltaron el sistema galénico y postularon una mezcla perfecta de los cuatro humores, a la que denominaron “candida bilis”, el humor blanco. Huarte resolvió el problema de la manera más lógica. Redujo la melancolía no natural a la “cólera adusta, de la cual dijo Aristóteles que hace los hombres sapientísimos, cuyo temperamento es vario como el vinagre: unas veces hace efectos de calor, fomentando la tierra, y otras enfría, pero siempre es seco y de sustancia muy delicada”                                                              11 “Los que se entregan por completo al estudio de las letras.” 14 (372 [VI/IX]). Fiel al pseudo-Aristóteles, para Huarte la temperatura de la “melancolía por adustión” fluctúa, potenciando ora la facultad imaginativa cuando se calienta durante la adustión, ora el entendimiento o facultad intelectiva del alma racional cuando se enfría (460 [X/XII]). Enfriada, es el temperamento de san Pablo y los mejores oradores sagrados (463-64). La solución huartiana despliega una lógica humoral que por impecable se torna implacable. Con franqueza, reconoce la continuidad entre el polo positivo y el polo negativo de la melancolía. Una vez enfriada, la cólera adusta o melancolía adusta produce ingenios como el de san Pablo. Pero en el proceso inmediatamente anterior, “cuando la melancolía se enciende”, los melancólicos “son de muy buena conversación y afables, pero lujuriosos, soberbios, altivos, renegadores, astutos, doblados, injuriosos, y amigos de hacer mal y vengativos” (460-61). En efecto, “viven en una perpetua lucha y contienda, sin tener quietud ni sosiego: unas veces vence en ellos el vicio y otras la virtud” (462 [X/XII]). Esto se debe a la ambivalencia del calor y de la imaginativa, facultad potenciada por aquél en detrimento de la húmeda memoria y el frío entendimiento. Según Huarte, Marco (Maraco) el siracusano, poeta melancólico mencionado por el pseudo-Aristóteles (954a), “era más delicado poeta cuando estaba, por el calor demasiado del cerebro, fuera de sí” (312 [IV/VII]). El calor, en tanto que “instrumento con que obraba la imaginativa, […] levanta las figuras y las hace bullir” (439 [X/XII]), o sea que provee muchos fantasmas o imágenes al pensamiento. Daña, sin embargo, al entendimiento, sede del juicio. Con la imaginativa hipertrofiada por el exceso de calor, el melancólico adusto ignora la diferencia entre el bien y el mal, la verdad y la mentira. De la buena imaginativa 15 nacen todas las artes que consisten en figura, correspondencia, armonía y proporción. Estas son: poesía, elocuencia, música, saber predicar, la práctica de la medicina, matemáticas, astrología, gobernar una república, el arte militar; pintar, trazar, escrebir, leer, ser un hombre gracioso, apodador, polido, agudo in agilibus, y todos los ingenios y maquinamientos que fingen los artífices. (395-96 [VIII/X]) La nómina excluye artes relacionadas con el juicio moral, como la teología o la filosofía moral. Implícitamente, Huarte señala que la aptitud del poeta y del pintor para la ficción no tiene nada que ver con el entendimiento y el juicio moral por él regido. Esta aptitud tiene el mismo origen que la del pícaro hablantinoso para el fingimiento. Igualmente, la habilidad del príncipe para el gobierno no difiere demasiado de la pericia del general para hacer daño. La destreza para narrar y la destreza para engañar de pícaros como Lázaro, Guzmán y Berganza se revelan como dos caras de la misma moneda. Para Huarte, al orador la imaginativa sirve “como perro ventor que le busque y traiga la caza a la mano; y cuando faltare qué decir, lo finja como si realmente fuera así” (439). Al exponer la ambivalencia de la imaginativa, la melancolía adusta y las artes relacionadas, Huarte ofrece una explicación médicamente convincente (para las mentes del Siglo de Oro) de un fenómeno que angustiaba a la retórica desde la Antigüedad. Quintiliano define reiteradamente al orador como “vir bonus dicendi peritus” (lib. XII, cap. I)12 porque sabe que la elocuencia no es incompatible con la maldad. Observaremos a lo largo de la tesis que en las tragedias españolas del último cuarto del siglo XVI, La Galatea de Cervantes y el Polifemo de Góngora se cumple lo mismo que en las tragedias de Shakespeare, según lo detecta Brian Vickers: “persuasion […] is more often used by the evil people, to corrupt and destroy the good, than by the good to reclaim evil. Persuasion in his plays is either evil, or has unexpectedly bad results, or is futile. It is                                                              12 “El hombre bueno experto en hablar.” 16 seldom glorious, or admirable, or Christian” (423). De hecho, a propósito de la relación de Huarte con la retórica renacentista, Marc Fumaroli considera que el Examen constituye un ataque contra la elocuencia y el ciceronianismo (L’âge 129). Huarte, en fin, concibe al poeta como un melancólico y por consiguiente como un héroe trágico, poseedor de una imaginativa todopoderosa mas amoral, aspirando al entendimiento sabio y cristiano que san Pablo alcanzó tras caer del caballo. En el Examen de ingenios, el melancólico poeta español del Siglo de Oro se parece a Áyax, cuya pena al sobreponerse a la furia y asumir las consecuencias de su error fue tan grande como sus hazañas; y se parece a Saturno, creador y destructor, venerado y maldito al mismo tiempo. Gracias al humoralismo galénico, Huarte demuestra en la España de la Contrarreforma lo que antes Ficino y el pseudo-Aristóteles sostuvieron: que la melancolía es el temperamento común a la locura de la tragedia ática y a la manía platónica de poetas, profetas y amantes (véase Klibansky, Panofsky y Saxl 45-47). 3. 1585-1614: La transformación de la poesía y el auge de la poética y la melancolía. La teoría huartiana de la melancolía como principio poético constituye una teoría de la poesía, reforzada por otros pasajes del Examen que discuten materias relacionadas, como por ejemplo el papel de la poesía en la formación de la juventud o la complementariedad entre natura (talento natural), ars (técnica aprendida) y exercitatio (práctica) en el poeta. Como su tremendo éxito atestigua, el Examen de ingenios captó inquietudes comunes e incidió en problemas centrales para la literatura del Siglo de Oro. Entre estos, la teoría huartiana de la melancolía ilustra particularmente el que considero el problema más importante en la teoría poética renacentista: la legitimidad del poeta y de la 17 poesía dentro de la comunidad política. El personaje de Sócrates, en la República de Platón, planteó el problema al expulsar a los poetas por el peligro que suponen para el estado (III, 398a) y al condenar la poesía como mala imitación de lo real (X, 595a-607c). En la poética española del Siglo de Oro, como la del resto de Europa, el platonismo no fue una tendencia menor, como se cree comúnmente. Por el contrario, dictó la preocupación por la licitud del placer poético, el valor docente de la poesía, el funcionamiento del disfrute estético y la congruencia entre res (“cosas” o materia) y verba (“palabras” o forma), incorporando las ideas de Horacio, Aristóteles y los Padres de la Iglesia (Kluge 258). Tal y como la entiende Huarte, la melancolía afirma y a la vez menoscaba el lugar de la poesía dentro de la república. No era un asunto fácil de resolver, y más en el momento en que apareció el Examen: un período de profunda transformación del estatuto de la poesía en España. En torno a 1575, la imprenta estaba adquiriendo una mayor importancia en la difusión de la poesía, modificando por tanto la noción de autoría y, en muchos casos, la manera misma en que se escribía la poesía. Gracias sobre todo a las múltiples ediciones de cada una de las tres partes de La Araucana (1569, 1578 y 1589) de Alonso de Ercilla, la épica demostró su filón comercial. Al mismo tiempo, el canon español se fijó en torno a Garcilaso de la Vega, un poeta lírico. Por los mismos años, la lírica se consolidaba como categoría independiente en la teoría poética. En las figuras de Fernando de Herrera y fray Luis de León, un nuevo tipo de poeta pasó a dominar el panorama literario: ya no el noble soldado o diplomático que cultivaba la poesía ocasionalmente y con sprezzatura, o estudiado descuido, sino el humanista de rango medio que se dedicaba con bastante seriedad al ejercicio de las letras. La práctica de la 18 sociabilidad literaria (e.g., las academias y tertulias) y a la expansión del mercado de impresos poéticos estimularon el surgimiento de poetas dedicados profesionalmente a las letras. A partir de 1580, y gracias en gran medida al talento prodigioso de los jovencísimos Góngora y Lope, los poetas adoptaron una postura distinta frente al acervo popular hispánico de romances y villancicos, a la vez que la poesía latina, y en especial la de Horacio, cobró importancia como modelo poético. A lo largo de la tesis examinaremos estos y otros cambios que convierten el período comprendido entre La Galatea de Cervantes y las Soledades de Góngora en la etapa más apropiada para analizar la poesía española del Siglo de Oro a través del prisma de la melancolía. No por casualidad, durante este tiempo se incrementó en España el interés por la poética y por la melancolía. En 1580, la poesía en España reclamó su propio espacio de reflexión teórica, saliendo por fin de las artes retóricas. Aquel año salió en Madrid el Arte poética en romance castellano de Miguel Sánchez de Lima, considerada pese a su esquematismo la primera poética impresa en España. El mismo año, Herrera sacó sus Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones, un grueso volumen lleno de largas y jugosas digresiones sobre teoría poética. En las tres décadas siguientes aparecieron poéticas más completas y sistemáticas que las de Sánchez de Lima y Herrera: el Arte poética española (1592) de Juan Díaz Rengifo, la Filosofía antigua poética (1596) de Alonso López Pinciano, y el Cisne de Apolo (1602) de Luis Alfonso de Carvallo. Acompañando colecciones de poesía, se imprimieron entre otros el “Compendio en alabanza de la poesía” de Bernardo de Balbuena, contenido en su Grandeza mexicana (México, 1604); el “Discurso en loor de la poesía” de la anónima dama peruana, recogido en el Parnaso antártico (1608) de Diego Mejía de Fernangil; y el 19 Libro de la erudición poética de Luis Carrillo y Sotomayor, rematando sus Obras (1611). En los circuitos manuscritos circularon las “Observaciones” (c. 1582) del “Prete Jacopín” (pseudónimo de Juan Fernández de Velasco) a las Anotaciones de Herrera, con la correspondiente “Respuesta” (c. 1586), seguramente del propio Herrera; el Digresionario poético (c. 1590) del licenciado Mesa del Olmeda; las Tablas poéticas (1604) de Francisco Cascales, posteriormente impresas en 1617; y el Ejemplar poético (1606) de Juan de la Cueva. También a partir de la década de 1580, y hasta mediados del siglo XVII, hubo un gran interés en la comunidad médica española por la melancolía, ejemplificado en el Libro de la melancolía de Velázquez. Correspondió a un interés extendido por otros países del oeste de Europa, que alcanzó su cumbre en The Anatomy of Melancholy de Burton.13 En España, el interés se concentró en dos áreas: la relación de la melancolía con dones como hablar latín sin haberlo aprendido o la inspiración poética; y las repercusiones espirituales, éticas y políticas de los afectos melancólicos, con la consiguiente responsabilidad del melancólico en su propia curación. Junto al resurgimiento, durante las mismas décadas, del estoicismo (cuya relación con la melancolía apreciaremos en el capítulo IV), el interés por la melancolía formó parte de la preocupación general de los intelectuales europeos por las pasiones y el poder de la imaginación en un contexto histórico particularmente convulso (Gowland, “The Problem” 117).                                                              13 En 1586, un año después de impresa la obra de Velázquez, salió en Inglaterra A Treatise on Melancholie de Timothy Bright. En Francia, el médico regio André du Laurens publicó el Discours de la conservation de la veue, des maladies melancholiques… (1597), abriendo una veda por la que siguieron Guibelet con “De l’humeur mélancolique”, tercero de los Trois discours philosophiques (1603), y Jacques Ferrand con el Traicté de l’essence et guérison d’amour ou De la mélancolie érotique (1612). En Italia, Ercole Sassonia publicó De melancholia (1620), y Caspare Marcucci, Quadripartium melancholicum (1645). 20 A finales del siglo XVI comenzó en Europa la gran crisis del siglo XVII, que habría de alcanzar su punto álgido a mediados de la centuria con un profundo reordenamiento del orden político, por el cual España perdió la hegemonía europea en favor de Francia. En España, los primeros signos de la “declinación” aparecieron en la década de 1580.14 Aunque la década comenzó con la veloz anexión de Portugal, España no pudo imponer su dominio sobre las provincias protestantes de los Países Bajos, y eventualmente en 1609 firmó con ellas una tregua nada beneficiosa para sus intereses. El desastre de la Armada Invencible contra la Inglaterra protestante en 1588 y la conversión de Enrique IV de Francia al catolicismo en 1593 pusieron en evidencia el debilitamiento de la hegemonía española. En el terreno doméstico, la precariedad de la monarquía compuesta desembocó en las Alteraciones de Aragón en 1591-1592. El crecimiento desmesurado de la burocracia estatal obligó a transformar el gobierno tras la muerte de Felipe II en 1598, con la institución del sistema de juntas y el auge del valido durante el reinado de Felipe III. La crisis política anduvo de la mano con una considerable crisis económica, financiera y demográfica. La necesidad de aumentar los ingresos de la Monarquía derivó en una tremenda subida de la presión fiscal sobre los castellanos. La bancarrota estatal de 1596 coincidió con un gran éxodo rural, la contracción del mercado de bienes españoles en los virreinatos americanos y una sucesión de plagas y hambrunas que desde 1582 hasta 1600 redujeron la población a niveles parecidos a los de comienzos de siglo. La época de España de la cual se ocupa esta tesis, entre 1585 y 1614, fue “a time of crisis, but also a time of the awareness of crisis”, en palabras de John H. Elliott (Imperial 300). A partir de 1580 comenzaron a circular en círculos eclesiásticos y                                                              14 Para esta discusión me apoyo en Elliott, Imperial 268-320; y Fortea Pérez. 21 cortesanos pareceres críticos con la gestión de Felipe II. Incluso un éxito internacional como la anexión de Portugal despertó recelos por juzgarse un exceso de ambición. Las tragedias neosenequistas de aquellos años representan a monarcas enloquecidos por acumular más poder. A partir de los años finales del reinado proliferaron los “arbitrios”, propuestas de índole administrativa y económica para resolver los problemas de la Monarquía Hispánica. Muchos de ellos hicieron una lectura netamente moral de los fracasos militares, las pestes y las malas cosechas, atribuyéndolos a los pecados de la nación española y sus gobernantes. En la España de este período, la preferencia del melancólico por la soledad ociosa y su tendencia a la inconformidad política y religiosa chocaron contra un estado en expansión, con el correspondiente menoscabo de la agencia política individual, y una iglesia católica imbuida por la Contrarreforma y dedicada a ejercer el control espiritual y combatir el disentimiento. En tal contexto ha de entenderse la airada réplica de Velázquez a Huarte. Centrada en la cuestión de “si el rústico labrador, que teniendo melancholía habla latín y trata de preceptos de philosophía, lo puede hazer sin tener demonio” (59 [“Al lector”]), muestra que en España se produjo “una reacción […] contra la idea de que la melancolía favorece la inspiración poética, profética o el don de lenguas” (Orobitg, “El sistema” 91). Todavía a mediados de siglo XVI, en “De la melancolía” de Mercado, el teólogo Basilio consolaba al melancólico Antonio, afirmando que la melancolía “sigue a los hombres de sutil ingenio, […] y jamás conocí hombre necio o torpe a quien la melancolía atormentase” (790). Pero ya en el Jardín de flores curiosas (1570) de Antonio de Torquemada, la melancolía tiene que ver más bien con la furia y los desvaríos (248 [tratado III]); y en el Libro de las fundaciones (c. 1575) de santa Teresa de Jesús, la 22 melancolía no hace más que introducir el desorden en el convento, bien sea como “medianero” del demonio (93-94 [cap. VII, §2]), bien como “propia voluntad y libertad” de la novicia rebelde (97 [VII, 8]). La visión positiva de la melancolía enarbolada por Huarte tardó poco en ceder terreno ante lo que Fumaroli denomina, a propósito del caso francés, la “offensive thérapeutique” contra la melancolía (“‘Nous serons’” 104). En el Tratado del consejo y de los consejeros de los príncipes (1589), Bartolomé Felipe cita a Huarte y califica la melancólica de “complession heroica” porque “obliga a los melancholicos a hablar verdad” (fols. 42v-43r), con lo cual prestan leal servicio al príncipe. Freylas los considera “de muy grande ingenio, grandes sujetos para administrar justicia y governar las Repúblicas con prudencia” (28). Mas en realidad, ésta es la última valoración positiva de la melancolía en España (Gambin 227). El resto de médicos que abordaron el tema después de Huarte se sumaron a la ofensiva antimelancólica. Le dedicaron varios capítulos al tema Oliva Sabuco en la Nueva filosofía y naturaleza del hombre (1587), Francisco Valles en De sacra philosophia (1587), y Pedro García Carrero en Disputationes medicae (1605). 4. Método de la tesis. La atención de esta tesis a la repercusión de la melancolía en la forma de la poesía producida por el sujeto melancólico y a las maneras de construir ese sujeto durante el Siglo de Oro responde a una invitación hecha por Walter Benjamin. En la teorización del Barroco que constituye Ursprung des deutschen Trauerspiels (El origen del ‘Trauerspiel’ alemán, 1928), el objeto contemplado “deviene en alegórico bajo el mirar de la 23 melancolía, si ésta hace que la vida lo abandone, si queda como muerto aunque seguro en la eternidad” (402).15 En el espíritu de la indagación benjaminiana, mas sin ceñirme innecesariamente a sus esquemas, no me limitaré a hacer una melancolografía del Siglo de Oro, o sea una descripción de las teorías médicas, morales y astrológicas sobre la melancolía, ni un inventario de personajes melancólicos, ni un arte retórica de la melancolía. La tarea ha sido emprendida en varios y admirables estudios, de los cuales esta tesis se beneficia y a los cuales espera aportar otros datos.16 La poesía fue el género de la literatura del Siglo de Oro sobre el que mayor poderío detentó la melancolía, y por consiguiente aquel cuyo estudio más se beneficia del prisma de la melancolía, por dos razones principales: la economía del deseo que maneja y la importancia que le otorga al cuerpo del emisor y sus accidentes. En primer lugar, la mayor parte de la poesía de entonces estaba dedicada a cantar el deseo por un objeto amado necesariamente inalcanzable, ya fuese por su perfección intrínseca o porque alcanzarlo supondría el fin del canto. En segundo lugar, esta poesía frecuentemente tematiza la vocalización del canto y la materialidad de la palabra. En consecuencia,                                                              15 Según la tesis benjaminiana, la alegoría es propia del Barroco, a diferencia del símbolo, porque no transfigura ni redime la naturaleza, sino que acepta que la Gracia se ha ausentado del mundo y que por tanto ya no garantiza en él el vínculo entre palabra y cosa (286). La alegoría reconoce la historia “como paisaje primordial petrificado” (383), como un conjunto de ruinas y fragmentos. Con su efecto alegorizante, la mirada del sujeto melancólico es el mejor modo de “despedazar lo orgánico a fin de leer así en sus fragmentos el significado verdadero, fijado, escritural” (438). Para Benjamin, en el Barroco y la Modernidad que éste inaugura, sólo el fragmento contiene la verdad. En gran medida, el propio Benjamin practica la mirada melancólica, alegorizante y barroca, como declara el “Prólogo epistemocrítico” que abre el Ursprung. (Mi exégesis del texto benjaminiano ha sido influida por los estudios de Max Pensky, Samuel Weber y Beatrice Hanssen.) 16 Para un completo mapa de las teorías y el campo semántico de la melancolía en la España del Siglo de Oro, véanse los trabajos de Christine Orobitg, en particular L’humeur noire. Para otros recorridos útiles por las teorías médicas, véanse Carrera; Gambin; y Bartra. Para un inventario descriptivo de incidencias de la melancolía en la poesía, véase Ferri Coll, Los tumultos. Para un arte retórica de la melancolía áurea, véase Orobitg, Garcilaso 109-35. El estudio más completo de la melancolía en la literatura del Siglo de Oro, hasta ahora, es el de Teresa Scott Soufas, pero la estrechez de la hipótesis limita bastante el alcance de sus conclusiones. Aparte de éste, los análisis más interesantes de la melancolía en el Siglo de Oro, gracias a su aprovechamiento de la filosofía relacionada con la melancolía, son los de Kathleen Hunt Dolan, Pedro Ruiz Pérez (“El discurso” y “Égloga”) y Fernando Rodríguez de la Flor. 24 insinúa —cuando no nombra directamente— el cuerpo del emisor y sus accidentes. Por otra parte, apenas ha habido estudios sobre los significados de la melancolía en la poesía áurea. El consenso crítico la ha reducido a mera pose de prestigio, es decir, que la persona poética se caracterizaría como melancólica por seguir una convención vacua. A propósito de uno de los poetas que estudia esta tesis, se ha dicho que en su poesía la melancolía no pasa de “tristeza suave […], un lujo, un deporte de buen tono, al que se agarra el artista como tabla de salvación” (Zamora Vicente XXV). Un planteamiento semejante elude los muchos significados de la melancolía en la época y las preguntas filosóficas, poéticas y éticas que activaba en los textos. Mi estudio presta atención a los múltiples significados de la melancolía en el pensamiento español y europeo durante el Siglo de Oro: a las teorías médicas más que a las mágicas y astrológicas, y a la teoría filosófica de la melancolía, desde Platón hasta nuestros días. El análisis de la melancolía en relación con la medicina reviste mayor interés porque el ocultismo no tuvo entre los intelectuales del Siglo de Oro la influencia que tuvo en los de otros países de Europa, y porque el discurso médico en general tuvo un impacto considerable en el discurso literario en la España áurea. Los médicos reclamaron con firmeza su jurisdicción sobre la materia melancólica al prescindir de explicaciones o recetas astrológicas y redactar libros exclusivamente dedicados a la melancolía. El diálogo con la teoría de la melancolía dicta a mi análisis una apertura fundamental respecto a una de las preguntas centrales en el debate en torno a la melancolía desde hace más de dos milenios: ¿cuál es el objeto de la pena melancólica? La reflexión en el siglo XX se ha centrado en dilucidarlo, gracias sobre todo a la teoría de la melancolía postulada por Freud en su ensayo “Trauer und Melancholie” (“Luto y 25 melancolía”, 1917). El psicoanalista vienés observó que una de las grandes diferencias entre el luto y la melancolía radica en que, al observar el duelo que el melancólico realiza, “it is difficult to see what has been lost, so we may rather assume that the patient cannot consciously grasp what he has lost” (“Mourning” 205). Freud especuló sobre la naturaleza de ese objeto perdido que se hurta al plano consciente en su obra Das Ich und das Es (El yo y el ello, 1923). En el campo de estudios del Renacimiento y el Barroco, varios análisis de la melancolía también se han afanado en determinar cuál fue el objeto perdido que lloraba el sujeto melancólico. Benjamin atribuyó la melancolía de los dramaturgos luteranos del Trauerspiel al rechazo protestante de las obras en favor de la fe, el cual abandonaba al alma “a la gracia de la fe” y convertía la vida humana en inane (351-52). En cuanto a la melancolía de los escritores católicos del Siglo de Oro español, Américo Castro la achacó al desengaño contrarreformista “sobre el entusiasmo y la exuberancia” del Renacimiento (329). Para Marcel Bataillon, la melancolía en la España del Siglo de Oro fue más profunda que en otros países europeos por el elevado número de judeoconversos en el ámbito letrado, dada “la multisecular herencia de melancolía del pueblo judío” (39) y la terrible pérdida que éstos tuvieron que lamentar en silencio tras la expulsión de 1492 y bajo la persecución inquisitorial. Según Soufas, la melancolía marcó el declive del pensamiento por analogía en favor de la moderna episteme analítico-referencial (IX-X). Bartra, finalmente, considera que la melancolía lamentaba el lento ocaso del imperio español (22). Cada una de estas hipótesis reviste interés, sobre todo las de Bataillon y Soufas, pues inciden en la índole inconfesable o inarticulable de la pena melancólica. A la lista de pérdidas físicas y nocionales que se produjeron en el mundo hispánico durante 26 el Siglo de Oro habría que sumar la de los habitantes de América durante la invasión y el expolio de la dominación colonial; la de las mujeres y las minorías sexuales, sometidas a una opresión difícil de imaginar hoy en día; y la de los moriscos, otro grupo sujeto a una persecución étnica y religiosa de tremenda e incansable crueldad. Sin embargo, las explicaciones de signo histórico reducen innecesariamente la melancolía renacentista al luto por un solo objeto, cuando en realidad los objetos fueron múltiples. Más aún, la mayoría de los objetos, como veremos en esta tesis, fueron de índole poética, o sea intrínsecos a la tarea poética en sí.17 Asimismo, hemos de tener presente la doble distinción realizada por Dominick LaCapra entre lo ausente y lo perdido, por un lado (698), y la falta y la pérdida, por otro (703). No porque se llore como perdido algo existió realmente. La melancolía, en gran medida, consiste en lamentar como perdido algo que en realidad está ausente o que falta.18 La exploración de una multiplicidad de objetos perdidos será precisamente lo que permita a esta tesis ir más allá de un mero rastreo de la melancolía para contribuir más bien al estudio de la teoría y la práctica de la poesía española durante un período crucial, marcado por cambios profundos en la poética, los estilos y las condiciones de producción y recepción de la poesía.                                                              17 Gowland, rechazando la reducción de toda la melancolía renacentista inglesa a la crisis religiosa desencadenada por la reforma protestante, propone fijarse no en “psychological trauma brought about by religious change or dogma”, sino en “developments in European intellectual culture in the course of the sixteenth century” (“The Problem” 117). 18 Considero que la melancolía está más relacionada con la conversión de lo ausente (“absent”) en perdido (“lost”) que viceversa, como observa el propio LaCapra (715) aunque en otro momento diga lo contrario (698). Algo ausente no pudo ser nunca perdido (701), y en la poesía del Siglo de Oro es frecuente lamentar como perdido algo que jamás existió. Por lo demás, La Capra delata un juicio moral negativo sobre la melancolía, ya que según él consiste en “acting-out” (716), con toda la carga peyorativa que esta expresión tiene en inglés. Tal juicio moral no halla cabida en un proyecto como el mío. 27 5. Resumen de los capítulos. Los capítulos I y II tratan de La Galatea (1585), libro de pastores de Miguel de Cervantes, por constituir un libro sobre la poesía española que capta el estado en que ésta se hallaba y los desafíos a los que se enfrentaba en la década de 1580. El capítulo I interroga no sólo qué problemas poéticos y qué dimensiones del sujeto poético aborda La Galatea, sino también por qué Cervantes escogió el género pastoril para hacerlo.19 Gracias a un análisis del prólogo y el inicio de la obra, el capítulo articula en qué problemas teóricos incidía la melancolía y con qué fenómenos y géneros literarios interactuaba, por ejemplo la legitimidad de la poesía y la pertinencia de la tragedia para abordar problemas de teoría poética. Por tanto, el capítulo entra en detalle sobre los cambios que transformaron la poesía española en torno a 1580. El capítulo II analiza detalladamente la defensa de la poesía y los diversos modelos de sujeto poético que se dan en La Galatea. Identifica para qué sirve la melancolía a los poetas que pueblan el mundo de La Galatea e incluso al propio autor. Además de continuar la teoría de la pastoral como género especialmente melancólico en la literatura del Siglo de Oro, este capítulo inicia el examen de la figura de Polifemo y de lo que podríamos llamar el polifemismo de la voz como un nuevo modelo de sujeto poético generado por la melancolía. Mediante el examen del polifemismo, las amistades entre pastores y el reto de la sinceridad como ideal poético, el capítulo muestra la tensión entre dos tipos de melancolía dentro de la pastoral: la que invita a compartir y colaborar, por un lado, y la que aparta al sujeto de la sociedad y lo lleva a la locura, por otro. El capítulo III se centra en qué papel jugó la melancolía en otro género y otro formato editorial: la poesía lírica y el cancionero impreso de autor. En los Versos líricos                                                              19 A lo largo de la tesis emplearé “pastoril” como adjetivo y “pastoral” como sustantivo. 28 (1588) de Francisco de la Torre hallamos la melancolía en el centro de la crisis del lenguaje petrarquista a finales del siglo XVI, la emergencia de la lírica en la teoría poética, y las nuevas posibilidades para construir una secuencia lírica, y por tanto un sujeto poético. El capítulo IV mantiene el interés por la construcción de un sujeto lírico y el problema de la secuencia lírica, y además enriquece la perspectiva de la tesis al atender al formato manuscrito, la poesía de molde horaciano y el ambiente neoestoico y jesuítico de la Sevilla de comienzos del Barroco. Los Versos (1612) de Juan de Arguijo exploran a fondo los significados filosóficos, éticos y políticos de la melancolía. En el contexto de la reacción médica, religiosa y filosófica contra la melancolía, la poesía de Arguijo aprovecha la melancolía para darle coherencia a la secuencia lírica y al sujeto poético, y además para explorar nuevos géneros y lenguajes para encauzar el pensamiento melancólico. El capítulo V, por último, recoge las preocupaciones de los capítulos anteriores para analizar el papel de la melancolía en los dos poemas con los que Luis de Góngora transformó para siempre la poesía en lengua española entre 1612 y 1614: la Fábula de Polifemo y Galatea y las Soledades. En los capítulos anteriores, la atención a la constelación melancólica (la pastoral, el polifemismo, la cualidad lírica, la presencia del cuerpo del poeta, etc.) genera un nuevo panorama crítico de la poesía española en el momento álgido del Siglo de Oro. Aprovechando este panorama, el capítulo dedicado a Góngora presenta una nueva lectura del Polifemo y las Soledades como poemas sobre el origen y el destino de la poesía. La centralidad de la melancolía en el proyecto poético gongorino apunta hacia un nuevo conjunto de coordenadas para leer la poesía del Barroco 29 hispánico, como muestra la conclusión al capítulo, la cual sirve a su vez de conclusión a la tesis entera. Ante la riqueza y variedad de la poesía española del Siglo de Oro, esta tesis combina el acercamiento a autores canónicos con el rescate de poetas menos conocidos mas no inferiores en calidad. Superando las barreras genéricas, pone en diálogo los dos poemas mayores de Góngora, el poeta más influyente, con una de las obras menos conocidas de Cervantes y con dos secuencias líricas. La comparación de Torre y Arguijo, dos poetas usualmente confinados a anaqueles distintos en las historias de la literatura, permite detectar preocupaciones y retos comunes. La tesis atiende, en todo momento, a la teoría poética y médica de la época, tanto dentro como fuera de España. De tal modo, ofrece un estudio de la poesía española del Siglo de Oro en no menor medida que una mirada a la paradójica luz de la melancolía. Considerado por los astrólogos babilonios como el sol nocturno, lo que un poeta llamó el sol negro, Saturno se nos presenta como un emblema, hasta ahora desdeñado, de la tremenda riqueza y las severas paradojas que caracterizaron a la poesía española en su momento de máxima incandescencia. 30 CAPÍTULO I “La poesía anda tan desfavorecida”: Poética, pastoral y melancolía en La Galatea (1585) de Miguel de Cervantes La Galatea, el libro de pastores1 con el que Miguel de Cervantes comenzó su carrera literaria en 1585, recibe a los “Curiosos lectores” con una declaración tan sensacional como melancólica: La ocupación de escrebir églogas en tiempo que, en general, la poesía anda tan desfavorecida, bien recelo que no será tenido por ejercicio tan loable que no sea necesario dar alguna particular satisfacción a los que, siguiendo el diverso gusto de su inclinación natural, todo lo que es diferente de él estiman por trabajo y tiempo perdido. (155)2 La referencia explícita a la coyuntura presente como “tiempo que, en general, la poesía anda tan desfavorecida” convenía a un autor principiante como Cervantes, quien de tal manera se figura implícitamente como el poeta que va a rescatar a la poesía. Pero al margen de la intención autocomplaciente y ante el panorama literario de entonces, la tristeza del autor ante su contexto literario resulta incomprensible. En 1585, los lectores en castellano tenían acceso en el mercado de impresos, la escena comercial y las tertulias a una rica oferta de ficciones caballerescas y sentimentales, espectáculos teatrales y obras en verso, tanto manuscritas como impresas en pliegos sueltos, colecciones o cancioneros de un solo autor. La Galatea misma se inscribe en la ficción pastoril, un género de probada solvencia comercial en el mercado bibliográfico español desde la aparición de La Diana (1558 o 1559) de Jorge de Montemayor, y con muestras recientes hacia 1585 como la Fortuna de amor (1573) de Antonio de Lofraso y El pastor de Fílida (1582) de                                                              1 A lo largo de la tesis emplearé esta denominación, propia de la época y más correcta que la generalizada de “novela pastoril”. Para argumentos que explican por qué resulta más apropiada, véase López Estrada y López García-Berdoy 20-23. 2 “Églogas” designa por sinécdoque al libro de pastores. “Poesía” tiene aquí un sentido aristotélico como lo que nosotros llamaríamos literatura, en oposición a historia según el criterio de la mímesis o imitación. La denominación, por tanto, abarca el verso y la prosa, como explicará Fadrique en la Filosofía antigua poética (1596) de López Pinciano (115 [diál. III, fr. I]). 31 Luis Gálvez de Montalvo. Lejos de ser un tiempo de penuria para la poesía, en 1585 Ercilla, Herrera y fray Luis estaban en pleno uso de sus formidables facultades, a la vez que ya habían irrumpido con fuerza los precoces Lope y Góngora. Por injustificable, la tristeza del autor ante su propio “tiempo” se revela como melancolía. La pregunta que surge es, ¿qué presenta La Galatea acerca de la poesía que obliga a declarar la defensa de ella desde tan temprano y a mantenerla a lo largo de toda la obra? ¿Y por qué escoge Cervantes el género pastoril como vehículo para hacerlo? El presente capítulo se ocupará de responder estas preguntas, comprobar si en verdad había motivos para la melancolía de quien ejerciese la poesía por aquel entonces, y comenzar a examinar las repercusiones de la elección de la pastoral y el enfoque en la melancolía en La Galatea de Cervantes. Mientras que el capítulo II analizará al detalle la teoría de la poesía que presenta La Galatea, éste se centra más bien en su coyuntura poética y la elección por parte de Cervantes del género pastoril. El capítulo se divide en cinco secciones. En la primera revisaremos el panorama poético y teórico que se encontró Cervantes a su retorno en 1580, y del cual surgió La Galatea, su estreno literario. La segunda está dedicada al análisis del prólogo de la obra, gracias al cual contemplamos los objetivos y retos de la pastoral cervantina. En la tercera y cuarta secciones abordo el problema de la violencia en la pastoral cervantina, ya que aporta claves para entender el género pastoril en sí y el tratamiento de la poética en la obra. Finalmente, la quinta sección se acerca a la relación entre pastoral y melancolía, de hondas consecuencias para La Galatea y la poesía española de la época. 32 1. El estado de la poesía española en 1580. En 1580, cuando Cervantes desembarcó en la costa valenciana tras una larga década en el extranjero, la literatura española se hallaba en plena transformación manierista. La categoría de Manierismo resulta apropiada para describir los cambios de aquel período porque poetas y pensadores estaban preocupados sobre todo por dos problemas que Arnold Hauser (100) detectó entre los seguidores de la maniera en el arte italiano del siglo XVI: la definición de un estilo diferenciado respecto a la generación anterior, lo que los pintores italianos llamaban “maniera”; y la teorización de los métodos y fines del arte. Asimismo, el estilo poético que llegó a España y el Nuevo Mundo gracias a Gutierre de Cetina a mediados de siglo y triunfó con el éxito de Algunas obras (1582) de Herrera desplegaba artificios manieristas propios del petrarquismo napolitano y florentino de principios y mediados del siglo XVI, por ejemplo las correlaciones o versus rapportati, las diseminaciones y recolecciones, los juegos de ingenio y los enigmas, los motivos anecdóticos y el léxico cromático y suntuario (Á. Alonso, La poesía 60-66). La labor de Herrera en su cancionero impreso Algunas obras y en su edición de las Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones (1580) muestra lo que Claude-Gilbert Dubois califica como una “imitation différentielle” propia del Manierismo, pues se trata ante todo de marcar la diferencia respecto el modelo, y “par la différence, il [sc., l’artiste maniériste] exprime son altérité qui est l’expression de son identité propre” (28).3 Herrera canonizó a Garcilaso mediante las Anotaciones, pero en Algunas obras forjó un estilo propio e intentó superar al toledano, cuyas Obras venían precedidas del adjetivo                                                              3 “Imitación diferencial […]. A través de la diferencia, él [sc., el artista manierista] expresa su otredad, la cual es la expresión de su propia identidad.” 33 “algunas” en la edición príncipe publicada en Barcelona en 1543: Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega, repartidas en cuatro libros. La canonización de Garcilaso, relacionada con un luto tenaz por el toledano y la defensa de la lengua vulgar, fue uno de los varios fenómenos que se encontró Cervantes y que revisaremos en esta sección, junto a la creciente importancia de la imprenta para la difusión y la escritura misma de la poesía, el surgimiento del poeta profesional y el cultivo de determinados géneros, en concreto la tragedia neosenequista y el libro de pastores. Tres fallecimientos recientes cuando Cervantes regresó a España en 1580 le sugirieron a varios escritores de entonces que una era de la poesía española fenecía con ellos y otra comenzaba. En el Arte poética en romance castellano de Miguel Sánchez de Lima, publicada en 1580, el personaje de Calidonio decía que de “don Diego de Mendoça […] la muerte cruda dexo a España biuda, y a los Poetas Españoles huerfanos con la suya” (22 [diálogo I]). En efecto, Diego Hurtado de Mendoza (1503/1504-1575) era el único superviviente de aquella tríada de pioneros, junto a Boscán y Garcilaso, que había adaptado los metros italianos y los motivos petrarquistas a las letras castellanas. Don Diego, noble de alta alcurnia y embajador al servicio del Emperador y el Rey Prudente, mantuvo un fecundo diálogo en Italia con la vanguardia poética e intelectual del Renacimiento, al igual que Garcilaso años atrás. Como él y como Boscán, constituyó un ejemplar del cortesano que retratara Castiglione en su obra epónima de 1528. Parecidos a ellos, Hernando de Acuña (1518-1580) y Francisco de Aldana (1537-1578) pertenecían a las próximas generaciones del italianismo en la poesía española. Nobles y soldados como Garcilaso y Cetina, los imitaron en el cultivo de los metros y motivos petrarquistas, y también pasaron varios años en las cortes italianas. Aldana, de hecho, nació en Italia y 34 cayó heroicamente en la batalla de Alcazarquivir. Hurtado de Mendoza, Acuña y Aldana, en fin, fueron caballeros que practicaron la poesía con sprezzatura, o estudiado descuido, como parte de su ocio cortesano, sin dignarse jamás dar sus versos a la imprenta, ni siquiera imponerles un orden secuencial a la manera del Canzoniere de Petrarca según lo publicara Bembo. Tampoco siguieron el modelo editorial y poético planteado por las Obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega de 1543 (Ruiz Pérez, La rúbrica 147-48). La reticencia a seguir el ejemplo de Petrarca en la elaboración de una secuencia lírica integral no habría de desaparecer con Hurtado de Mendoza, Acuña y Aldana. Los cancioneros in ordine, al estilo petrarquista, fueron pocos en el panorama poético español del Siglo de Oro (Navarrete 75). La otra reticencia que caracterizó a estos dos poetas tampoco cedió del todo: por ejemplo, Góngora y Quevedo no dieron en vida sus versos a las prensas. Pero sí hubo de convivir con el fenómeno, cada vez más acusado, de la actitud contraria. Como las de Boscán y Garcilaso, las composiciones de Aldana, Acuña y Hurtado de Mendoza aparecieron en volúmenes póstumos en 1589 y1591, 1591, y 1610, respectivamente. Incluso Diego Ramírez Pagán, un poeta coetáneo de Acuña, imprimió en vida la Floresta de varia poesía (1562). Montemayor publicó hasta tres volúmenes de sus versos: las Obras (1554), el Segundo cancionero (1558) y el Segundo cancionero espiritual (1558). Tales publicaciones dan cuenta de un interés por la poesía lírica en el mercado bibliográfico a mediados de la centuria. Por las mismas fechas aparecieron el Cancionero de romances (c.1547) antuerpiense y la Silva de romances (1550) zaragozana. Estas colecciones evolucionarían hasta impresos del tipo de la Flor de romances y glosas, 35 canciones y villancicos (1578), que darían paso al romancero nuevo (Prieto 1:161-62). Cervantes, como uno de sus primeros y más notorios cultivadores (Rodríguez-Moñino 37), participó en esta empresa culta de apropiación de una poesía popular y supuestamente nacional, una empresa de enriquecimiento del lenguaje poético con códigos y voces marginales y subalternas. Finalmente, en 1582 el impresor italiano Andrea Pescioni sacó en su oficina sevillana cuatro impresos de poesía lírica: las Obras de Juan de la Cueva, las Obras de Joaquín Romero de Cepeda, las Églogas pastoriles de Pedro de Padilla y Algunas obras de Herrera. Si bien la empresa de Pescioni no prosperó, sí anunció una práctica que en el siglo siguiente habría de extenderse (Ruiz Pérez, La rúbrica 113). Imprimir los versos, como explica Pedro Ruiz Pérez, constituía una estrategia con dos fines: alcanzar la fama, aspiración propia de los poetas desde la Antigüedad; y conseguir para el texto la “extensión en el espacio” y para su autor “la notoriedad, como triunfo sobre el anonimato y la carencia de distinción individual” (42). El proceso se relaciona con el surgimiento de la noción de autor en su doble faceta: el autor como el artista dotado de un estilo particular, el cual lo distingue y otorga valor a sus productos, desarrollo característico del Manierismo (Hauser 71); y el autor como sujeto legalmente responsable de sus obras ante el estado en vías de consolidación (véase Foucault). También, y en no menor medida, el proceso tiene que ver con el hecho de que ya al glorioso pasado pertenecía el poeta que “hurtando tiempo a Marte escribe por las sendas europeas que marca el Emperador” (Prieto 2:477). Los dos poetas más influyentes de las décadas de 1570 y 1580 fueron eclesiásticos de orígenes modestos, asentados en sendas ciudades, cuyos ingresos provenían de la docencia universitaria y del beneficio 36 parroquial, respectivamente: fray Luis de León, monje agustino y catedrático de la Universidad de Salamanca, y Herrera, beneficiado en Sevilla. Ninguno de los cambios que vengo reseñando fue total, ni mucho menos éste. A semejanza de Acuña y Aldana, el prestigioso poeta Francisco de Figueroa era diplomático y funcionario de corte, y jamás ordenó su poesía ni la dio voluntariamente a la imprenta. Pero el caso de Herrera merece destacarse porque apuntó hacia un lento cambio de paradigma. Gracias a su beneficio y al apoyo de los condes de Gelves, cuyo palacio sevillano emulaba un palazzo del Renacimiento italiano (Prieto 2:346-47), Herrera se dedicó al estudio y cultivo de la lírica, la épica y la historia en estrecho diálogo con humanistas como Juan de Mal Lara, el canónigo Francisco Pacheco y Francisco de Medina, o poetas como Baltasar del Alcázar, Juan de la Cueva, Luis Barahona de Soto y Cristóbal Mosquera de Figueroa. Este círculo de Herrera, heredero del estudio de Mal Lara y precursor de la tertulia de Juan de Arguijo, implantó en España el modelo italiano de accademia (King 22-27) como uno de los formatos para estructurar las relaciones en el campo literario y fomentar los debates teóricos y la recepción de las novedades italianas. En cuanto a su propia obra poética, con Algunas obras Herrera compuso el cancionero más propiamente petrarquista de la poesía española (Ruiz Pérez, La rúbrica 169). Así articuló conceptos de escritura poética y persona autorial que se diferenciaban de los de la generación anterior. Más aún, servirían de modelo a los poetas de las generaciones siguientes, sobre todo como toma de posición en el campo literario en proceso de configuración. A principios de la década de 1580, en detrimento de los cortesanos, clérigos o catedráticos que cultivaban la poesía ocasionalmente, comenzó a generalizarse la figura 37 del poeta profesional, el hombre de letras que acudía la imprenta en busca de notoriedad y afirmación de su autoría, pero también de ingresos. En el Madrid de entonces, flamante corte de la Monarquía Hispánica y con un mercado editorial en alza, coetáneos y amigos de Cervantes publicaron impresos de lírica: Gabriel López Maldonado el Cancionero (1586) y Pedro de Padilla el Tesoro de varias poesías (1580), el Romancero (1583) y el Ramillete de flores espirituales, recogido de católicos y graves autores (1585), además de las Églogas pastoriles en la casa sevillana de Pescioni. Tal es el contexto en el que apareció en la imprenta alcalaína La Galatea. Esta progresiva profesionalización culminó en la figura paradigmática del madrileño Lope de Vega, quien por estas fechas velaba sus armas líricas en el romancero nuevo. No menos decisivos en esta fase de transformación, otros dos procesos también hallaron en 1580 y en un mismo libro su más cumplida muestra: las Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones de Herrera. Con esta obra el vate sevillano culminó, por un lado, la canonización de Garcilaso y, por otro, contribuyó a la implantación de la reflexión poética en España. El primer proceso había dado un paso de gigante en 1569 con la impresión de la poesía exenta del toledano, prescindiendo de la de Boscán. Aclamado por los lectores y capitalizado por los impresores, Garcilaso no tardó en recibir el tratamiento debido por parte de los letrados. En 1574, Francisco Sánchez de las Brozas, catedrático de Retórica de Salamanca, publicó las Obras del excelente poeta Garcilaso de la Vega con anotaciones y enmiendas. Semejante edición le dispensaba igual reverencia que a los clásicos grecolatinos y asumía que la literatura en lengua castellana era patrimonio de una nación y que estaba a la altura de la clásica.4 Al año                                                              4 Las ediciones comentadas de los poetas toscanos, desde la de Dante por parte de Boccaccio en el último tercio del siglo XIV hasta las de Petrarca en el siglo XVI, habían cimentado una conciencia nacional 38 siguiente, en 1575, aparecieron las Obras de Boscán y Garcilaso trasladadas en materias religiosas (redactadas en 1566) de Sebastián de Córdoba. En tanto que muestra de la ansiedad del discurso contrarreformista por normativizar su poesía, confirmaban el estatuto canónico de Garcilaso. En el caso de la lengua española, como en el de otras lenguas vulgares, la defensa fue un motivo frecuente en retóricas y prólogos desde la Gramática sobre la lengua castellana (1492) de Antonio de Nebrija a finales del siglo XV. No dejaría de serlo, como veremos en seguida. Durante la primera mitad del siglo XVI, cuando España estrechó sus vínculos con Italia, tocaba admitir con el Gran Capitán que “a España las armas, a Italia las letras” (cit. en Manero Sorolla 55). En Nápoles, mediada la década de 1530 y ante el interés de los italianos por la lengua castellana, el personaje de Valdés observaba en el Diálogo de la lengua (c. 1535) de Juan de Valdés que, a diferencia de la toscana, “ilustrada y enriquecida por un Bocacio y un Petrarca, […] la lengua castellana nunca ha tenido quien escriva en ella con tanto cuidado y miramiento quanto sería menester” (123). Cuarenta años después todavía quedaban poetas del mismo parecer, por ejemplo Jerónimo de Lomas Cantoral. En el “Prólogo del auctor” a sus Obras (1578), lamentaba el desecho, desprecio y carencia de la poesía en España, y afirmaba que “pocos o ninguno” habían “seguido las pisadas” de los poetas antiguos (64). Pero a esas alturas de la centuria, tras décadas de hegemonía europea y atlántica bajo Carlos V y Felipe II, España se sentía a la par que Italia no sólo en lo político sino también en lo cultural. l juicio de Lomas Cantoral resultaba desfasado y descaradamente autocomplaciente. En 1575, Gonzalo Argote de Molina, integrante del círculo sevillano,                                                                                                                                                                                   italiana en torno a la lengua toscana, y de paso el prestigio de la cultura italiana en Europa (Manero Sorolla 16-21). 39 había publicado una edición de El conde Lucanor de don Juan Manuel, rematada por un “Discurso sobre la poesía antigua castellana”; en 1582, otra vez el Brocense, desde el círculo salmantino, apuntalaría el canon poético español con su edición comentada del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena, proclamándolo el Dante español para una nueva generación de lectores. El sitial de honor en el canon, empero, ya había sido otorgado a Garcilaso, muerto hacía menos de cincuenta años. Para los poetas de 1580, Garcilaso representaba el ideal: el noble varón que armonizó las armas y las letras, el valeroso soldado que pereció joven al servicio del Emperador. La tenacidad del duelo por su muerte queda patente en el hecho de que entre los preliminares a las Anotaciones herrerianas figuren dos elegías fúnebres en castellano firmadas por Mosquera de Figueroa y Barahona de Soto. La tenacidad manifestaba la melancolía de saberse nacidos demasiado tarde, la certeza de que la perfección había sido ya alcanzada e irremediablemente perdida. Y sin embargo, Garcilaso era casi un contemporáneo: su estilo poético, lo que los artistas plásticos italianos llamarían la maniera (de ahí el Manierismo) había sido continuado y desarrollado por los poetas que lo lloraban, quienes a su vez se afanaban por imprimirle en sus composiciones un sello personal. En su totalidad, desde las prosas de Medina y Herrera hasta las poesías castellanas y latinas de éste y sus allegados, las Anotaciones constituyeron la fijación, codificación y desarrollo de esa lengua poética garcilasiana, una lengua poética percibida como un patrimonio cultural a preservar, continuar y enriquecer por parte de una comunidad de poetas de nación española (véase Prieto 2:446). Las Anotaciones de Herrera también contribuyeron a aclimatar la reflexión poética en España. Del mismo año de 1580 data la aparición en el entorno madrileño del 40 Arte poética en romance castellano de Sánchez de Lima. A través de estas dos obras, la poesía española se situaba más allá de las artes retóricas y reclamaba su propio espacio de reflexión teórica. Daba también por superada la poética de la sprezzatura de Boscán, Garcilaso y sus primeros seguidores, naturalmente reacia a las poéticas prescriptivas (véase Navarrete 47-49). La mayor difusión en la imprenta de géneros como la lírica y la consolidación de la escena comercial habían asegurado para la literatura en España más públicos, y por consiguiente una mayor relevancia política y social. Por relevantes, los literatos cobraron una fuerte conciencia de sí, de su valor y de su relación con el público. También comprendieron la necesidad y conveniencia de explicar su arte y su conducta ante los nuevos públicos, la Iglesia en fase de Contrarreforma y el estado en proceso de consolidación. El año de 1580, cuando Cervantes regresó a España, en pocas ciudades como en Valencia serían tan palpables los cambios que sacudían a la literatura española. La decisión por parte de Cervantes de comenzar su carrera literaria con el teatro y el libro de pastores deriva, en gran medida, de su paso por allí, tras desembarcar en Denia y antes de instalarse en Madrid. Emporio mercantil en estrecho contacto con Italia, Valencia albergaba una de las escenas de teatro comercial más desarrolladas de España y un voluminoso mercado editorial. En La Galatea, la huella valenciana se nota no sólo en que se trate de un libro de pastores, sino también en el estrecho diálogo que la obra mantiene, como veremos, con la tragedia neosenequista. Hacia 1580 los valencianos Andrés Rey de Artieda y Cristóbal de Virués compusieron tragedias neosenequistas que impresionaron a Cervantes.5 Se trataba de uno                                                              5 No se sabe con certeza dónde residió Virués después de tomar el camino de la milicia en la década de 1570, pero sí sabemos que gozaba de amplio prestigio en los círculos literarios valencianos y estaba al 41 de los filones más prometedores del teatro comercial español en aquel entonces. Inspiradas en las tragedias de Séneca y sus imitadores italianos del siglo XVI, particularmente Gianbattista Giraldi Cinzio, Lodovico Dolce y Luigi Alammani, las tragedias neosenequistas se caracterizaban por la temática pseudohistórica, la parquedad escénica y la retórica del horror. En 1575, el gallego Jerónimo Bermúdez había publicado bajo pseudónimo Nise lastimosa y Nise laureada, las dos primeras tragedias de este tipo en España bajo el llamativo título Primeras tragedias españolas. En 1581, Rey de Artieda imprimiría en Valencia Los amantes, y en 1583, Juan de la Cueva publicaría en su Sevilla natal la Primera parte de las comedias y tragedias, que contenía sus cuatro tragedias representadas en la capital bética en 1579 y 1580. La Tragedia de Numancia, compuesta por Cervantes hacia 1585, denota la influencias de estas obras, particularmente las de Cueva (Baras Escolá 13-15) y las dos tragedias del aragonés Lupercio Leonardo de Argensola, compuestas también hacia 1580.6 Ahora bien, el género que más impresionó a Cervantes en Valencia fue el libro de pastores. Inherentemente impreso y de vocación comercial (Díez Fernández 77), de acuerdo al ambiente de Valencia, allí se había iniciado en 1558 o 1559 con La Diana de Montemayor, y asentado en 1564 con sus continuaciones: la Segunda parte de la Diana de Alonso Pérez el Salmantino y la Diana enamorada de Gaspar Gil Polo. A partir de éstas, se había convertido en un excelente género para los escritores principiantes (López                                                                                                                                                                                   corriente de lo que sucedía en ellos (Ferrer Valls 1020). De todos modos, tanto él como Rey de Artieda habían combatido en la batalla de Lepanto, por lo cual frecuentarían los mismos ambientes que Cervantes. El conocimiento por parte de éste de sus obras está atestiguado en el canto de Calíope, en el libro VI de La Galatea (587, vv. 809-16 y vv. 825-32). Veinte años después, el barbero del Quijote elogiaría El Monserrate, poema épico de Virués publicado en 1587 (87 [parte I, capítulo VI]). 6 Cueva y Argensola también figuran en el canto de Calíope (576, vv. 449-56 y 585, vv. 737-44, respectivamente). El Canónigo de Toledo habría de elogiar las tragedias de este último en el Quijote (553 [I, XLVIII]). 42 Estrada 544). Ejemplificaba la dinámica propia del incipiente campo literario, en el que la imprenta y los reclamos del creciente público lector compensaban la falta de “prestigio normativo” que lastraba a la bucólica en la poética renacentista (Ruiz Pérez, “Cervantes” 163).7 Por otra parte, el libro de pastores constituía una extensión de la égloga, género poético que por aquellos años demostraba su eclecticismo y capacidad de contener diversas modulaciones líricas (Gómez, “El desarrollo” 189). Al mismo tiempo, alternaba prosa y metro según el modelo de la satura menippea antigua o el prosimetrum medieval. Por consiguiente, el libro de pastores le proporcionaba a alguien que aspirase a ser “un hombre que escribe” (cit. en Ruiz Pérez, “Cervantes” 166) un amplio espacio para combinar narración y lirismo y fajarse en distintos estilos. De tal modo podía explorar, experimentar y reflexionar sobre literatura en un momento en el que la poética preocupaba en España, como manifestaron las obras de Herrera y Sánchez de Lima. 2. Hacia “empresas más altas y de mayor importancia”: El prólogo de La Galatea. La voluntad por parte de Cervantes de participar en la discusión teórica se evidencia en su prólogo a los “Curiosos lectores” de La Galatea. Al inicio del texto, arriba citado, el autor reconoce que en su tiempo “en general, la poesía anda tan desfavorecida”, de modo que a él le toca “dar alguna satisfacción particular” a aquéllos que no tienen “inclinación natural a la poesía”. El lamento se hace eco de una queja generalizada en la reflexión poética de la época. En el Arte poética de Sánchez de Lima, un lustro atrás, Calidonio y Silvio añoraban los tiempos en que la poesía gozaba del favor                                                              7 Para la posición de bajo prestigio que ocupaba la pastoral en la teoría poética italiana y la teoría de la pastoral en Italia y España, véase López Estrada 431-53 y 453-77, respectivamente; también Egido, “‘Sin poética’”. No me ha sido posible consultar a Ramón Mateo Mateo, La poesía pastoril española del siglo XVI (Tesis doctoral. Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1991). 43 real en la corte castellana (18 [I]). En los días de “Boscan, Monte Mayor, Garcilaso de la Vega, y Garci Sanchez de Badajoz” (22 [I]), la poesía era un ocio de caballeros, no un oficio (28-29 [I]).8 No cuesta detectar, sin embargo, cierta ironía por parte del ex-soldado de mediana condición, en vez de ocioso caballero, que presenta una obra que quizá saque a la poesía de una situación tan penosa. El lamento, más aún, admite implícitamente que la poesía está en tela de juicio a causa de las críticas contrarreformistas, originariamente platónicas y patrísticas, acerca de su legitimidad dentro de la república cristiana. Como primer argumento para defenderla, el autor de La Galatea esgrime la noción de “inclinación natural” o “talento que del Cielo ha recibido” (157), que corresponde a la de natura, ingenium o furor poeticus de la teoría poética antigua y renacentista. Al ser un don natural, la poesía en últimas vendría de Dios. Así lo afirmaría pocos años después Pedro Sánchez de Viana en el prólogo a su exitosa versión de Las transformaciones (1589) de Ovidio: “las obras preclaras de poesía no son invenciones de filósofos, sino mercedes de Dios” (141). La “inclinación natural”, por otra parte, distingue a Cervantes como miembro de una selecta minoría, separado del “vulgo” lector (157). El segundo argumento en favor de la poesía estriba en los “más que medianos provechos” que acarrean “los estudios de esta facultad” (156), o sea la poesía: enriquecer el poeta considerando su propia lengua, y enseñorearse del artificio de la elocuencia que en ella cabe, para empresas más altas y de mayor importancia, y abrir camino para que, a su imitación, los ánimos estrechos, que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana, entiendan que tienen campo abierto, fértil y espacioso, por el cual, con facilidad y dulzura, con gravedad y elocuencia, pueden correr con libertad, descubriendo la diversidad de conceptos agudos, graves, sotiles y levantados que en la fertilidad de los                                                              8 Para la influencia de Sánchez de Lima en La Galatea, véanse Gaylord, “Cervantes’ Portraits” 67-72; y C. B. Johnson 93-105. 44 ingenios españoles la favorable influencia del cielo con tal ventaja en diversas partes ha producido y cada hora produce en la edad dichosa nuestra… (156) La larga oración no se limita a celebrar el “artificio de la elocuencia”, sino que también lo despliega. El autor acredita su “inclinación natural” e insinúa que a su obra se deberá el trueque de los tiempos de penuria para la poesía en “la edad dichosa nuestra”. Siempre atento a darle una justificación política a la poesía, Cervantes supedita los “provechos” que ella acarrea a un empeño de carácter nacional: propiciar “empresas más altas y de mayor importancia” y “abrir camino” para que la lengua castellana tenga “campo abierto, fértil y espacioso”. Enriquecer y enseñorearse de la lengua elevaría el estatuto del castellano frente a las lenguas clásicas, como enseñaba la defensa de la lengua vulgar, o questione della lingua, propia del humanismo de la primera mitad del siglo XVI. Por su parte, y de acuerdo a la jerarquía de estilos y géneros poéticos fijada en la rota Vergilii medieval, el sintagma “empresas más altas y de mayor importancia” alude a la épica, floreciente en aquel entonces en España gracias al ejemplo de Ercilla y obras como La Austríada (1584) de Juan Rufo. Quizá aluda también a la futura épica en prosa de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicada póstumamente en 1617 (De Armas, “Cervantes and the Virgilian” 269-70). Pero ante todo, propiciar “empresas más altas y de mayor importancia” y “abrir camino” para que la lengua castellana tenga “campo abierto, fértil y espacioso” expresa la voluntad cervantina de servir a la causa imperial de España. La idea proviene del tesoro de teoría poética que constituyen las Anotaciones de Herrera a la poesía de Garcilaso (cf. 850), amén del prólogo “A los lectores” a las mismas, compuesto por Medina (cf. 194- 96). Éste había proclamado, a la zaga del famoso prólogo de Nebrija a su Gramática, que 45 “las gentes virtuosas” extienden “el uso de sus lenguas” lo mismo “que los términos de sus imperios” (“A los lectores” 187). Herrera, nada más comenzar sus Anotaciones, afirma que el esfuerzo por enriquecer la lengua española complementa el de darle “gloria i reputación” a España (263-64). Aprovechando varios tropos de la historiografía imperial, a la que había aportado la Relación de la guerra de Chipre y suceso de la batalla naval de Lepanto, de 1572 (Gaylord, “El lenguaje” 469), Herrera equipara la acción del poeta de añadir nuevos vocablos al español con “navegar el anchíssimo océano i descubrir los tesoros de que estuvieron agenos nuestros padres” (842]). El poeta español, por tanto, “con los más estimados despojos de Italia i Grecia, i de los otros reinos peregrinos, puede vestir i adereçar su patria i amplialla con hermosura” (850).9 La poesía sería así compañera del imperio, y las armas complementarían a las letras, como sucedía en ese tiempo cuyo paso lamenta el Calidonio de Sánchez de Lima (18 [I]). No por casualidad, La Galatea va dedicada al cardenal Ascanio Colonna, “norte” de aquellos que la “ciencia profesan […] de la poesía” (151) e hijo de “aquel sol de la milicia” (152), el general Marcantonio Colonna. O sea, la concordia encarnada entre las armas y las letras; más en concreto, las letras formadas en “las mejores Universidades” de España (151), una referencia a las de Alcalá y Salamanca, a las que asistió el cardenal. Para rematar, La Galatea en sí es un libro (letras) compuesto por el entendimiento de un soldado (por metonimia, armas), como nos recuerda Gálvez de Montalvo en su soneto laudatorio, contenido en los preliminares a La Galatea. La metáfora de “abrir camino” hacia un “campo abierto, fértil y espacioso”, además de convenir a una historia rural como la de La Galatea, enfatiza la importancia de                                                              9 Sobre la influencia de las Anotaciones en la poética de Cervantes, véanse Gaylord, “Cervantes’ Portraits” 73-79. 46 la naturaleza y las condiciones ambientales en la producción de la poesía. En ese sentido, el pensamiento de Cervantes, como antes el de Medina y Herrera, acusa la influencia del pensamiento médico, en particular el de Huarte de San Juan (Porqueras Mayo, “Cervantes” 87). Gracias al modelo de Huarte, y a semejanza de Medina de cuando pondera el “ímpetu natural” de los españoles, que tiende a derramar palabras (“A los lectores” 193), o Herrera de su “vehemencia i agudeza natural” (Anotaciones 560), Cervantes relaciona “la fertilidad de los ingenios españoles” con “la favorable influencia del cielo” de acuerdo a una aplicación de la teoría médica a la noción clásica del ingenium o furor poeticus. Huarte además había descrito un ingenio particularmente español, condicionado por el clima y la alimentación del país y evidente en la misma lengua española (417). La elección de la égloga o, por extensión, libro de pastores como género de La Galatea se debe a la voluntad cervantina de acondicionar la lengua española, de ensanchar su caudal expresivo para que funja de “campo abierto, fértil y espacioso”. Con razón el cura en el Quijote llamó libros “de poesía” (84 [parte I, capítulo VI]) a los de pastores, pues La Galatea es un laboratorio de poesía donde se ensayan lo que Mary M. Gaylord denomina “the possibilities of forms and discourses” (“Cervantes’ Other” 105). La alternancia menipea de prosa narrativa y verso lírico que instauró la Arcadia (1504) de Jacopo Sannazaro, el fundador del género, invitaba a la incorporación de diversos géneros poéticos y de ficción. Así, el libro de pastores ofrecía poesía en metro castellano y metro italianista lo mismo que aventuras al estilo de la novela griega y soliloquios analíticos dignos de la ficción sentimental. 47 Debido a la mezcla de géneros y de estilos propia del libro de pastores, Cervantes ha de acomodar La Galatea a las exigencias de la verosimilitud. El definitivo redescubrimiento de la Poética de Aristóteles en el siglo XVI había convertido la verosimilitud de la “fábula” en el requisito indispensable para que la poesía fuese válida. Cervantes reconoce en el prólogo: “Bien sé lo que suele condenarse exceder nadie en la materia del estilo que debe guardarse en ella, pues el príncipe de la poesía latina fue calumniado en algunas de sus églogas por haberse levantado más que en las otras” (158). Se refiere a la égloga IV de Virgilio, donde la persona poética se aparta de la materia bucólica para anunciar el advenimiento de la edad de oro, y alude a los teóricos italianos neoaristotélicos del siglo XVI, quienes creían en la verosimilitud a rajatabla (Forcione 1025). A renglón seguido, Cervantes muestra su observancia de los preceptos aristotélicos: la mezcla de “razones de filosofía entre algunas amorosas de pastores” se debe a “que muchos de los disfrazados pastores […] lo eran sólo en el hábito, queda llana esta objeción” (158). Emplea así en un sentido neoaristotélico la supuesta identificación de los personajes bucólicos con personas reales. Este elemento, propio de la hermenéutica de la égloga desde las glosas de Servio a las Bucólicas de Virgilio en el siglo IV, fue mantenido a lo largo de la Edad Media y actualizado por Montemayor a mediados del siglo XVI (7-8 [“Argumento”]).10 De paso, Cervantes también hace un reclamo a la curiosidad de los lectores a nivel publicitario, pues en tanto que género destinado a la imprenta, el libro de pastores necesitaba atraer al público lector (Díez Fernández 77).                                                              10 Coincido en gran medida con los argumentos de Ignacio Díez Fernández (77-78), ya anticipados a propósito de la bucólica antigua por Thomas G. Rosenmeyer (63), contra una lectura à clef de los libros de pastores. No obstante, en el caso de La Galatea sí hay elementos mediante los cuales el narrador invita al lector a relacionar a ciertos personajes con determinadas personas reales. Para el más prudente tratamiento de la cuestión de trasuntos de los personajes de La Galatea, véase Stagg, “A Matter”. 48 Las protestas cervantinas de verosimilitud forman parte de una estrategia para defender la poesía. Confirman que ante todo La Galatea se presenta a sí misma como una defensa de la poesía (véanse Gaylord, “The Language” 255; y Márquez Villanueva, “Sobre el contexto” 188). Una obra que se ocupase principalmente de la poesía, o sea un libro “de poesía”, debía defenderla, ya que en el Siglo de Oro el disfavor de la poesía que constata Cervantes al inicio del prólogo no era tanto coyuntural como consubstancial a la poesía en sí. 3. El “triste, lamentable acento” de la pastoral cervantina. En vista que la tarea de La Galatea es defender la poesía, el inicio de la obra propiamente dicha en el libro I resulta desconcertante, pero altamente revelador acerca de a qué se enfrenta la poesía “en tiempo que, en general, anda tan desfavorecida”. Ya que además establece los rasgos que distinguen a La Galatea dentro del conjunto de pastorales renacentistas, el inicio del libro I merece un detenido examen. Arranca con un canto en que el emisor identifica las coordenadas de la recepción y reflexiona sobre las limitaciones de su propia voz, sin que prosa narrativa alguna nos revele de quién se trata: Mientras que al triste, lamentable acento del mal acorde son del canto mío, en Eco amarga, de cansado aliento, responde el monte, el prado, el llano, el río, demos al sordo y presuroso viento las quejas que del pecho ardiente y frío salen a mi pesar, pidiendo en vano ayuda al río, al monte, al prado, al llano. (165, vv. 1-8) La primera mitad de la estrofa define las cualidades del canto, más que su contenido proposicional, y sitúa a la persona poética en soledad y delante de la práctica totalidad del paisaje, desde la altura del monte hasta las profundidades del valle. Queda desestimada 49 por tanto la función comunicativa del lenguaje, lo cual se verificará en el resto de la obra: en una gran cantidad de casos, los personajes cantan para sí mismos, convencidos de que están a solas. En el verso cuarto, el paisaje es personificado como hablante mediante el verbo. Pero esta personificación, que remite a la simpatía entre el sentir del sujeto y el de la naturaleza tan típica de la literatura pastoril, queda truncada en la segunda mitad de la estrofa.11 Ahí la persona poética tacha al viento de “sordo y presuroso”, y afirma que sus quejas piden “en vano / ayuda al río, al monte, al prado, al llano”. No hay pues, comunicación de ninguna clase, ni la poesía ostenta poder órfico alguno sobre los elementos inanimados (Boruchoff 135-36). De manera reveladora, la persona asume responsabilidad por este fallo. Si bien “las quejas […] del pecho ardiente y frío / salen a [su] pesar”, su voluntad de agencia queda afirmada por “demos”, verbo volitivo en primera persona de plural, y sobre todo verbo principal de toda la octava, focalizado en la posición inicial del verso meridiano. El movimiento trazado en la segunda mitad de la octava es el movimiento pendular que, entre otros elementos, participa en la convención pastoril: efusividad frente a discreción, voluntad por formar una comunidad afectiva frente a contención cortesana y urbanita. En la octava siguiente, la persona poética revela que la comunicación entre ella y la naturaleza se ha roto: “no escucha el alto monte mis enojos, / y el llano de escucharlos se ha cansado” (166, vv.13-14). El poema entero, por tanto, lamenta la pérdida del “alivio” en la misma medida que expresa “dolor”: “y así, un pequeño alivio al dolor mío /                                                              11 El locus classicus de simpatía entre la subjetividad de la persona poética y la naturaleza dentro del género pastoril es el Lamento por Bión atribuido a Mosco (III, 3-7), en el que la persona poética apostrofa a animales y plantas para que se unan a su lamento. Una imitación de él es la égloga XI de la Arcadia de Sannazaro. Mas no debemos hablar de falacia patética en la pastoral renacentista: una cosa es la sympatheia entre el hombre y el cosmos que se da según una visión analógica del mundo, imperante desde la Antigüedad hasta el Barroco, y otra la “pathetic fallacy” propiamente dicha, término acuñado por John Ruskin en 1856 (Modern Painters, vol. III, parte IV, cap. XII, §5), ya dentro una visión analítico- referencial. 50 no hallo en monte, en llano, en prado, en río” (vv. 15-16). Nótese que “hallo” es la primera instancia en que el verbo personal de primera persona está en singular. La enunciación del yo llega una vez se ha aceptado la pérdida de la simpatía entre la naturaleza y el sujeto doliente. El yo finalmente enunciado es por tanto un yo menguado. La índole amorosa del “dolor” es expuesta en las dos estrofas restantes, cada una marcada en sus inicios con la deixis de la primera persona mediante el verbo “Creí” (v. 17) y con el pronombre “Yo” (v. 25). La red, el fuego, el lazo y la flecha, sinécdoques del “niño alado” o dios Amor, oprimen a la persona poética, pero no “al sujeto sin par que [la] sujeta” (v. 22), es decir, a la amada. Tenemos pues el tema del relato: el amor no correspondido. La posición privilegiada de la enunciación de la primera persona en estas dos estrofas destaca que esta experiencia define y constituye el yo, y que será la experiencia central de los personajes de la obra. La persona poética se cuida de insistir en ello: “Yo sí que al fuego me consumo y quemo” (v. 25). Este poema inicial nos sitúa en el ámbito pastoril, pues tenemos un sujeto melancólico, en el campo, que pena por amor empleando un metro y una serie de tópicos típicamente petrarquistas. Estas tres condiciones definían al personaje típico de la pastoral para el último cuarto del siglo XVI. Al ambiente rural y extraurbano propio de la bucólica antigua, la Arcadia de Sannazaro había sumado el lenguaje petrarquista y el acento melancólico (Rosenmeyer 113). Medio siglo más tarde, La Diana remató el arquetipo con la preferencia por la materia amorosa (Alpers 349), siguiendo el modelo fijado en las églogas de Garcilaso (Á. Alonso, La poesía 114). La ausencia de nombres propios dentro del poema, de indicios de estatuto social o político y de prosa narrativa que lo introduzca, contribuyen a caracterizar a la persona poética como un ser sencillo y 51 por consiguiente representativo de la experiencia humana. Como sostuvo William Empson, el rasgo principal de la literatura pastoril consiste en que los pastores son representaciones simplificadas de todos los hombres: gente sencilla que expresa sentimientos complejos (11). Al ser gente sencilla, la empatía y la identificación con sus situaciones sentimentales y éticas es más directa. El requisito de la sencillez, de la falta de poder (Alpers 162), determina su dedicación al pastoreo o la pesca. De hecho la falta de poder confiere individualidad a la persona poética, quien pese a no enunciar su nombre propio, sí afirma: “Yo sí que…”. El “triste, lamentable acento” se convierte, en los versos finales de la canción, en la marca de distinción de La Galatea frente a las pastorales anteriores: Por tanto soy llegado a tal extremo, a tanto daño, a desventura tanta, que tengo por mi gloria y mi sosiego la saeta, la red, el lazo y el fuego. (166, vv. 29-32) En principio, el “extremo” de amor no descuella en el contexto de la lírica cancioneril y petrarquista, ni de la novela sentimental, códigos poéticos y narrativos que nutrían el lenguaje de la introspección y la efusión en los libros de pastores españoles. Pero donde sí se distingue la obra de Cervantes es en el modo en que “el triste, lamentable acento” llega “a tal extremo”. Me refiero a los episodios de violencia que salpican la obra: desde el intempestivo asesinato de Carino por parte de Lisandro en la primera mitad del libro I hasta la determinación de Elicio, en las páginas finales del libro VI, de “usar la fuerza” (626) para librar a Galatea del matrimonio de conveniencia dictado por su padre. Entre medias, en el libro II Timbrio parece dispuesto a desesperarse, y los turcos violan a las pasajeras de la nave en la que viaja Silerio; en el IV, Galercio se dispone a suicidarse delante de Gelasia; y en el V, Artandro rapta a Rosaura y la arrastra a Aragón. Una vez la 52 haya relatado, resultará lógico que Lisandro califique su historia de “la tragedia de mi desgracia” (198). También Silerio (307 [III]), Rosaura (389 [IV]), Galercio (459 [IV]) y hasta Elicio (506 [V]) califican sus vidas de tragedia. Episodios de tal índole inclinan La Galatea “hacia la tragedia”, como observó Francisco López Estrada (y López García-Berdoy 36; énfasis en el original). La retórica que emplean Lisandro y otros personajes proviene de la tragedia neosenequista española de finales del siglo XVI (Damiani y Mujica 84), y por lo menos en la historia de Lisandro, varios tópicos están tomados de aquel mismo género.12 El giro hacia la tragedia amenaza con situar La Galatea por fuera del género pastoril, según sostienen Ruth El Saffar (“La Galatea” 339) y Juan Bautista Avalle-Arce (“La Galatea” 13), entre otros. A primera vista la violencia trágica está reñida con las costumbres pastoriles. Sin embargo, el espectáculo del horror propio de la tragedia mueve a compasión de manera eficaz, por lo que facilita la empatía que requiere lo pastoril. Por otro lado, la elección de la tragedia como género para realizar la reflexión poética era frecuente en los años en que se concibió y publicó La Galatea. Ocurre en La Numancia del propio Cervantes (véase Güntert). En calidad de género literario de estilo elevado y en torno al cual Platón y Aristóteles habían pensado sobre la poesía, la tragedia retenía un lugar preminente en la poética del Renacimiento. En la práctica, por el contrario, recibía menos atención que los otros géneros como la comedia y la lírica. Las tragedias neosenequistas italianas que sirvieron de modelo a las españolas habían sido compuestas para academias humanistas y refinadas cortes por literatos como Giraldi Cinzio y Dolce. Presentaban a héroes y                                                              12 Otro ejemplo de pastoral inclinada hacia la tragedia, que bien pudo influir en La Galatea, fue el Aminta (1573) de Torquato Tasso. Tras el aparente suicidio de Aminta, entra Elpino como “Nuncio” portador de “l’aspra novella” (IV, II, 1640). La figura del nuncio de trágicas nuevas era típica de la tragedia neosenequista, género al que Tasso aportó Galealto re di Norvegia (1573-1574), reelaborada más tarde como Il re Torrismondo (1587). 53 príncipes delante de una audiencia cortesana y académica, por lo que el género en sí era metapoético y político (no tanto por contener crítica política, sino porque su materia era política). En el Renacimiento. la reflexión poética estaba imbricada en la reflexión política. La cuestión de la moralidad de la poesía y por consiguiente su legitimidad dentro de la república era un problema urgente tanto para la teoría política como para la poética. Los poetas, con el fin de defenderse y hacerse necesarios a los príncipes, no dejaban de recordarles que ellos eran “los que más an guardado con sus divinos versos las gloriosas hazañas de los varones esclarecidos desde la primera memoria de las cosas” (Herrera, Anotaciones 619). Por último, había una afinidad cognoscitiva entre política y poesía: para un pensador influyente como Huarte, “poesía” y “gobernar una república” eran “artes y ciencias que consisten en figura, correspondencia, armonía y proporción”, y por tanto propias de “la buena imaginativa” (395-96 [VIII/X]). No por casualidad, en las tragedias los príncipes y cortesanos estaban caracterizados como poetas en tanto que habitantes de un mundo moldeado por actos perlocutivos, o sea actos de habla con consecuencias psíquicas directas. En el capítulo siguiente analizaré los varios motivos frecuentes en la tragedia neosenequista que figuran en el episodio de Lisandro y Carino del libro I. Conviene adelantar ahora que dos de ellos permiten a La Galatea entrar al trapo en materia de reflexión poética: en primer lugar, el del amor políticamente ilícito; y en segundo lugar, el del cortesano intrigante. El amor entre jóvenes de familias enfrentadas13 convierte lo                                                              13 El amor secreto entre dos jóvenes de dos bandos políticamente enfrentados domina la acción de Castro (c. 1569) de António Ferreira, su imitación castellana Nise lastimosa de Bermúdez, y Los amantes de Rey de Artieda. 54 que en 1589 Giovanni Botero denominó “ragione di stato” en fatum trágico.14 En la historia de Lisandro y Leonida, pertenecer a una pequeña comunidad política y por tanto tener obligaciones hacia ella determina su final. Dado que dentro de la pastoral ser pastor suponía ser poeta (e.g., Sannazaro, Arcadia 222 [prosa XII]), con relación a la poética y la retórica, este episodio supone reconocer que los poetas operan dentro de comunidades políticas, así que tienen responsabilidades políticas. Lisandro, pastor-poeta como los protagonistas que escuchan su relato, porta el negotium, la vida citadina y política de su aldea del Betis, al seno del otium pastoril, luego poético. Las acciones de Lisandro nos llevan a pensar que no puede haber un ocio puro en el espacio real de las riberas del Tajo. Más todavía, nos recuerdan aquello que Peter V. Marinelli denominó “the nearness of Sparta” (57) a la Arcadia. El espacio rural pastoril, pese a sus condiciones idílicas, no está fuera del alcance del espacio urbano, dominado por la política y los brotes de violencia. Nada más eche a andar la prosa narrativa, el lector de La Galatea comprobará que la acción no se sitúa en la ficticia Arcadia, sino en las riberas vecinas a los lectores españoles, como ocurría en la mayoría de églogas y libros de pastores españoles del siglo XVI (Finello, The Evolution 13). El lector también comprobará que, tarde o temprano, el lugar impondrá su razón política sobre el ocio pastoril.                                                              14 La razón de estado se impone sobre los sentimientos de los personajes y propicia el conflicto en varias tragedias españolas del siglo XVI: en la orden reticente del rey don Alfonso de matar a Inés de Castro en Nise lastimosa; en la deshonra voluntaria y suicidio de Dido para salvar a Cartago en Elisa Dido (c. 1579- 1586) de Virués y La honra de Dido restaurada (1587) de Gabriel Lobo Lasso de la Vega; o en el castigo de Leovigildo a su hijo rebelde en la Tragedia de San Hermenegildo (1591) de fray Hernando de Ávila y Juan de Arguijo. Lo mismo sucede en grandes tragedias del siglo siguiente, como por ejemplo La Estrella de Sevilla (c. 1617-1620) de Andrés de Claramonte, La venganza de Tamar (c. 1621-1624) de Tirso de Molina, Los cabellos de Absalón (c. 1635) de Pedro Calderón de la Barca, o Reinar después de morir (c. 1635) de Luis Vélez de Guevara. 55 La irrupción de Lisandro, en fin, significa que el ámbito de los pastores, poético en tanto que pastoril, constituye un espacio donde los conflictos propios de la vida citadina y política vienen en busca de resolución. Lo pastoril arranca cuando se produce la solidaridad entre dos seres humanos, lo que el narrador de la Diana enamorada de Gil Polo llama “andar siempre en compañía y cantar en competencia” (131 [lib. I]). En uno de los casos de La Galatea, el de la trama de Timbrio y Silerio, el conflicto sí hallará una resolución. Mas en los otros cuatro, quedará pendiente al acabar el libro VI para una hipotética segunda parte. En el contexto de la pregunta por la legitimidad de la poesía dentro de la república, la poesía asume un enorme riesgo cuando se ofrece a mediar en los conflictos políticos. El segundo motivo de la tragedia neosenequista con ramificaciones metapoéticas es el del cortesano intrigante: el hombre o la mujer elocuente cuya melancolía por adustión de la cólera les permite urdir trampas retóricas con consecuencias irreversibles para ellos mismos y las comunidades que los rodean.15 Puesto que se ocupa de las fuentes y las condiciones de la poesía y sus consecuencias simbólicas y físicas, este motivo aprovecha conceptos de la medicina de la época. Así, Carino en La Galatea está caracterizado como un melancólico adusto al estilo del arquetipo descrito por Huarte. Entregado a una tenaz contemplación del objeto de su deseo, la intensidad de sus operaciones imaginativas eleva la temperatura interna de su cuerpo hasta quemar la bilis amarilla o cólera que predomina en su complexión. Como explicaba Huarte, la sequedad                                                              15 El cortesano intrigante pone en movimiento la máquina trágica mediante manipulaciones lingüísticas con el fin de vengarse de los héroes. Figura como Rémulo en Alejandra de Argensola, como Casandra en La cruel Casandra y como Flaminia en Atila furioso (c. 1579-1586), ambas de Virués. En las tragedias de Cueva, la figura aparece como Ulises en La muerte de Áyax Telamón sobre las armas de Aquiles (1579). El motivo de la disputa entre él y Áyax por las armas de Aquiles sirvió durante el Renacimiento como una alegoría de la disputa entre las armas y las letras, entre lo que Áyax denomina su “fuerte poder” y las “razones” de “cobardes artes sutiles” de Ulises (Cueva, Comedias y tragedias 1:321; véase Hermenegildo, La tragedia 525-29). 56 y el calor favorecen la imaginativa pero dañan el entendimiento, así que el melancólico adusto pierde la inhibición moral y emplea su destreza en los fingimientos y los artificios sin importar el fin. Carino, por tanto, aúna los dos polos saturninos de la melancolía: el positivo de la creatividad y el negativo de la maldad y la destrucción. El afecto melancólico de la tristeza caracterizaba al pastor renacentista desde la fundamental Arcadia de Sannazaro. En ella la pena y la destitución de Melibeo en la égloga inaugural de las Bucólicas de Virgilio se había transformado en la melancolía recientemente abordada por Ficino en De vita. Cuando Selvaggio, “mosso a compassione, per dargli alcun conforto”,16 se acerca a Ergasto, quien ha asumido la gestualidad del melancólico: “Ergasto solo, senza alcuna cosa dire o fare, appiè di un albero, dimenticato di sé e de’ suoi greggi, giaceva” (Sannazaro, Arcadia 58 [prosa I]).17 De hecho, viene a continuación como primera égloga el canto amebeo que entonan estos dos pastores para consolar a Ergasto y reincorporarlo a la comunidad pastoril, a la vez que afirma el principio de solidaridad como fuerza constituyente de ésta. Selvaggio señala que la melancolía de Ergasto no sólo lo separa de la comunidad pastoril, sino que tiene consecuencias perniciosas para su ganado (égloga I, 1-12). Denuncia el “parlar sí                                                              16 “Mouido a compassion por darle algún aliuio” (traducción de Diego López de Ayala, revisada por Blasco de Garay e impresa en 1547). 17 “Ergasto solo, sin ninguna cosa dezir ni hazer, al pie de vn arbol: oluidado de si mismo y de su ganado, se estaua hechado ” (traducción de López de Ayala, revisada por Garay). Sobre la preferencia del melancólico por la soledad, véanse Hipócrates, Sobre las enfermedades II (en Dandrey, Anthologie 34); Aristóteles, Problemas XXX, I, 953a; Avicena, Canon III, I, iv, 19 (en Dandrey, Anthologie 352); y Bernardo de Gordonio, Lilium medicinae II, XVIII (en Dandrey, Anthologie 422). Sobre su tendencia al silencio, véanse Sorano de Éfeso apud Celio Aureliano, De morbis acutis I, VI (en Dandrey, Anthologie 108); y Galeno, De locis affectis III, X (en Dandrey, Anthologie 166). En la influyente Iconologia (1593) de Cesare Ripa, se solía representar al melancólico como mudo (1:89-90 [s. v. “Complessioni: Malenconico per la terra”]; y 2:25 [s. v. “Malinconia”]). Saturno también era representado en silencio (Klibansky, Panofsky y Saxl 319). Para la pereza y abandono de deberes por parte del acedioso, figura vinculada a la del melancólico, véase Casiano, Instituciones cenobíticas X, VI (en Dandrey, Anthologie 217); y Ripa 1:32 (s. v. “Accidia”). Para la imagen del melancólico sentado junto a un árbol, normalmente seco, véase Ripa 2:25-26 (s. v. “Malinconia”). 57 malinconico” de Ergasto (56),18 y éste admite que su “desiderio” o deseo es análogo al de los gigantes de Flegra (43-45), y por tanto blasfemo y potencialmente mortífero. En La Galatea, la melancolía no sólo echa a andar el mecanismo pastoril de introspección y efusión del amor, solidaridad y canto en contentio o competición. La melancolía abre el espacio-mengua19 indispensable para que tenga cabida la poesía. 20 En la primera canción del libro I, la persona poética manifiesta su luto por la falta de la amada y el paso de los tiempos buenos. Su luto adelanta respecto a La Galatea algo que veremos con detenimiento en el capítulo II a propósito de la amistad entre Elicio y Erastro, los personajes principales de la obra: la satisfacción de los deseos eróticos y poéticos de los personajes debe ser negada o por lo menos postergada para que haya efusión poética y amistosa solidaridad, y por tanto relato en sí. Las continuaciones de La Diana de Montemayor apenas desarrollaron los personajes que al final de ella hubiesen                                                              18 “De verte tan enojado / malenconioso y duro” (traducción de Diego de Salazar, revisada por Garay). La traducción no capta que “malinconico” califica el hablar de Ergasto, no su carácter.. 19 Empleo el sustantivo mengua con el significado que tenía en el Siglo de Oro. Así lo recoge el Diccionario de Autoridades: “La falta que padece alguna cosa, para estar cabal y perfecta”; “pobreza, necessidad y escaseza que se padece de alguna cosa”; y “descrédito, que procede de la falta de valor o espíritu” (s. v. “Mengua”). Autoridades asimismo define el verbo menguar como “Decaer, disminuir, ò irse consumiendo phýsica o moralmente alguna cosa, del estado que antes tenía” (s. v. “menguar”). 20 Esta idea surge de dos espléndidos ensayos sobre la melancolía producidos en el siglo XX. Giorgio Agamben describió el espacio que establece el deseo melancólico: “No ya fantasma y todavía no signo, el objeto irreal de la introyección melancólica abre un espacio que no es ni la alucinada escena onírica de los fantasmas ni el mundo indiferente de los objetos naturales; pero en este lugar intermediario y epifánico, situado en la tierra de nadie entre el amor narcisista de sí y la elección objetual externa, es donde podrían colocarse un día las creaciones de la cultura humana...” (63). Por su parte, Jean Starobinski especuló sobre la necesidad de la mengua para que surja el canto: “Si la mélancolie appelle le chant, ce n’est pas qu’elle soit elle-même créatrice : elle établit le manque (le défaut de l’espace ou l’espace sans ‘ orient ’) dont la parole mélodieuse devient à la fois la compensation symbolique et la traduction sensible, […] organisant un espace propre qui, pour la conscience prisonnière, est la promesse d’une ouverture, et, pour la conscience errante, conquête rythmée d’un horizon demeuré jusqu’alors amorphe et irrespirable” (619; “Si la melancolía convoca el canto no es porque ella misma sea creadora, sino porque establece la mengua (la falta de espacio o un espacio sin ‘oriente’) para la cual la palabra melodiosa se convierte al mismo tiempo en compensación simbólica y traducción sensible, […] organizando un espacio proprio que, para la conciencia prisionera, es la promesa de una apertura, y, para la conciencia errante, la conquista rítmica de un horizonte que permaneció hasta entonces amorfo e irrespirable”). Mi formulación identifica el espacio descrito por Agamben con la mengua que el canto se propone colmar. 58 alcanzado el honesto fin de sus amores. En la Segunda Diana de Pérez el Salmantino y la Diana enamorada de Gil Polo, los personajes principales son los infelices amadores o los desamorados. Según afirma en el “Argumento” a su libro de pastores, Pérez le dijo a Montemayor respecto a los planes de éste de continuar La Diana: “casandola con Sireno, con quien ella tanto desseava, si avia de guardar su honestidad, como avia començado, era en algun modo cerrar las puertas para no poder della escreuir, y que mi parecer era, que la hiziese biuda y requestada de algunos pastores, juntamente con Sireno” (364).21 4. La Galatea y la melancolía de la pastoral. La melancolía de Carino en La Galatea no sólo se enmarca dentro de la melancolía consubstancial al relato en sí y pone de manifiesto los vasos comunicantes entre la creatividad poética y la capacidad de hacer daño, entre la excelencia y el exceso, como enseñaba la teoría expuesta por Huarte de San Juan. La melancolía en La Galatea también corresponde a la poética de la pastoral renacentista. De hecho, gracias a la melancolía, el libro de pastores cervantino reafirma las esencias de la pastoral. Tras varias décadas durante las cuales la popularidad de los nombres bucólicos en la poesía lírica había banalizado, en cierta medida, la materia pastoril (véase Gómez, “El desarrollo” 171-95). La Galatea, precisamente por su extremosidad, se alinea con los más importantes modelos del género en la Antigüedad y el Renacimiento.                                                              21 La postergación no sólo concierne a los deseos de los personajes narratarios, sino también a los de nosotros los lectores: al final del libro VI, último de La Galatea, la trama principal y cuatro de las secundarias quedan a medias, sin hallar resolución. La suspensión es la técnica narrativa más importante en La Galatea (Solé-Leris 75). Cervantes prometió en los prólogos a la primera y segunda parte del Quijote (1605 y 1615), de las Ocho comedias y ocho entremeses (1615) y del Persiles (1617) que pronto publicaría una segunda parte de La Galatea. Me parece poco sabio tomarse en serio estas promesas: fueron hechas por un maestro de la ironía y la burla, el autor del Quijote, el Coloquio de los perros y los Entremeses. 59 Una ojeada a la teoría de la pastoral bosquejada por Herrera en sus Anotaciones sugeriría lo contrario: que La Galatea se desvía del canon pastoril. Herrera abre su comentario a las tres églogas de Garcilaso con una definición: “Las églogas […] son el más antiguo género de poesía” (Anotaciones 687-88). Respecto a la materia y el estilo, dice: La materia d’esta poesía es las cosas i obras de los pastores, mayormente sus amores, pero simples i sin daño, no funestos con rabia de celos, no manchados con adulterios; competencias de rivales, pero sin muerte i sangre. […] Las costumbres representan el siglo dorado; la dición es simple, elegante; los sentimientos afetuosos i suaves; las palabras saben a campo i a la rustiqueza de l’aldea, pero no sin gracia ni con profunda inorancia i vegez, porque se tiempla su rusticidad con la pureza de las vozes proprias al estilo. (690) La definición de Herrera corresponde a la generalidad de las poéticas italianas del Renacimiento (véase López Estrada 431-77), aunque no a la práctica. Esta disconformidad se hace evidente al examinar dos elementos de la definición: la exclusión de la violencia del ámbito pastoril y la atribución de las costumbres de los pastores al “siglo dorado”. Herrera insiste, como hacían otros teóricos de su tiempo e incluso varios críticos del nuestro, que el “daño”, la “rabia”, los “adulterios” y la “muerte i sangre” no pertenecen a lo propiamente pastoril. En vista del cuerpo de textos que constituyen la tradición pastoril antigua y renacentista, están equivocados, como han señalado Pilar Fernández-Cañadas de Greenwood (Pastoral 147) y Dominick Finello (Pastoral 36). Ya en Teócrito la pena amorosa llega a ser tan intensa que lleva al hablante a ansiar el suicidio (III, 52-54), y de hecho el idilio I contiene una elegía fúnebre. La égloga inaugural de Virgilio tiene que ver con la pérdida y la destitución de Melibeo a causa de las guerras civiles (Bucólicas I, 4); otras dos, la V y la X, contienen elegías fúnebres; y en 60 la II y la VIII, la muerte es una presencia determinante (Gerhardt 227). En ninguna de las églogas del mantuano están lejos las duras condiciones del campo romano en el siglo I antes de Cristo (Williams 15-17). Sucede lo mismo en la pastoral renacentista, tanto en aquella que deriva del modelo alegórico y cristiano medieval, como en aquella que imita directamente el modelo virgiliano. En España, a caballo entre el siglo XV y el XVI, Juan del Encina compuso églogas dramáticas inscritas en ambas tradiciones. El sayagués, lenguaje de los rústicos pastores que protagonizan las ocho églogas recogidas en su Cancionero (1496), remite a una condición social diferente a la de los Duques de Alba, los primeros espectadores. En las églogas tardías, ya bajo el impacto de las novedades italianas, el amor no correspondido produce en los pastores de Encina una “gran tristura / y amargura” (Égloga de Cristino y Febea 516-17), hasta el punto que en la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio (1509), el pastor Fileno comete suicidio (599-600), y en la Égloga de Plácida y Vitoriano (1513), Plácida también (1301-11). Más tarde, en el libro de pastores preeminente de España, La Diana de Montemayor, hay un combate que, por alegórico que sea, se salda con sesos esparcidos en la ribera del Esla (94-95 [lib. II]). En otro momento de la obra, un padre llega a atentar contra su propio hijo porque ambos se disputan a una misma mujer (139-62 [lib. III]). Las emociones violentas y la certeza de la muerte sacuden a todos los pastores de la pastoral renacentista, sin importar su origen social.22 Bien se sabe que a “Los de villa y palaciegos / el amor los endimoña” (Égloga de Plácida y Vitoriano 1105-06), de ahí la extremosidad del amor de los cortesanos Plácida y Vitoriano cuando entran al espacio                                                              22 Mis reflexiones acerca de este punto deben bastante a las de Erwin Panofsky en su ensayo “Et in Arcadia ego”, que toma su título de un cuadro homónimo del Guercino (c. 1619-1622). 61 pastoril. Mas no menos fatídicas son las emociones de Cristino o Fileno, que sí son pastores. Incluso en las églogas tempranas de Encina, inscritas en la tradición medieval de la bucólica como alegoría y del tropo bíblico de Cristo pastor (e.g., Encina, Égloga segunda 88-99),23 la conciencia de la muerte informa el ethos de los rústicos pastores. La vuelta del célebre villancico que cierra la Égloga sexta (1496) de Encina dice: “Tomemos oy gasajado, / que mañana vien la muerte” (225-26). Los dos versos esclarecen el sentido del estribillo “que mañana ayunaremos” (203): la certeza del ayuno de mañana, de la mengua de los objetos de ese deseo en que consiste el gasajo, empuja a los rústicos a gozar: “Oy comamos y bevamos / y cantemos y holguemos” (201-02). A la vez, justifica su apremio. Herrera sabe que la experiencia de la pérdida es constitutiva para la pastoral, y por eso identifica como primera égloga el lamento de Dafnis al quedarse ciego por traicionar, aun sin querer, a Cloe (Anotaciones 690). Asimismo, el sevillano sabría que excluir la violencia de la pastoral no tendría sentido. Lo hizo porque quería sacar a los libros de pastores del canon pastoril, como sugiere José Manuel Trabado Cabado (110, 117), y porque de ese modo dejaba malparada a la ajetreada égloga II de Garcilaso, según observa Doris Schnabel (1). Su discurso sobre la égloga no constituye una descripción fiel de la pastoral en aquel tiempo, sino más bien una prescripción supeditada a sus intereses estéticos. Herrera también afirma que en la pastoral “las costumbres representan el siglo dorado” (690). En principio, ni el ámbito pastoril ni la Arcadia (escenario de un puñado de églogas de Virgilio y de la obra homónima de Sannazaro) eran lo mismo que espacios                                                              23 Sobre la figura del pastor en la Biblia, véase Rábanos 15-124, esp. 100-15 para Cristo como “el buen pastor” (Jn X, 11), con citas y exégesis. Sobre el pastor bíblico en la pastoral renacentista profana, véase López Estrada 152-65. 62 como el siglo de oro bajo el reinado de Saturno y la virgen Astrea, las Islas de los Bienaventurados, los Campos Elíseos, el Edén o el locus amoenus (Costa 69). No obstante, en el siglo XVI todos estos motivos habían convergido y se hallaban vinculados entre sí gracias a tres cualidades compartidas respecto a las coordenadas espaciales y temporales de los lectores: la lejanía y la antigüedad; la superioridad relativa en cuanto a condiciones morales, políticas y ecológicas; y la índole rural, con la consecuente ausencia en ellos de los problemas derivados de la vida citadina. Por rural, lejana, primordial y moralmente superior, la edad de oro o “siglo dorado” se convirtió en uno de los objetos del deseo textual de la pastoral clásica y renacentista (Castro 177). Los libros de pastores se imprimían en ciudades y se dirigían primordialmente a lectores urbanos, del mismo modo que sus autores residían en cortes y ciudades (Empson 6). La sinceridad en la efusión de los sentimientos era la cualidad asociada a la edad de oro y al campo que más añoraban los narradores y lectores de los libros de pastores en el siglo XVI. El narrador y protagonista de la Arcadia de Sannazaro, que deja su atribulada Nápoles en favor de la sencilla vida de los pastores, se hace llamar Sincero. En la Diana enamorada de Gil Polo, la pastora Diana y la cortesana Alcida, vestida de pastora, entonan un canto amebeo en el que celebran el “orden soberano de la naturaleza” y reniegan de la ciudad, donde “es el hablar contrario y diferente / de lo que el corazón y el alma siente” (107 [lib. I]). Más adelante, la cortesana Clenarda celebra los “rústicos y pastoriles cantos” desprovistos del “arte curiosa” de dos pastores (186 [III]). Clenarda no dice que les falte la elaboración artística, sino el “arte curiosa”, o sea el refinamiento excesivo y ostentoso propio de “los palacios de reyes y señores” (186). En la literatura 63 del siglo XVI, el espacio pastoril ofrecía la promesa de la sinceridad. Encontraremos, en el capítulo siguiente, que Cervantes abordó el problema en un episodio de La Galatea. Gracias a la lectura a contrapelo del pasaje de Herrera descubrimos que la pastoral es inherentemente melancólica porque faltar o haber sido perdido es la condición indispensable del paraíso, aquello que lo diferencia del aquí y el ahora y lo hace digno de ser deseado.24 El Edén es “inherently melancholy”, como decía Empson (187): sólo es Edén en tanto que está fuera de nuestro alcance. En el Aminta (1573) de Torquato Tasso el coro apostrofa a la “bella età de l’oro” (I, II, 656)25 porque ya no existe, porque el “Onor” ha velado, recogido, proscrito, frenado y regulado la vida humana según el arte (695-707), y sólo queda imitar, “viver ne l’uso de l’antiche genti” (718).26 El contacto con pueblos cuyas costumbres e instituciones políticas y sociales se asemejaban, según creían los europeos, a los de sus ancestros primitivos fue de hecho uno de los motores del éxito de la pastoral en el Renacimiento. Aunque iniciada en la década de 1480, la Arcadia de Sannazaro fue completada en 1504, una vez allende el océano Atlántico los españoles habían encontrado las Indias Occidentales. El interés de los poetas europeos por el pastor sin duda “was stimulated by the discovery of countries in which men were living in a state of nature, unaffected by Art, and outside the scope of Grace” (40), como dijo Frank Kermode. El Nuevo Mundo fue identificado por Colón, Mártir de Anglería, Vespucci, Pérez de Oliva y Las Casas con el país de la edad de oro,                                                              24 A propósito de la pastoral y el ideal paradisíaco o arcádico, Giamatti (83), Rosenmeyer (224), Marinelli (9) y Bauzá (206) también hablan de melancolía. Sobre melancolía y pastoral, véanse Rosenmeyer 224-31; y sobre todo Laurence Giavarini, ed., “Pastorale et mélancolie (XVIe-XVIIIe siècles)”, Études Epistémè 3 (2003), especialmente los artículos de la propia Giavarini y de Laurence Plazenet. Ésta afirma que la melancolía es “inhérente à la pastorale” (95). Con razón Juan Montero atribuye la melancolía propia de la pastoral renacentista a la contaminación del ideal bucólico con el de la edad de oro (“Introducción” XLIn7). 25 “Bella Edad del Oro” (traducción de Juan de Jáuregui, impresa en 1607, I, II, 602). 26 “Vivir al uso de la antigua gente” (traducción de Jáuregui I, II, 664). 64 allí donde se habían preservado las condiciones políticas y ecológicas perdidas en Europa, y donde los hombres eran inocentes y naturales, sin el fingimiento del arte propio de la vida citadina (Antelo 97-104). Con semejante percepción, la promesa de la égloga IV de Virgilio, leída tipológicamente por el cristianismo, se renovó: “Iam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna. / Iam nova progenies caelo demittitur alto” (6-7).27 Movidos por la visión pastoril del Nuevo Mundo, las ideas erasmistas y el programa trazado en la Utopia (1516) de Thomas More, religiosos como fray Juan Zumárraga, Vasco de Quiroga y fray Toribio de Benavente implementaron proyectos utópicos en la Nueva España durante el segundo tercio de la centuria (Antelo 105-12).28 Una fe similar en la convención pastoril movió a Herrera a decir que “las costumbres representan el siglo dorado”. “Representar” significaba “Hazernos presente alguna cosa con palabras o figuras que se fixan en nuestra imaginación” (s.v. “representar”), como habría de definir el verbo el lexicógrafo Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611). Al fingir un espacio en que la comunidad está basada no en la propiedad, la obediencia y el monopolio de la violencia por parte del estado, sino por el contrario en el orden económico natural, el libre                                                              27 “Y la doncella virgen ya es llegada, / y torna el reino de Saturno y Rea. / Los siglos tornan de la edad dorada; / de nuevo largos años nos envía / el cielo y nueva gente en sí engendrada” (traducción de fray Luis de León 8-12). 28 Muchos textos sobre el Nuevo Mundo, desde el Diario de Colón hasta la Grandeza mexicana de Balbuena, pasando por la “Epístola al insigne Hernando de Herrera en que se refiere al estado de la ilustre Ciudad de México” y la “Bucólica: Descripción de la laguna de México” (c. 1597) de Eugenio de Salazar y Alarcón, pastoralizaron y por tanto exotizaron la realidad americana. Los mitos pastoril y aurisecular suplantaron en estos textos a narrativas más veraces sobre las condiciones políticas, ecológicas, económicas, sociales y culturales del Nuevo Mundo. En las primeras décadas del siglo XVI, la pastoralización impidió una comprensión cabal de las civilizaciones y culturas indígenas (Elliott, The Old 26). En décadas posteriores, entre los estamentos dirigentes de radicados y criollos de las colonias, por ejemplo en la Nueva España, los “avatars of the Golden Age ratify not the natural order but the economic and social order, specifically the exploitative orders of the colonial world”, en palabras de Stephanie Merrim (124). Para las pastorales de Salazar y Balbuena en México a finales del siglo XVI, véase Merrim 84-89, 110-12 y 123-24. 65 consentimiento y la justicia, la pastoral expone la mengua y la miseria del aquí y el ahora de sus lectores. La queja pastoril, como señaló Erwin Panofsky, no estaba exenta de protesta (304). Por melancólica, la pastoral renacentista corría siempre el riesgo de caer en el más absoluto abatimiento. Parece que al escoger un género inherentemente melancólico para su defensa de la poesía, Cervantes la ha condenado al luto inacabable por los buenos tiempos irreversiblemente perdidos. El género pastoril, sin embargo, contenía una energía que La Galatea aprovecha para hacer un libro de poesía y sobre la poesía. Por la misma época, la pastoral religiosa en España enseñaba qué potencial tenía la melancolía. Para concluir nuestro examen de la elección cervantina del género pastoril, conviene que nos fijemos en la variante religiosa de éste. 5. La promesa de la pastoral en 1585. Antes incluso que el libro de pastores comenzara su exitosa andadura por la imprenta en 1558 o 1559 con La Diana de Montemayor, los escritores religiosos en España mostraron preocupación por los peligros, pero también interés por la promesa del género pastoril. A través de tres frentes, la literatura religiosa reinterpretó la materia pastoril en la segunda mitad del siglo XVI: la exégesis bíblica, la ficción pastoril y la poesía pastoril a lo divino. En el primero, en la estela de Orígenes y los Padres de la Iglesia (Núñez Rivera, “De égloga” 208, 225-27), Cipriano de la Huerga renovó para España la exégesis del Cantar de los Cantares como “sacra bucolica” en In Cantica Canticorum Salomonis Explanatio (1552). Alentados por el catedrático complutense, Benito Arias Montano compondría la Paráfrasis del ‘Cantar de los Cantares’ en modo 66 pastoril (1552), y pocos años después, fray Luis de León la Exposición del ‘Cantar de los Cantares’ de Salomón (1561). Esta obra, de amplia circulación manuscrita y amargas consecuencias para el autor, se transformaría muchos años después en la magna Explanatio triplex (1589) latina. Para el agustino, como para Huerga y Arias Montano, el Cantar es “todo él vna Égloga pastoril adonde con palabras y lenguaje de pastores hablan Salomón y su Esposa” (Exposición 98 [Prólogo]). En el frente de la ficción pastoril, el humanista Antonio de Torquemada instrumentalizó la materia pastoril con fines contrarreformistas en dos importantes aportes: dos de sus Coloquios satíricos (1553). El coloquio III, titulado “Coloquio de la vida pastoril”, dramatiza el encuentro entre dos cortesanos y el pastor Amintas. Éste elogia la vida pastoril ante la sorna del cortesano Leandro. Según Amintas, los pastores como él no están, a diferencia de los cortesanos, “impedidos de sus tratos y conversaciones” para “leer” las “cosas” de la naturaleza (300), ya que están más cerca de ella, luego son más buenos y “perfetos” (301). Amintas sostiene que Abel fue el primer pastor, e identifica su tiempo con “aquella edad primera y dorada” (303); pondera la dedicación pastoril de “patriarcas y profetas, y varones muy destacados, no solamente entre los judíos pero también entre otras naciones” (304), y apostrofa a “los obispos y los curas de ánimas” como “más verdaderos pastores que nosotros” (306).29 Leandro, persuadido por Amintas, reconoce las bondades de la vida en el campo y la califica de “vida contemplativa” (311). Si bien el ideal bucólico antiguo no es el mismo que el cristiano (Poggioli 1-3, 7- 8), en su primer coloquio pastoril Torquemada afirma la voluntad de reinterpretar el                                                              29 Para los lugares bíblicos en los que se denomina pastores a los caudillos, reyes y profetas de Israel en el Antiguo Testamento, véase Rábanos 30-41; y para los apóstoles como pastores y la Iglesia como rebaño en el Nuevo Testamento, 116-24. 67 primero en función del segundo, de rescatar su potencia ética en beneficio del mensaje cristiano. Así, la solidaridad pastoril con que Amintas en el “Coloquio de la vida pastoril” acoge a los extraviados cortesanos. El tratarse de “hermano” (296) es la caridad cristiana, y la religiosidad sencilla del pastor, una devotio moderna al estilo erasmista (e.g., 312). Torquemada enfatiza el valor religioso de la pastoral postulada en el coloquio III al lanzar una severa crítica a la pastoral prosimétrica a la manera de la Arcadia de Sannazaro en el coloquio VII, titulado “Coloquio pastoril”. Se adelanta en cinco años a la publicación de La Diana. Dos pastores acuden a ofrecerle remedio a Torcato, quien padece de melancolía erótica (409 [cap. I]). Mas para su “pasión” no hay remedio que valga (413-14 [I]). En su relato, Torcato narra que su amada Belisa no cedió a sus deseos. Según ella, su amor no era el “verdadero” (437 [I]), ya que le pedía “obras que sin perjuyzio de mi honestidad no pueden hazerse” (431 [I]). Torcato también le cuenta a sus amigos que tuvo un sueño en el que la Fortuna, la Muerte y el Tiempo lo conminaron a sufrir con paciencia la pena amorosa que se merecía (470-77 [II]), dado que su amor no era más que una enfermedad y él, un enfermo (482 [III]). Frente al ideal cristiano del coloquio III, el ámbito más propiamente bucólico del coloquio VII está contaminado por la enfermedad moral y física de la melancolía. El coloquio VII se erige así en una advertencia sobre los males latentes en la pastoral pagana. Con mimbres parecidos, en la poesía a lo divino, tercer frente por donde la literatura religiosa contrarreformista reinterpretó la pastoral en la segunda mitad del siglo XVI, Sebastián de Córdoba contrahízo las églogas de Garcilaso. En la égloga I de Córdoba, en lugar de Salicio, Cristo “del ánima se quexa” (5), y no de Galatea; y quien canta después de él no es Nemoroso, sino “el peccador lloroso” (235), esa misma ánima 68 apostrofada. La compañía pastorl de Salicio y Nemoroso en las penas se convierte en una eficiente comunicación entre Cristo y el ánima pecadora, y la persuasión fallida de Salicio, en eficaz palabra de Dios. Los contrafacta de Córdoba habrán de tener un impacto duradero en el desarrollo del género pastoril en lo que quedaba de siglo: no sólo porque Córdoba contribuyó a la canonización de Garcilaso, el gran modelo y garante de prestigio de la poesía pastoril castellana (López Estrada 318-19), sino porque también confirmó la viabilidad del rescate cristiano de lo pastoril gracias a la empatía elemental entre los seres humanos que, a mi juicio, lo pastoril representa. Sin los contrafacta de Córdoba, por lo demás, no hubiera sido posible la cumbre de la poesía bucólica sacra en Occidente (Gale 15-16): el Cántico espiritual (c. 1582) de san Juan de la Cruz. En 1585, ya afianzado el notable cultivo religioso de la poesía pastoril que duraría hasta finales de siglo (Montero, “La égloga” 201), fray Luis insertó el diálogo “Pastor” en la segunda edición de De los nombres de Cristo. Para explicar el nombre de “pastor” que recibe Cristo, Marcelo pondera la cualidad “sosegada y apartada” de la “vivienda” pastoril frente al ajetreo citadino (81), su antigüedad y dignidad (82), y sostiene que el gobierno pastoril es el más justo (83-84). Cuando Sabino le pregunta por qué el tema preferido de la materia pastoril es el amoroso, Marcelo contesta que “la fineza del sentir es del campo y de la soledad” (83), razón por la cual Teócrito en sus Idilios, Virgilio en las Bucólicas y el Espíritu Santo en el Cantar de los Cantares escogieron a pastores como personas poéticas para expresar los sentimientos más refinados (82). La exposición de Marcelo ahonda en los argumentos aportados por Torquemada; justifica la práctica exegética del propio maestro León hacia el Cantar de los Cantares; y proporciona a posteriori una poética para los contrafacta de Córdoba, e inclusive para la Paráfrasis de 69 Arias Montano. Se erige, por consiguiente, en una “definitiva plasmación teórica” del tratamiento religioso de lo pastoril, como señala Valentín Núñez Rivera (“De égloga 214). En la senda abierta por Torquemada, constituye también una réplica a la pastoral profana, en auge por aquellos años gracias a El pastor de Fílida y La Galatea misma. La publicación de los contrafacta de las églogas garcilasianas por Córdoba a mediados de la década de 1570, una vez el libro de pastores había demostrado su éxito en las prensas, confirma que la reacción por parte de los humanistas cristianos a la pastoral no consistió siempre en un rechazo, sino a veces en una reorientación (López Estrada 171-72). Esta operación textual aprovechó, en beneficio del mensaje cristiano, la tradición de lectura alegórica de la pastoral y el potencial ético de la idea pastoril. En las Anotaciones, con su crítica a la égloga II de Garcilaso, Herrera compartía la misma voluntad de reorientación de la pastoral, aunque su agenda fuese muy distinta en lo estético y lo ético. En los años siguientes, la pastoral pagana seguirá recibiendo ataques y reorientaciones en textos como el prólogo a la exitosa La conversión de la Magdalena (1588) del agustino Pedro Malón de Echaide,30 y el contrafactum de La Diana, la Clara Diana a lo divino (redactada en 1571 e impresa en 1591) de Bartolomé Ponce. La aparición el mismo año de La Galatea y la nueva edición de De los nombres de Cristo indica que a la pastoral no le quedaba más remedio que afrontar la ardua y polifacética pregunta que también se interponía ante las defensas de la poesía: ¿qué poder tiene la palabra poética? Y si acaso tiene poder de persuadir y de mover, ¿de qué índole                                                              30 Sus críticas habían sido anticipadas por un hermano de orden en la misma ciudad de residencia, Salamanca. Me refiero a fray Luis —¿a quién si no?—, que en la dedicatoria al libro I de De los nombres de Cristo (1583) denostó los libros “vanos” y “dañosos”, los “malos escritos en manos de mujeres doncellas y mozas” (7-8). En vista de pasajes similares en La perfecta casada (San José Lera 546n8.31), incluida en el mismo volumen, el maestro se refiere a los libros de caballerías y a los de poesía. La denominación libros de poesía abarcaba a cancioneros y también a libros de pastores. Hay que recordar, no obstante, que la Inquisición apenas persiguió la pastoral profana (Solé-Leris 159-60n2). 70 son sus efectos? ¿Tiene legitimidad la poesía dentro de la república? En el capítulo sobre el nombre “Pastor”, Marcelo, personaje caracterizado como melancólico (San José Lera LII) evoca con nostalgia31 “aquella región de vida” (84 [lib. I, “Pastor”]) desde “aqueste nuestro miserable destierro” (85; cf. “En una esperanza que salió vana” 4-27). También la persona poética de fray Luis en “De la vida del Cielo” imagina la consoladora “alma región luciente, / prado de bienandanza” (1-2) donde apacienta “el Buen Pastor […] su hato amado” (10) y adonde ella quisiera acceder (31-40). En La Galatea de Cervantes sucede lo mismo que en la prosa y la poesía de fray Luis. La melancolía inherente a lo pastoril es lo que empuja a la persona poética luisiana a desear las condiciones morales, políticas y ecológicas de “aquella región”. La impele a fingir un espacio que corrija “aqueste” lugar nuestro.32 Sin ella no habría poesía. En La Galatea, según admite el autor en el prólogo, la “égloga” surge a raíz de la melancolía cuyo objeto son los tiempos mejores para la poesía. A pesar de la certeza de la mengua, el autor se propone defender e imaginar un espacio para la poesía, que no es otro que el pastoril. Las riberas del Tajo, en las que se sitúa la obra, no están lejos del “desasosiego”, “desconcierto”, “turbación” y “bullicio” que el Marcelo luisiano atribuye a la vida citadina que padece el hombre aquí en la tierra (85). Pero como él mismo dice, “la fineza del sentir es del campo y la soledad” (83). Ciertamente, Sincero no halló consuelo en la                                                              31 Como veremos en el capítulo V, la nostalgia formaba parte en el Renacimiento del complejo afectivo de la melancolía. 32 Del mismo modo que condena la tristeza sin motivo y la pereza demoníaca del acedioso, Casiano aducía II Cor VII, 10: “Quae enim secundum Deum tristitia est, poenitentiam in salutem stabilem operatur: saeculi autem tristitia mortem operatur” (“Pues la tristeza según Dios produce un arrepentimiento del que no tendréis pesar, a salvación, mientras que la tristeza del mundo produce muerte”). Así, elogia la buena tristeza, la “secundum Deum tristitia”. Casiano afirma que ésta, motivada por la lejanía de Dios, nos impulsa a volver a su seno (Instituciones cenobíticas IX, X, en Dandrey, Anthologie 211). Según críticos como Yves Hersant, este aspecto positivo de la acedia contribuyó, con igual fuerza que el rescate ficiniano de la tradición pseudo-aristotélica, a la valoración positiva de la melancolía en el Renacimiento (“L’acédie” 58). 71 Arcadia a la que se exilió (Sannazaro, Arcadia 121 [VII]). Mas no por ello erró en su intención. Cervantes afirma en el prólogo y mediante la elección del género pastoril que si existe en el mundo un espacio para la poesía, la introspección y la solidaridad, ése es el pastoril. Para averiguar cómo realiza La Galatea la defensa de la pastoril y para qué sirve la melancolía, más allá de proporcionar el impulso inicial, el capítulo siguiente vuelve sobre la manera en que Elicio y Erastro entablan su amistad y cuáles son las implicaciones de la historia de Lisandro. Además, desentraña las implicaciones teóricas y las consecuencias para las posibilidades, la promesa y el drama de la poesía de dos personas y dos eventos: Galatea y Tirsi, las bodas del libro III y los funerales del VI. 72 CAPÍTULO II El “triste, lamentable acento”: La melancolía y el espacio de la poesía en La Galatea En el “donoso escrutinio” de la biblioteca de don Quijote, el cura tomó entre manos La Galatea y comentó: “Propone algo, y no concluye nada” (86 [I, VI]). Probablemente se refería a la falta de final de la obra, dado que el libro VI termina sin que sepamos qué le va a pasar a Galatea ni a los pastores que la aman. Dentro de un género inherentemente melancólico como el pastoril, ¿qué concluye La Galatea acerca de la defensa y el laboratorio de poesía que propone? El presente capítulo se ocupará de esta cuestión. Si en el anterior La Galatea quedó situada como libro de pastores y “libro de poesía” dentro de su contexto poético y sus coordenadas genéricas, en éste prestaré atención más bien a cómo aprovecha Cervantes la melancolía. Inherente a la pastoral y ricamente teorizada en aquellos años, la melancolía le sirvió a Cervantes para hablar de los problemas teóricos de la poesía que cualquier defensa y laboratorio de ella debía asumir. Más aún, el contenido médico y filosófico de la melancolía orientó en gran medida la poética cervantina. El examen de cuatro secuencias narrativas y dos personajes nos permitirá apreciar cómo es la poética que Cervantes va desarrollando a lo largo de La Galatea. Abordaré cada uno de estos núcleos narrativos en sendas secciones. La primera está dedicada a la amistad entre Elicio y Erastro, pues revela cómo se produce la convención pastoril, amén de incidir en la particularidad del canto polifémico y las implicaciones del nombre de Galatea. La segunda sección vuelve al examen de la “tragedia” protagonizada por Lisandro para rescatar los problemas de poética en que ésta incide, desde la capacidad de la poesía para resolver conflictos hasta los riesgos de la elocuencia. La tercera sección se 73 fija en el personaje de Galatea como centro de una comunidad femenina alternativa a la masculina. La cuarta pasa al personaje de Tirsi, pues sirve en sí mismo como defensa de la poesía y comentario de los cambios manieristas de la poesía en el último tercio del siglo XVI. La quinta sección propone leer la secuencia de las bodas como un drama de la poesía en el cual el espectáculo de la melancolía de Mireno y Orfenio enseña los riesgos inherentes a la melancolía que tanto ha servido a la causa de la poesía. Finalmente, la sexta sección interpreta el canto de Calíope como una defensa de la poesía. La exposición seguirá la sucesión narrativa de la obra misma para captar los movimientos del argumento cervantino y el modo en que cada núcleo responde a los anteriores y prepara los siguientes. 1. Elicio y Erastro: Lo polifémico y cómo se produce la convención pastoril. Las cuatro octavas que abren el libro I de La Galatea, las cuales analicé en el capítulo anterior, nos proporcionaron un actante y un tema narrativo. Sin embargo, nos quedamos sin saber quién canta, cuál es su género, de dónde proviene, qué hace, o a quién ama. En la prosa que sigue al poema, el narrador se apresura a suplir esta información: “Esto cantaba Elicio, pastor en las riberas del Tajo”, desdichado en su amor “por la incomparable belleza de la sin par Galatea, pastora en las mesmas riberas nacida” (166-67). La complementariedad entre prosa y verso, según la convención instaurada en la Arcadia y refinada en La Diana, queda establecida y una división del trabajo, apuntada. El verso representa la interioridad de los actantes, y la prosa, su exterioridad. Asimismo, el verso representa lo universal que hay en ellos, los aspectos de su experiencia que supuestamente comparten los lectores y que son dignos de su empatía. La 74 prosa, por su parte, representa lo particular y lo que los sitúa en un lugar y un tiempo determinados, propios de la literatura pastoril. En el caso de La Galatea, el lugar no es la Arcadia virgiliana o sannazariana, sino las riberas del Tajo, próximas a los lectores castellanos de 1585 y locus pastoril desde el prestigioso modelo de las églogas de Garcilaso. El narrador explica que el desdén de Galatea en realidad no es tal. La pastora posee un “tan alto y subido entendimiento” (167), tanta virtud y tanta discreción que merece ser amada con “puro y sincero amor” por parte de Elicio, en la misma medida que debe proteger su “virtud y honestidad” (168). Por discreta, no da muestras firmes ni de amar ni de aborrecer a Elicio. En eso consiste la discreción que ha de caracterizarla durante toda la obra. Tal capacidad para disimular los propios deseos se traduce en que Galatea no satisface el deseo amoroso del pastor, pero tampoco lo aniquila: más bien lo posterga y lo mantiene vivo. El nombre de Galatea no sólo casa con su caracterización, sino que también la enriquece, dado el archivo que de por sí acarrea, repleto de connotaciones precisas y gran relevancia poética. Galatea era el nombre de la ninfa amada por el cíclope Polifemo en el idilio XI de Teócrito (siglo III a.C.), el fundador del género. En aquel idilio, la persona poética presentaba al rústico cíclope Polifemo como un incurable enfermo de amor hacia una Galatea que no sólo no le corresponde, sino que ni siquiera contesta a sus llamados. El mero canto, sin embargo, tenía la virtud de aliviar la manía erótica del cíclope (XI, 7- 18 y 80-81). En las Bucólicas de Virgilio, Galatea aparece como la pastora deseada e inalcanzable por excelencia. Desdeñosa con Títiro (I, 30), y Coridón (VII, 37-40), incluso provocadora con Dametas (III, 64-65, 72-73), jamás está presente. 75 Entre Teócrito y Virgilio se da, por tanto, una consistente caracterización de Galatea, así como se le asigna la misma función. Ya en uno de los fragmentos atribuidos a Bión de Esmirna (s. II a.C.), el pastor Morsón menciona el canto de Polifemo por amor a Galatea como el paradigma del canto amoroso (II, 2-3). Ovidio, por su parte, ofreció la perspectiva de Galatea, quien narra la historia del asesinato de su amado Acis por el cíclope Polifemo (Metamorfosis XIII, 728-897). En este relato, Polifemo se detiene en la cualidad despectiva de la ninfa: “Nerei, te vereor, tua fulmine saevior ira est” (858).1 Galatea, por último, figura como la amada desdeñosa y ausente del pastor Salicio en la égloga I de Garcilaso.2 La intriga principal de La Galatea consiste en la suspensión indefinida del cumplimiento del deseo de Elicio. Así lo sugiere el narrador cuando, con respecto al amor de Elicio, concluye: “No eran las buenas partes y virtudes de Elicio para aborrecerse, ni la hermosura, gracia y bondad de Galatea para no amarse. Por lo uno, Galatea no desechaba de todo punto a Elicio; por lo otro, Elicio no podía, ni debía, ni quería olvidar a Galatea” (168). A nivel extradiegético la suspensión, espolea el deseo del lector por saber qué pasará, de manera similar a la reticencia del narrador del Quijote al inicio de la obra a recordar el nombre del lugar de la Mancha (35 [I, I]). A nivel intradiegético, tiene por lo menos dos efectos. Por un lado, abre el espacio para que Elicio cante. Por otro, permitirá que él y Erastro se hagan amigos, y por tanto que se asiente la estructura narrativa de la obra entera.                                                              1 “Te temo, Nereida, tu ira es más feroz que el rayo.” 2 Para los capítulos italianos de la figura de Galatea, véanse Dudley, “Goddess” 29-36 y “‘¡O más dura!’” 19-20; y De Armas, Quixotic 23-28. 76 Para la medicina de la época, la frustración del deseo producía melancolía (e.g., Santa Cruz 97 [V]). La melancolía, por tanto, se revela como el principio poético que genera la amistad en La Galatea, y que por tanto abre el espacio para la obra entera. Sin la tristeza melancólica que suspende el cumplimiento del deseo, dirige la energía psíquica de los pastores al análisis de sus propias pasiones y a expresar sus sentimientos en soledad o en compañía, los pastores no tendrían de qué hablar entre sí, ni se compadecerían los unos de los otros, ni el narrador tendría qué contar.3 Desde la Antigüedad clásica, el “sense of shared plight”, como lo llama Paul Alpers (350), es la estructura esencial de lo pastoril. La primera de las Bucólicas de Virgilio concluye cuando, a la caída de la tarde, Títiro se compadece del desterrado Melibeo y le ofrece hospitalidad (79-83). En el Renacimiento, la obra fundacional la pastoral renacentista confirmó el principio. La égloga I de la Arcadia de Sannazaro es entonada por dos pastores porque Selvaggio, “mosso a compassione, per dargli alcun conforto”, 4 se acerca a Ergasto, cuya gestualidad denota melancolía. Por los mismos años, en la Representación sobre el poder del amor (1507) de Encina, el Escudero le dice a Bras: “¡Ay pastor! / He dolor de tu dolor” (394-95). Alpers considera que “hearing people out and taking them on their own terms—[is] a golden rule” de la pastoral (365). Más bien se trata de la regla de oro. El amor, como causa de la melancolía cuyos signos provocan la compasión y por tanto el relato, y la poesía como medio por el cual se realiza la compasión, se acreditan como las fuerzas que civilizan y ennoblecen a los pastores (e.g., Tasso, Aminta I, I, 170-                                                              3 Dominick Finello (Pastoral 49-53; y The Evolution 59-73) y Julieta Muñoz-Alvarado (VII) consideran la amistad como el centro ideológico de La Galatea. A diferencia de su planteamiento, el mío atiende a la teoría de la pastoral y a la importancia de la melancolía en el origen de la amistad. 4 “Mouido a compassion por darle algún aliuio” (traducción de López de Ayala, revisada por Garay). 77 71; y II, III, 1156-63). En La Galatea, tras presentarnos a Elicio, el narrador nos cuenta que un día, hallándose el pastor a solas y cantando al son de su rabel unas coplas, llega al mismo paraje el cabrero Erastro con su rebaño. Pese a “su rústica y selvática suerte”, él también profesa amor a Galatea, y de manera tan verdadera que “el mesmo amor” lo hace “tan discreto” (172). Aquí discreción designa la virtud no sólo moral sino también poética. Se trata de aquello que coloca a los rurales pastores al nivel espiritual y verbal de los citadinos cortesanos. La discreción, en otras palabras, los torna inteligibles y provechosos para los lectores (Egido, “El arte” 585-88). En un libro que pretende defender la poesía, como La Galatea, esta observación por parte del narrador ofrece un argumento a favor de ella. También incide en el debate sobre lo que Sánchez de Lima denominaría el “natural bueno è inclinado ala Poesia” (37 [I]), o sea la importancia de la natura o ingenium en la producción poética. Por último, remite a la que hiciera el autor en el prólogo para justificar la falta de decoro de su libro de pastores (158).Ya antes el narrador de la Diana enamorada había justificado con el mismo argumento la agudeza cuasicortesana de Diana (147 [II]). Los personajes cortesanos no dejaban de celebrar la calidad de los ingenios rústicos, comparable a la de los suyos (e.g., 153 [II]). Puesto que la pastora amada se llama Galatea, cabría esperar que alguno de estos dos amigos evoque a Polifemo. En efecto, Erastro está caracterizado como un rústico y enfermo de amor, al igual que el Polifemo de Teócrito (XI, 12-18) y Ovidio (Metamorfosis XIII, 789-853). Por eso, el pastor Elicio no estima al cabrero por rival, porque entendía del ingenio de Galatea que a cosas más altas la inclinaba, antes tenía lástima y envidia de Erastro: lástima, en ver que al fin amaba, y en parte donde era imposible coger el fruto de sus deseos; envidia, por parecerle que quizá no era tal su entendimiento que diese lugar al alma a que sintiese los desdenes o favores de Galatea… (172) 78 Por lo que le cuenta a Elicio, el cabrero padece de melancolía erótica.5 Tiene a Galatea fija en su memoria de continuo, ha desatendido su rebaño, y “los médicos y curas del lugar” a los que ha acudido le han recetado “bebedizos de paciencia” y rezos, respectivamente (174). Como la de Ergasto en la prosa inaugural de la Arcadia, la melancolía de Erastro tiene consecuencias negativas sobre su salud psíquica y física, su relación con sus prójimos y su rebaño y el entorno ecológico. Entra aquí en liza, además, una de las cuestiones más graves en torno a la melancolía en los debates médicos y morales del siglo XVI. Dominó el diálogo “De la melancolía” de Mercado, en el cual el melancólico Antonio acude al médico Joanicio, que “se la hacía escrúpulos y casos de conciencia, y lo remitía a Basilio, teólogo”, quien a su vez “hacía la enfermedad corporal y remitíalo a Joanicio, médico” (771). La cualidad polifémica de Erastro no se limita a su melancolía erótica o su rusticidad. Polifemo también se distinguía por su lucidez, lo cual revela algo fundamental sobre por qué nos encontramos en el centro de La Galatea con un personaje polifémico. Lo polifémico radica en el despliegue de la voluntad efusiva y terapéutica de la poesía al margen de la comunicación o la persuasión. En el idilio de Teócrito, el cíclope sabe que espera en vano (XI, 72-79). Así lo dice otro pastor de corte polifémico, el Coridón de Virgilio, el cual “nec, quid speraret, habebat” (Bucólicas, II, 2)6 y se confiesa “rusticus” (56) y aquejado de “dementia” (69). Erastro reconoce “que el merecimiento de Elicio era de mayores quilates que el suyo” (173). Inclusive otorga que “si tú, con tus habilidades y extremadas gracias y razones, no la ablandas, mal podré yo con mis simplezas                                                              5 Sobre la noción de melancolía erótica en la Edad Media y el Renacimiento, con una antología de fuentes primarias españolas, véase Cull, “Love Melancholy” 15-171. 6 “Y conocía / que toda su esperanza era locura” (traducción de fray Luis de León 3-4). 79 enternecerla” (174). Erastro se parece a los dos Polifemos de Teócrito; al que canta en el idilio XI y al que imposta Dametas en el idilio VI, quien ha escuchado las burlas que de él hace Dafnis (6-19) y sabe cuál es su aspecto (34-40), y sin embargo insiste en cantar y esperar (21-33). Como he adelantado, la tradición bucólica asignaba a Galatea como objeto adecuado del deseo de este tipo de voz, más interesada en la justa expresión que en la persuasión. Llamar la atención sobre tal voz es lo que concierne a La Galatea mediante el personaje de Erastro. En la égloga I de Garcilaso, Salicio apostrofa a Galatea de la siguiente manera: “Materia diste al mundo de’speranza, / d’alcanzar lo imposible y no pensado / y d’hacer juntar lo diferente” (155-57). No importa que Galatea esté ausente y se muestre desdeñosa. Lo importante es cantarla, explorar una nueva voz con el objetivo de “hacer juntar lo diferente”, conseguir que el sujeto se junte con el objeto de su deseo, “lo diferente” por antonomasia. Esta “pesada voz” (230) de Salicio se asemeja a la de Orfeo. Su voz es capaz de enternecer, inclinar y conmover a piedras, árboles y fieras, y aun así no persuade a Galatea (197-210). Del mismo modo, la del tracio no fue capaz de conmover a los dioses en última instancia, ya que contravino un mandato divino (Virgilio, Geórgicas IV, 505). Aunque menos polifémico o coridónico que Erastro por ser menos rústico, brusco y fracasado, Elicio también participa de este esfuerzo. Su “triste, lamentable acento” no es un intento de persuasión, sino una efusión terapéutica ante la suspensión indefinida de la satisfacción impuesta por la discreción de Galatea. Lo polifémico, por tanto, emerge como un subgénero dentro de la pastoral que recoge la esencia de lo pastoril: el canto como efusión terapéutica y esfuerzo de compartir con los demás. Además el canto por 80 Galatea de Elicio y Erastro le sirve al autor de La Galatea para ensayar una voz nueva. Para Edward Dudley, hablar de Galatea en el siglo XVI cataliza el esfuerzo “to find a new poetic voice, a new manner of expression in order to confront a changing political and aesthetic environment” (“Goddess” 27). La suspensión del deseo permite que los dos jóvenes se hagan amigos y que haya relato. Elicio reconoce que sus pensamientos y los de Erastro “andan […] apareados”. Puesto que por las razones arriba expuestas no le pesa que Erastro ame a Galatea, le desea “buen suceso en [sus] deseos” (175). A manera de “señal de [su] buen propósito y verdadera amistad”, Elicio le propone a Erastro que acuerden sus instrumentos (175), que son complementarios: el rabel del pastor, instrumento de cuerda de evocaciones apolíneas, y la zampoña del cabrero, de evocaciones pánicas y dionisíacas, como ha observado Julio Vélez-Sainz (222). La amistad entre Elicio y Erastro no sólo propicia el relato, sino que también pone en marcha la colaboración en la creación de un significado poético. Incluso en la Antigüedad, cuando su asunto no era predominantemente amoroso, la convención pastoril siempre había consistido, como apuntamos antes, en lo que Alpers llama el convenire (“congregarse” o “encontrarse” en latín) en un mismo lugar (80-93). Los pastores se encuentran con el fin de expresar los sentimientos, escuchar al otro y solidarizarse de su dolor. En el esquema menipeo de los libros de pastores, sobre todo en la alternancia ideada por Montemayor —más fluida que la de Sannazaro—, corresponde a la poesía tender esos puentes de empatía e identificación entre los cantores y sus narratarios (los receptores del relato), y de paso entre los personajes y nosotros los lectores. No en vano, La Galatea engancha al lector con un poema. Nos damos cuenta entonces que el autor ya 81 había formulado un primer argumento en defensa de la poesía y da una pista sobre la elección de la pastoral para tal empresa: la poesía pastoril permite trascender diferencias, convenire, socializar y compartir; o, por lo menos, satisfacer ese deseo de saber y consolar que caracteriza a los narratarios intra- y extradiegéticos de los libros de pastores renacentistas. El primer canto amebeo que entonan Elicio y Erastro merece nuestra atención ya que asienta la caracterización de ambos como personas y como poetas. Elicio abre con un relato sucinto de su enamoramiento en el que se centra en la índole visual del proceso, de acuerdo a los parámetros neoplatónicos que priman en la filografía o ciencia del amor de La Galatea (Castro 146-50). Elicio no nombra a Galatea, sino al “sol que al sol escurecía” (176, v. 4) o “las rubias madejas” (v. 6). Erastro, en cambio, nombra a la ninfa dos veces (vv. 11 y 16). Y aunque también narra que la vio y quedó sujeto al amor, su relato focaliza en el inicio de la octava los efectos que tuvo la visión sobre su voz: “Atónito quedé y embelesado, / como estatua sin voz de piedra dura” (vv. 9-10). Si Erastro quedó sin voz, su canto presente sería una recuperación de la voz; o, de acuerdo al comentario del narrador para justificar que un rústico como Erastro hable con tanta discreción de “las cosas del amor” (172), el desarrollo de una nueva voz, una voz distinta por efecto del amor. En eso consiste, como ya sabemos, amar polifémicamente a Galatea. Elicio y Erastro aman, lo cual los asemeja y congrega. La poesía tiende puentes entre las soledades melancólicas de cada subjetividad. Hace de Elicio y Erastro pastores propiamente pastoriles, criaturas propias de la pastoral. Pero también los individualiza, ya que la melancolía erótica que sienten los empuja a pensarse a sí mismos por medio de la poesía. En tal ejercicio introspectivo consiste la cuenta que ambos dan de los efectos del 82 amor en la tercera y cuarta octava del canto amebeo. Elicio lo apostrofa con una serie de preguntas retóricas sobre sus paradójicos efectos: “la llaga interna” que otorga “crecida gloria” (177, vv. 19-20), o “el daño que […] es provecho” (v. 20), entre otros. La serie se cierra con una constatación sobre los límites del alma racional por aprehender el funcionamiento del proceso amoroso: “La alma que prueba estos efectos todos / la causa sabe, pero no los modos” (vv. 23-24). Erastro en seguida abunda sobre tal perplejidad por parte del sujeto: No se ven tantos rostros figurados en roto espejo, o hecho por tal arte que, si uno en él se mira, retratados se ve una multitud en cada parte, cuantos nacen cuidados y cuidados de un cuidado crüel que no se parte del alma mía, a su rigor vencida, hasta apartarse junto con la vida. (177, vv. 25-32) La comparación a la que recurre Erastro para ponderar su sufrimiento define el amor como una multiplicación de los cuidados que rompe la unidad del sujeto tal y como él mismo la percibe. En principio, el sujeto no se halla en la situación de Narciso, quien deja de reconocerse, sino en la situación opuesta: se reconoce en demasiadas facetas. Pero el resultado final se arrima al de Narciso en el sentido que, entre tantos “rostros figurados”, el yo se pierde. En toda la estrofa, la primera persona no es enunciada de manera recta. La única mención es la oblicua de “alma mía”. Erastro atribuye al “cuidado crüel” el origen de la multiplicación, pero admite que un efecto parecido puede producirse por medio de la introspección, ya bien sea por un accidente, la ruptura, ya bien sea “hecho por tal arte”. Es decir, Erastro aquí nos ofrece una de las claves para leer toda La Galatea: la creciente multiplicidad de personajes y “cuestiones de amor”, como las denomina Jennifer Lowe (28), constituye un intento “por tal arte” de retratar los 83 “cuidados y cuidados / de un cuidado crüel”; o sea, del amor (Gaylord, “Cervantes’ Other” 103). El concierto entre las voces de Elicio y Erastro, evidente en la manera en que tratan los mismos temas en el mismo orden, no elimina sin embargo la diferencia sustancial entre ambos. En las octavas quinta y sexta, los dos amigos realizan un blason de Galatea y describen la transformación surtida en ellos por los fragmentos en los que han descompuesto a su amada. Los versos finales de las octavas tienen el mismo verbo y la misma sintaxis (cf. 178, vv. 40 y 48). Los amigos por fin han acordado sus voces, lo cual da lugar a una efusión más explícita. En las dos estrofas siguientes, cada uno reitera su sufrimiento, y esta vez abren sus octavas con un enfático “Yo” (178, v. 49; y 179, v. 57). Pero mientras que Elicio emplea más de diez verbos en primera persona de singular en el espacio de ocho versos e inclusive apostrofa a Galatea, Erastro comienza por interpelarlo a él: “Yo te prometo, Elicio…” (179, v. 57). El cabrero pasa más rápido del acuerdo de las voces a la solidaridad. Se asemeja así a Melibeo, el de la meliflua voz, que en la égloga I de Virgilio sufre el destierro y aun así se comporta con más comedimiento que el afortunado Títiro, quien sólo al final deja de presumir y le ofrece posada al desvalido. En La Diana de Montemayor, también Silvano se comporta con más solidaridad que Sireno, aunque no haya sido jamás tan dichoso en los amores como él (e.g., 22-23 [lib. I]). Como corresponde a un personaje moldeado sobre Títiro y Sireno, Elicio replica con sentencias consolatorias que irónicamente insisten en la situación imposible del rústico: “aunque mueras sin ella, yo imagino / que no hay vida en el mundo más dichosa / como el morir por su causa honrosa” (179, vv. 70-72). 84 2. La “tragedia” de Lisandro: Poder y fracaso de la palabra poética. La salida súbita de un pastor “con un cuchillo desnudo en la mano” (179) en pos de otro impide que Erastro pueda consolar a Elicio. Mas en realidad, la irrupción coincide con el episodio que incide en las desventajas del acabamiento y la satisfacción de los deseos. Para ello incorpora el género trágico a esta pastoral, con lo cual concede especial relevancia a una serie de problemas teóricos que veremos a continuación. Por otra parte, la interrupción no ha de sorprendernos. Las aspiraciones de Elicio tienen posibilidades mientras que las de Erastro no; el pastor no precisa de consuelo en la misma medida que el cabrero. Apenas los dos nuevos pastores salen corriendo del monte y se presentan a la vista de nuestros protagonistas, el perseguidor asesta dos puñaladas al perseguido. La invocación del “pastor homicida” a una “mal lograda Leonida” y las postreras palabras de arrepentimiento del “pastor muerto” dan a entender a Elicio y Erastro que “no con pequeña causa” se produjo el asesinato (180). El suceso los deja conmovidos y admirados, y por tanto deseosos de saber los particulares del caso. El deseo de Elicio se suma a sus “amorosas imaginaciones” como objeto de su melancolía, así que esa noche, en vez de dormir, sale en busca de “algún solitario lugar” para “soltar la rienda”, tal y como suelen “los tristes, imaginativos corazones” (182). Por suerte para sus deseos y los de los lectores, no muy lejos de allí se queja en voz alta el homicida, de nombre Lisandro. Tras insinuar una intención suicida, afirmar que “no hay cosa más fuera de remedio que nuestra desventura” (182) y apostrofar a su víctima y a su amada muerta, Lisandro templa su rabel y entona una canción de seis estrofas. Como en el caso de Elicio, nos 85 encontramos primero con una efusión de la intimidad del personaje antes que con un relato detallado de su historia. La canción de Lisandro llama nuestra atención por transformar su modelo, la elegía de Ergasto en memoria del fallecido Androgeo en la Arcadia de Sannazaro.7 Más aún, por reiterar la suspensión del deseo como condición indispensable para la poesía. Como la sannazariana, la elegía de Lisandro arranca con el vocativo a la fallecida (184, v. 1). También dedica varios versos a imaginarla disfrutando de la bienaventuranza (185, vv. 40-49; 186, vv. 66-71; cf. égloga V, 4-26). Pero las semejanzas acaban ahí. Si Ergasto llora la muerte de un sabio admirado, Lisandro la de la mujer amada, que además ha sido asesinada por su propio hermano cuando estaba a la mano el ayuntamiento amoroso “con honestas y santas condiciones” (185, v. 37). Dentro de tales parámetros trágicos, el luto de Lisandro es decididamente gigantesco, ya que la contemplación de la gloria de Leonida degenera en desesperación: Mejor es que, pensando, que soy de ti olvidado, me apriete con mi llaga, hasta que se deshaga con el dolor la vida que ha quedado en tan extraña suerte, que no tiene por mal el de la muerte. (186, vv. 59-65) En vista del ademán de apuñalarse que hará nada más concluya la canción (187), aquí Lisandro manifiesta su intención de suicidarse para abreviar el intervalo entre el momento presente y el futuro de rencuentro con su amada. En el castellano áureo, esto se denominaba desesperación: “Desesperarse es matarse de qualquiera manera por despecho; pecado contra el Espíritu Santo”, definiría Covarrubias tres décadas más tarde                                                              7 Para la amplia influencia de la Arcadia en España, en especial sobre Cervantes, véase Reyes Cano 26-28. Para una comparación de ambas canciones, véase Trabado Cabado 285-99. 86 (s.v. “desesperar”). La desesperación figuraba como un signo del pecado capital de la acedia, la pereza del alma por trabajar hacia la salvación.8 En efecto, Lisandro admite que preferiría el despecho, ser de ella “olvidado”, a la cuasi-consumación que provocó a “la mano / inexorable y cruda, / y el intento cruel, facinoroso, / del vengativo hermano” (185, vv. 27-30). El corolario: la correspondencia en los amores ha desencadenado la tragedia, y el desdén no lo habría hecho (Shepard y Shepard 163). El problema del amor entre Lisandro y Leonida es que el cumplimiento del deseo no sólo los concernía a ellos, sino también a la comunidad a la que pertenecían. Ambos procedían de dos familias nobles y adineradas de la misma aldea a orillas del Betis en la Vandalia (i.e., el Guadalquivir en Andalucía). Éstas, en calidad de las dos principales del lugar, tenían el “mando y gobernación del pueblo”. Sin embargo, explica Lisandro, “la envidia […] sobre algunas diferencias del gobierno del pueblo vino a poner entre ellos cizaña y mortalísima discordia; de manera que el pueblo fue dividido en dos parcialidades” (189). Pese al enfrentamiento, Lisandro se enamoró de Leonida. Gracias a la intercesión de Silvia, Lisandro consiguió declarar su amor y ablandarla. Cuando ella viajaba a contraer en secreto matrimonio con él fue asesinada por su propio hermano debido a las maquinaciones de Carino, deseoso de vengarse de ambas familias. La dimensión política de la historia de Lisandro queda puesta de relieve cuando él mismo califica su historia como “la tragedia de mi desgracia” (198). La tragedia que los lectores españoles de 1585 conocían era la tragedia neosenequista, género con una clara intencionalidad política y temas de índole política. En el capítulo anterior comprobamos que su cultivo en España, desde mediados de la década anterior hasta principios de la                                                              8 Para una autoridad patrística, véase Casiano, Instituciones cenobíticas X, III-VI en Dandrey, Anthologie 216-17; y Collationes V, XV cit. en Dandrey, Anthologie 216n1. 87 siguiente convergió —y no por casualidad— con las primeras poéticas y la transformación manierista de la poesía española de la cual surge y sobre la cual reflexiona La Galatea. La tragedia neosenequista tendía a abordar problemas de teoría poética, sobre todo el de los peligros de la elocuencia. Al situar a Lisandro, en el momento en que se dispone a suicidarse ante el escondido Elicio, en “un pequeño prado […] todo en redondo, a manera de teatro” (187), el narrador llama la atención sobre el modo en que esta historia emplea motivos no exclusivos, pero sí típicos, de la tragedia neosenequista.9 Rasgos típicamente trágicos de la historia de Lisandro son el sueño présago de éste; el luto anticipado de Leonida por sí misma (198-200);10 y el meticuloso y excesivo horror que perpetran traidores y vengadores, por ejemplo el caso de la traición de Carino, la saña de Crisalvo o el esfuerzo de Lisandro para que Leonida muerta también apuñale a éste (202-03).11 Dos motivos, sobre todo, atañen directamente a la teoría poética: las nefastas repercusiones políticas del amor prohibido y el insospechado poder de la retórica del intrigante. Aunque ya los abordamos en el capítulo anterior, conviene que ahora los tratemos con más detalle.                                                              9 Como adelanté en el capítulo anterior, la historia de dos jóvenes enamorados que pertenecen a dos familias políticamente enfrentadas echa sus raíces en el relato ovidiano de Píramo y Tisbe (Metamorfosis IV, 55-166), como nos advierte el propio Lisandro (202). El motivo fue desarrollado en la novella italiana y francesa del siglo XVI. De ella hay versiones anteriores a La Galatea en las obras de Matteo Bandello, Luigi da Porto, Pierre Boaistuau y François de Belleforest (López Estrada y López García-Berdoy 35). La fuente de Cervantes, sin embargo, provino de la historia de Sagastes y Disteo en los libros VII y VIII de la Segunda Diana de Pérez (Anderson 1:87-90). 10 El sueño premonitorio y el luto por uno mismo hallan ejemplos en personajes como Inés de Castro en Nise lastimosa (1575) de Bermúdez y Virginia en La muerte de Virginia y Appio Claudio (1580) de Cueva (véase Hermenegildo, La tragedia 492-94). 11 Dos monarcas particularmente crueles aparecen en las dos tragedias de Argensola: Acoreo en Alejandra (c. 1581-1585) y Alboacén en Isabela (c. 1581). 88 El amor entre Lisandro y Leonida contraviene la prohibición de sus familias, políticamente enfrentadas. Esto significa que su conducta tiene consecuencias políticas. Si no existiera la posibilidad de consecuencias de tal índole, probablemente ni siquiera se habrían enamorado. Aunque movida por la “pena” de Lisandro, Silvia intercede ante Leonida sobre todo porque tiene la esperanza de “dar principio al fin” de las “discordias” entre las dos familias (191), discordias que tanto perjudican la vida de su comunidad. Uno de los argumentos que Silvia emplea para ablandar a su amiga “fue decirle cuánto bien se seguiría si por nuestro casamiento la enemistad de nuestros padres se acababa; y que el fin de tan buena intención la había de mover” (193). Lisandro, por su parte, revela una plausible motivación política en su seducción de Leonida cuando manifiesta que tras anunciar su matrimonio secreto con Leonida, “tendrían fin nuestras enemistades” (196) y que Crisalvo dejará de odiarlo. Aun en una república chiquita como la aldea de las riberas béticas, los pastores que forman parte de ella están implicados en lo político. La pastoral no ocurre al margen de la historia, ni la poesía producida en ella ocurre al margen de la historia. En lo que llevamos del libro I de La Galatea, la política no cuenta en las riberas del Tajo. Pero sí lo hará a partir del libro V, cuando Aurelio, padre de la heroína epónima, la prometa a un pastor de Portugal; o cuando Artandro rapte a Rosaura y se la lleve a Aragón, con los problemas de jurisdicción que tal acto acarreaba. Los topónimos de La Galatea ya lo advierten: en vez de “Arcadia” encontramos “el arroyo de las Palmas”, “el soto del Concejo” y “la fuente de las Pizarras” (206). Como observa Francisco Márquez Villanueva, estos nombres indican que allí “rige en toda su normalidad la vida española de la época” ( “Sobre el contexto” 175). Y si bien más que topografía tenemos 89 topotesia,12 hay alusiones a las campañas del pastor Astraliano (472), o sea don Juan de Austria (López Estrada y López García-Berdoy 472n6), en la década de 1570. Que nadie se extrañe: Arcadia jamás estuvo lejos de Esparta. Aunque se identifiquen como criaturas del ocio pastoril, Lisandro, Leonida y hasta el pastor que escucha su historia no se escapan al negocio del mundo real. Por eso los planes bien dispuestos de Lisandro y las aspiraciones de Silvia no prosperan; y la palabra fracasa en el intento de conducir al bien, cediendo así otro palmo de terreno en la defensa de la poesía. Al acabar el relato, Elicio se compadece de Lisandro y le ofrece consuelo: “Y entre otras cosas que le dijo, y la que a Lisandro más le cuadró, fue decirle que, en los males sin remedio, el mejor no era esperarles ninguno” (203). Este argumento figuraba como uno de los más sólidos contra el excesivo duelo ya desde el estoicismo romano (véase Horacio, Odas I, XXIV, 19-20). Como dijo el poeta, “Una salus victis, nullam sperare salutem” (Virgilio, Eneida II, 354).13 Veremos que Tirsi y Damón usarán el mismo consejo en los libros II y III, respectivamente. A Lisandro “le cuadró”, pero aun así responde: “Bien conozco, amigo mío, que tienen fuerza tus razones para hacerme creer que son verdaderas, pero no la tienen ni la tendrán las que todo el mundo decirme pudiere, para darme consuelo alguno” (204). No hay consuelo posible. De hecho, Elicio por el momento desiste. Con él la poesía fracasa temporalmente en su cometido de                                                              12 En la retórica clásica, la topografía es la descripción de lugares reales; la topotesia, de lugares ficticios (Herrera, Anotaciones 1129 [“Tabla de materias”, s.v. “topografía”]). Pese a sus topónimos castellanos, los lugares de La Galatea están descritos de acuerdo a las convenciones del locus amoenus pastoril, como una naturaleza bien reglamentada (Poggioli 22). En palabras de Elicio ante las riberas del Tajo, son espacios en los que “la industria de sus moradores” o del Creador “ha hecho tanto que la Naturaleza, encorporada con al Arte, es hecha artífice y connatural del Arte, y de entrambas dos se ha hecho una tercia Naturaleza, a la cual no sabré dar nombre” (542 [lib. VI]). A ningún lugar conviene más tal nombre de “tercia Naturaleza” que el armonioso Valle de los Cipreses en el libro VI (Egido, “Topografía” 70). 13 “Solo les queda à los vencidos una / Salud, que es no esperar salud alguna” (traducción de Gregorio Hernández de Velasco, impresa en 1555, 1:92). 90 persuadir con la elocuencia y mover las pasiones para solucionar los conflictos propios del negocio de las comunidades políticas. Si la poesía no queda bien parada cuando Elicio reconoce que sus buenas razones de pastor-poeta no bastan para consolar, la existencia de un personaje como Carino empeora su posición. Él y sus semejantes no se quedan en meros villanos, sino que merecen que los reconozcamos como artífices de la palabra, oradores capaces de persuadir a los príncipes y manipularlos hasta destruirlos a ellos y sus estados. Carino hace “del leal con Crisalvo” y finge profesarle amistad con el fin de convencerlo de falsedades (195). El resultado de éstas será que, creyendo matar a Silvia, Crisalvo asesine a su propia hermana. El narrador cuenta que “por ser entremetido y agudo de ingenio, ‘el astuto Carino’ le llamaban” (190-91). Pondera la “manera [en que] le supo encarecer y decir Carino lo que quiso” a Crisalvo (197).14 Parte del éxito de Carino se debe a su pericia en escoger una víctima apropiada para sus discursos y tretas. Crisalvo, típico tirano de las tragedias neosenequistas, también merece el nombre de poeta a causa de su temperamento colérico adusto.15 En la teoría médica de Huarte, el excesivo calor propio de este temperamento multiplicaba la actividad de la facultad imaginativa. Veremos en el caso de Orfenio en el libro III que los entendimientos de estos individuos contemplan tantos y tan vívidos fantasmas que caen en los celos y las sospechas, y apenas necesitan pruebas para creérselas. Ya Erastro se refirió a la proliferación de “cuidados y cuidados” a partir del “cuidado crüel” inicial (177, vv. 29-30). Como consecuencia de la misma                                                              14 En La Numancia, Cipión se distingue más por sus arengas y sus mañosas estratagemas que por sus dotes marciales. Jamás accede a entablar con los numantinos un combate frentero, para la frustración de éstos (I, 313-20). 15 La confesión del Príncipe de León en La cruel Casandra de Virués hace explícita la caracterización como melancólico: tiene “de cólera abrasadas las entrañas” (I, 57) y lo atormenta su “fiera imaginación” (I, 329). 91 hipertrofia de la imaginación, tampoco les falta talento para imaginar y practicar el horror de obra y de palabra: apenas ha matado a aquélla que él cree Silvia, Crisalvo acude “a dar él mesmo a sus padres la nueva de lo que había hecho, por acrecentarles el pesar y sentimiento” (201).16 La Galatea comienza con el “triste, lamentable acento” de su protagonista. En ella, tanto los coléricos asesinos como los dulces pastores padecen de algún tipo de melancolía. En el libro de pastores cervantino, la poesía y el proyecto pastoril en sí son impulsados por la melancolía y a la vez trabados por ella. En tanto que humor del organismo y a la vez posicionamiento ético, la melancolía hace al poeta triste, introspectivo e imaginativo. Melancólica es la tristeza de Elicio, quien manifiesta el luto por la falta o la pérdida de un ser amado, un espacio o un tiempo mejores, o por el poder órfico de la voz, aquel que tenía “quando il mondo non era sí colmo de vizî” (Sannazaro, Arcadia 165 [X]).17 Melancólico es el furor de Carino, Crisalvo y Lisandro, la cólera adusta que potencia la facultad imaginativa y que proporciona astucia y audacia para persuadir con la palabra y obrar con energía. Esta cólera adusta, identificada con la melancolía de la excelencia por la teoría médica y poética de Huarte, garantiza la máxima capacidad imaginativa pero tiene consecuencias moral y políticamente inasumibles; aquélla otra melancolía del luto parece no tenerlas. Sin embargo, Elicio y Erastro están en el mismo espectro temperamental que Lisandro. Éste no ha hecho más que llevar al extremo los sentimientos amorosos que los dos amigos comparten (El Saffar, Beyond 23).                                                              16 El rey Acoreo, en la Alejandra de Argensola, emplea la retórica de la enargeia o evidentia para incrementar los horrores a los que somete a sus súbditos, por ejemplo cuando dispone el cuerpo descuartizado de Lupercio y conduce a Alejandra a destapar cada miembro (III, 1391-402). 17 “Vn tienpo quando el mundo no era ansi lleno de vicios” (traducción de López de Ayala, revisada por Garay). 92 Habrá momentos en que ambos, enfrentados a la ineficiencia de la palabra, imaginarán otros medios para conseguir sus fines: Erastro levantará la mano contra el desamorado Lenio cuando la “cólera” trabe su lengua (235 [I]); y Elicio, ante el matrimonio político de Galatea, resolverá emplear la fuerza para impedirlo. Y aun con todo, aun a pesar del riesgo de la violencia, la melancolía de Elicio y Erastro los ha motivado a cantar, conocerse a sí mismos, asumir su frustración y así contener sus deseos;18 en fin, a darse a conocer el uno al otro, entablar amistad y formar el núcleo de la comunidad pastoril en La Galatea. En tanto que la melancolía aboca a la obsesiva introspección y a la contemplación absorta de los fantasmas de la memoria, también se debe a ella el arrepentimiento in extremis de Carino (180) y la queja en voz alta de Lisandro, lo cual permite que Elicio lo encuentre, le brinde la oportunidad de justificarse y, more boucolico, le ofrezca consuelo. Por su parte, si no fuera porque su melancolía lo mantuvo despierto, Elicio no habría topado con Lisandro. Y si no fuera por su melancolía, su luctuosa contemplación en medio del “tiempo que, en general, la poesía anda tan desfavorecida”, el autor de La Galatea no se habría ocupado de “escrebir églogas” (155). A diferencia de La Diana de Montemayor, La Galatea echa en falta el agua de la maga Felicia para revivir a Leonida y Carino. El reto que se erige ante los pastores-poetas de La Galatea y en últimas ante el autor, quien declaró que defendería la poesía, es cómo evitar las nefastas consecuencias de la palabra poética, y cómo ponerla al servicio del bien común. Médicos y teóricos de la poesía en el Siglo de Oro identificaron la                                                              18 La noción estoica de autoconocimiento como primer paso hacia la sabiduría y el gobierno de las pasiones se vinculaba en el Siglo de Oro con la introspección propia de la pastoral, como demuestra la paráfrasis del Enchiridion de Epicteto que hace Marcelo (94) en el citado capítulo “Pastor” de fray Luis. Sobre estoicismo y melancolía, véase infra el capítulo IV. 93 melancolía como el temperamento de la excelencia poética porque se dieron cuenta que el don poético era excepcional, que la palabra poética era de verdad poética (ποίησις o poiesis significa “producción” o “fabricación” en griego), pero también perniciosa. Está en juego la viabilidad de la poesía dentro de la república, de cuya jurisdicción no escapa ni siquiera el ocio pastoril. 3. “Afuera el fuego, el lazo”: La alternativa femenina de Galatea. Apenas Elicio ha desistido de consolar a Lisandro y concluye la jornada, aparece para afrontar el reto y en un nuevo día nada más y nada menos que Galatea. Viene vestida “a la serrana” (204) y tocando la zampoña. Su instrumento, asociado a Pan y lo rústico, y su vestido connotan un carácter esquivo. El adjetivo “serrana” en género femenino empleado para el vestido adelanta que su voz ha de tener bastante en común con la de una serrana. Tal era la voz femenina por excelencia de la lírica española popular, una voz asertiva dentro de la cual el sujeto formulaba sus deseos y contestaba a los de otros. Entre las tradiciones que alimentaban la pastoral renacentista figuraba la pastorela medieval, en la cual una pastora suele rechazar con agudeza los requiebros de un lascivo caballero (Gerhardt 31-43). Importunada por Elicio a propósito de adónde va, Galatea despliega su famosa discreción, con réplicas dignas de esas pastoras medievales. Pese al llanto de Erastro, se aleja de ellos para seguir con su camino. La aparición de Galatea en el relato chocará a quienes recuerden la figura de Galatea de las églogas I, III y VII de Virgilio, o de la égloga I de Garcilaso. En estos poemas, Galatea es la materia de la voz, pero necesariamente su voz está ausente del poema. Como cuenta Dametas en la égloga III del mantuano, “Malo me Galatea petit, 94 lasciua puella, / et fugit ad salices et se cupit ante videri” (64-65).19 Galatea despierta el deseo y quiere ser vista, pero de inmediato se sustrae al alcance de la voz. En el siglo XVI, Galatea se había erigido en el parangón de belleza femenina pastoril (López Estrada 91) porque era la mujer que dice que no (Dudley, “‘O más dura’” 20), luego el perfecto objeto de deseo melancólico: inalcanzable, y por eso siempre deseable. A la altura de 1580, sin embargo, la evolución del género pastoril y de la cultura manierista propició un cambio. En primer lugar, en Italia a lo largo de la centuria se había reinventado la figura de Galatea como un ícono del poder del arte y el artificio. Galatea había dejado de ser la mujer ausente o la víctima de la agresión ciclópea para convertirse en la Galatea triunfante del fresco de Rafael (1512) en la Villa Farnesina (Dudley, “Goddess” 30-32).20 En segundo lugar, el renovado interés por la poesía popular y cancioneril, evidente en las colecciones impresas en España desde mediados de siglo, promovió una relectura de géneros como las cantigas de amigo o los villancicos, en los que la mujer afirma su deseo, y la serranilla, donde lo hace en un contexto pastoril (Gerhardt 40-42). Y en tercer lugar, las bucólicas sagradas de Arias Montano y fray Luis, culminando con el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, forjan una voz femenina que desea y se duele en la tradición de la voz de la Sulamita en el Cantar de los Cantares, aquella otra popular y cancioneril, y las voces de Camila en la égloga II de Garcilaso, y las pastoras en La Diana y las églogas sueltas en los Cancioneros de Montemayor (Núñez Rivera, “De égloga” 236).                                                              19 “Traviesa, Galatea me ha tirado, / perdida por ser vista, una manzana, / y luego entre los sauces se ha lanzado” (traducción de fray Luis 88-90). 20 Dudley sugiere que en la línea de Herrera y del prólogo a La Galatea, Cervantes realiza aquí una translatio Galateae, un acto de “cultural plundering” en la rivalidad política y cultural entre España e Italia (“Goddess” 28). 95 La sorpresa del lector de La Galatea será mayor cuando compruebe que en el soneto que canta Galatea, lo que se afirma no es la autonomía de la mujer para desear sino que, por el contrario, se rechaza el amor y se desmontan las dos últimas octavas de la serie con la que Elicio inició la obra (El Saffar, Beyond 26): Afuera el fuego, el lazo, el hielo y flecha de Amor, que abrasa, aprieta, enfría y hiere; que tal llama mi alma no la quiere, ni queda de tal ñudo satisfecha. (207, vv. 1-4; cf. 166, vv. 17-32) El adverbio inicial define un espacio para la persona poética, un espacio despojado de los elementos con los que se teje el circuito del deseo erótico masculino. Galatea, sin embargo, no rechaza todo deseo, pues menciona que su alma no “queda […] satisfecha”, insinuando que sí quiere algún tipo de satisfacción. En lo que resta del soneto no revela cuál es su deseo. Averiguarlo se convertirá, a su vez, en uno de los mayores deseos de los pastores al nivel intradiegético y de nosotros los lectores al nivel extradiegético. En los tercetos, Galatea anuncia con verbos en futuro el triunfo de su “casto intento” (v. 9), su “fuerza y arte” (v. 10), su “ardiente celo” (v. 11) y su “pensamiento” sobre el Amor. Estos sintagmas normalmente eran empleados en el lenguaje petrarquista por enamorados del tipo de Elicio. Como ya adelantaba el adverbio “Afuera”, la empresa de la voz de Galatea consiste en la construcción de un espacio alternativo al masculino de Elicio y Erastro, un espacio que invierta sus valores eróticos en favor de la libertad, de lo ab- soluto. Nótense los verbos de separación en el primer terceto como “enfriará” (v. 9), “romperé” (v. 10) y “deshará” (v. 11). Galatea, celosa de su honor y su buen nombre, sabe que la satisfacción del deseo masculino comporta el dolor de la mujer, como quedaba de manifiesto en el desfloramiento de la pastora en Dafnis y Cloe (s. II) de Longo (Alpers 333). 96 Cuando el narrador retoma su relato al término del soneto, exalta “el suave canto y dulce armonía de Galatea” sobre “la cítara de Orfeo, lira de Apolo y música de Anfión” (208). Orfeo ablandó los infiernos, Apolo erigió los muros de Troya y Anfión, los de Tebas. En otras palabras, la voz de Galatea tiene el poder de mover los afectos y hacer una contribución a la vida política tanto o más que aquellos ilustres varones. Se trata de dos operaciones interdependientes en la teoría literaria de la época (Riley 81-88). Cuando se encuentra con Florisa, “su amiga verdadera y con quien […] sus afectos comunicaba” (208), queda establecida una nueva comunidad pastoril en La Galatea, una comunidad en la que participa una voz órfica y en la que quizá la amistad sea más franca, pues no hay rivalidades amorosas que la estorben. La acción que emprenden las pastoras una vez sus ovejas se ponen a pacer tiene resonancias poéticas que confirman los buenos augurios: “determinaron de lavarse los hermosos rostros, pues no era menester para acrecentarles hermosura el vano y enfadoso artificio” de las damas cortesanas (209). Dado que la comunidad pastoril que fundan Galatea y Florisa remeda y mejora la masculina de Elicio y Erastro, una interrupción pondrá a prueba su capacidad de ofrecer consuelo y soluciones a los problemas propios del negocio, a semejanza de lo que sucedió en el caso de Lisandro. Aquí se trata de la pastora Teolinda, quien “al improviso” (209) interrumpe el ocio de las dos amigas. Teolinda anda “tan embebida y transportada en sus pensamientos” que ni repara en ellas; y “daba unos sospiros tan dolorosos que de lo más íntimo de sus entrañas parecían arrancados”, suspiros acompañados por el torcimiento de las manos y “algunas lágrimas” (210). Esta imagen de extremo sufrimiento melancólico que presenta Teolinda se atiene a los parámetros compositivos de la pintura manierista, al igual que la imagen de Lisandro que avistaran Elicio y Erastro 97 (Issacharoff 330-31). Los eventos también seguirán la pauta marcada páginas atrás. Las dos amigas se esconden; Teolinda primero profiere un soliloquio en prosa y luego canta la glosa a una copla tradicional; las dos amigas salen “obligadas a procurar[le] el consuelo” del que sean capaces (213); y Teolinda cuenta su historia. Como la de Lisandro, se trata de una historia con ingredientes políticos. Teolinda habla de “las dehesas concejiles” de su aldea “en las riberas del famoso Henares” (214), donde en vez de la igualdad aurisecular entre los pastores, preside un “mayoral” o “rabadán” (216). Eventualmente, como en el caso de Galatea y de Lisandro, su desgracia se deberá a las injerencias familiares. En principio, la comunidad femenina estaría mejor preparada para consolar melancolías como la de Teolinda, que acuden al espacio pastoril en busca de resolución. Pero el hecho es que si bien Teolinda queda “algo consolada” (249) por las razones de Galatea y Florisa, a la mañana siguiente vuelve a mostrarse “tan triste y pensativa que era maravilla” (250). Bien sea por la tenacidad de la melancolía, bien por la opresión del paradigma erótico masculino, las dos amigas, al igual que los dos amigos, no consiguen proporcionar el consuelo o el remedio definitivo. Las diferencias entre la comunidad pastoril femenina, en la que las mujeres escuchan las historias de otras mujeres, y la comunidad pastoril masculina, en la que los pastores escuchan las historias de otros hombres, no alcanzan este aspecto fundamental. 4. Tirsi, el héroe de la poesía. La alternativa femenina no supera el obstáculo que frustró a la comunidad pastoril masculina de Elicio y Erastro. Seguramente por eso llegan en este punto del relato Tirsi y 98 Damón, dos pastores que sí portan la promesa del consuelo y la solución. Teolinda les cuenta a sus amigas que no se trata de dos pastores comunes, sino de “dos nombrados y famosos”, reputados por su “discreción, ciencia y loables ejercicios” (251). Confirma el narrador que muestran “gallarda dispusición y extremado brío” y están “tan bien vestidos, aunque pastorilmente, que más parecían en su talle y apostura bizarros cortesanos que serranos ganaderos” (252). En pocas páginas el lector constatará su importancia en la macrosintaxis del relato, ya que por acompañarlos Elicio y Erastro asistirán a las bodas de Daranio y Silveria en el libro III. El canto amebeo que a continuación entonan Tirsi y Damón subraya su diferencia respecto al resto de pastores. Damón inicia los tercetos encadenados preguntando a Tirsi “cómo en son” (253, v. 4) no se duele ahora que su “solitario cuerpo” (v. 1) esté alejado “de aquella luz con quien el alma dejas” (v. 3). Si los vocablos recuerdan la línea neoplatónica ya bosquejada por Elicio, en su respuesta Tirsi alza el vuelo filosófico con conceptos que remiten a la más sofisticada filografía de Ficino, Bembo o León Hebreo, sazonada con el tópico horaciano de los amigos como las mitades de una misma alma (cf. vv. 7-8 y Horacio, Odas, I, III, 8). Dice Tirsi: “Y aunque muestro que veo, oigo y siento, / fantasma soy por el amor formada, / que con sola esperanza me sustento” (vv. 13-15). Frente al desconsuelo de Damón (254, v. 30), Tirsi reconoce la naturaleza fantasmática del amor, por lo que se pone a salvo de la pena (vv. 43-45). De tal modo, le ofrece al desfalleciente Damón (255-56, vv. 70-84) el mejor consuelo: que el “ingenio tan vivo y levantado” (256, v. 87) tiemple “el duelo, / considerando bien que no contino / nos quema el sol ni nos enfría el hielo” (vv. 88-90). Se trata del mismo consuelo estoico que Elicio le 99 brindó a Lisandro. Como en aquel caso, sobre Damón los consejos caen “en vano” (257, v. 106), lo cual no los desmiente, sino que demuestra la firmeza del amor de Damón. La verdad de los consejos está garantizada por ser Tirsi quien los ofrece. En efecto, Tirsi viene precedido por su fama. Cuando Damón se lo presenta a Elicio, éste se declara su “verdadero amigo”, pues desde hace tiempo admira sus “escritos” (261). Para sellar la nueva amistad, los tres entablan una conversación en la que Elicio y Damón se apresuran a entablar la típica disputa pastoril de quién sufre más por amor. Tirsi tercia con un elogio de la discreción de Galatea, ese “no querer perderse” (256). Le afea a Elicio que la increpe, a lo cual éste replica que aunque se admire de lo “alto” en que tiene el amor a Tirsi “pues con tan sosegado espíritu hablas de sus efectos”, no deja de acordarse de sus versos que decían “¡Ay, de cuán ricas esperanzas vengo / al deseo más pobre y escogido…!” (262-63). A Elicio le basta con citar los dos primeros versos, ya que sus interlocutores conocen bien este soneto. El primer cuarteto continúa: “que jamás encerró pecho herido / de llaga tan mortal como yo tengo!” (3-4 [Figueroa 214]). La persona poética añade que si Fili no se compadece “del fiero dolor” (7), emulará a Anaxárete (12-14). Poco hay aquí que suene a sabiduría neoplatónica o estoica. Antes que Tirsi se explique, Erastro sale al paso del reclamo. Arguye que “no se puede reducir a continuado término la condición de los enamorados corazones, los cuales, como se gobiernan por voluntad ajena, a mil contrarios accidentes están sujetos” (263). Para ilustrarlo, cita primero un soneto de Tirsi, “La amarillez y la flaqueza mía” donde, según Erastro, “mostrabas el afligido estado que entonces poseías” (263). Se queda corto el cabrero: en este soneto, la persona poética presenta los signos de la melancolía erótica (véase 1-8 [Figueroa 156]). Como corresponde a un melancólico, apostrofa: “¡oh dolor 100 dulce!, ¡oh dulce muerte!” (14). La expresión “la voz ronca y fría” (4) de este soneto imita los versos referidos a la voz postrera de Orfeo (López Suárez 397), aquella voz que acabó fracasando, emitida por una cabeza amputada: “Eurydicem vox ipsa et frigida lingua / a miseram Eurydicem, animam fugiente vocabat” (Virgilio, Geórgicas, IV, 525- 26).21 En contraste con esta voz vencida, desprovista de la serenidad aprendida de la filosofía, Erastro cita la canción “Sale el aurora, y de su fértil manto…”. En su opinión, por ella “claro se conoce la diferencia que hay de tiempos a tiempos” (264). Erastro, otra vez, peca de lacónico. La canción incluye un episodio celebrado en que la dulce pastorcilla “con amoroso fuego, / blandamente me toca / y bebe las palabras de mi boca” (54-56 [Figueroa 125-26]). Erastro se muestra más sensible y culto que Elicio en cuanto a teoría de la lírica. En L’arte poetica (1564) toscana de Antonio Sebastiano Minturno, el vocero del autor explicaba que el poeta lírico, al contrario de lo que sostenía un teórico anterior como Gian Giorgio Trissino, imitaba de modo mixto, no sólo de modo narrativo o exegemático. En otras palabras, para Minturno el poeta lírico no sólo habla con su propia “persona”, sino que también introduce otras, como hacían los poetas dramáticos (2:510 [diál. III, p. 175]). Implícitamente, con su precisión sobre cuál de los tres que distinguía Platón (República III, 392d-94c) era el modo de imitación de la lírica, Minturno plantea que la primera persona en poesía es a fin de cuentas una “persona”, una máscara en la misma medida que podría serlo el personaje de un drama. En la teoría poética renacentista, este planteamiento afianzó, como observa Gustavo Guerrero, la noción de lírica como una ficción (177-78). Pocos años después del tratado de Minturno, Ludovico Castelvetro en la                                                              21 “La voz mesma / Y aquella elada lengua ivan llamando / A ti, ó triste Eurydice, quando el alma / Ya fría se acogió al triste infierno” (traducción de Juan de Guzmán, impresa en 1586, 175). 101 Poetica d’Aristotele volgarizzata e sposta (1570) seguía hablando de las amadas de la poesía elegíaca latina como personajes históricos (1:260-63 [III, VII]). Pero ya a finales de siglo, Pomponio Torelli afirmaba en el Trattato della poesia lirica (1594) que el poeta lírico imita siempre, aun cuando habla “in propia persona” (268-69 [lec. III]); y que siempre dice “le cose secondo non che sono veramente accadute, ma secondo che accascar dovrebbono, e [dice] in somma quello che è in sé possibile secondo il verisimile o necessario” (305 [VI]).22 En otras palabras, a la luz de una teoría de la lírica como la de Minturno, comprendemos que Tirsi ha manejado distintas persone, y que lo ha hecho con la debida verosimilitud. Erastro, en sintonía con la teoría lírica de Minturno y la realidad de la poesía italianista de su tiempo, nos insta a no tomar la disparidad en las personas poéticas de Tirsi como prueba de falsedad. Al contrario, las tres composiciones citadas acreditarían su atento cuidado a la verosimilitud. Sobre todo, activan un mecanismo que consolida la autoridad de Tirsi de aquí en adelante. Pues desde el momento en que apareció en La Galatea, el narrador y los personajes nos proporcionaron datos sobre Tirsi que nos invitaban a relacionarlo con un personaje histórico, en consonancia con la referencia a los “disfrazados pastores” (158) en el prólogo. Los primeros versos de las composiciones mencionadas son idénticos a los de tres poemas del “divino Figueroa”, como se lo llamaba en el Arte poética de Sánchez de Lima (22 [I]).23 Francisco de Figueroa era uno de los poetas líricos españoles más celebrados en las décadas de 1570 y 1580, exponente                                                              22 “[Dice] las cosas no según han acaecido verdaderamente, sino según deberían suceder, y [dice] en suma lo que es en sí posible según lo verosímil o necesario” (traducción de Cesc Esteve, cit. en Esteve 90). 23 Los tres constan en las Obras (1625) impresas de Figueroa y atribuidos a él en varios manuscritos de época. Para ediciones con relación de testimonios, véase “¡Ah de cuán ricas esperanzas vengo” en Maurer 266-67 y Figueroa 214 (véase López Suárez 466); “La amarillez y flaqueza mía” en Maurer 261-62 y Figueroa 156 (véase López Suárez 396-97); y “Sale el Aurora, y de su fértil manto” en Maurer 299-305 y Figueroa 124-26 (véase López Suárez 350-56). 102 del italianismo más manierista y neoplatónico. Nacido en Alcalá de Henares hacia 1530 y egresado de la Universidad Complutense, se formó como poeta y cortesano en Siena. Tras el ocio poético de juventud, se dedicó al negocio diplomático al servicio de Felipe II. Al igual que Garcilaso o Hurtado de Mendoza, su dedicación a la poesía hurtó ocios al negocio cortesano. Figueroa jamás se preocupó de configurar su corpus poético como una secuencia lírica, al igual que el Canzoniere de Petrarca, ni aplicarle una “voluntad editora” o una “acción correctora” (López Suárez 67). Frente a otras posibles identificaciones de personajes de La Galatea con personas reales, en ningún caso existen indicios tan concretos como en el de Tirsi (Stagg, “A Matter” 258). Como Figueroa, Tirsi procede de Alcalá de Henares y cursó estudios en la Universidad Complutense.24 “Tirsi” fue una senhal frecuente para la persona poética de Figueroa en sus versos pastoriles. También hay indicios, si bien más tenues, para relacionar a Damón con el poeta Pedro Laynez (López Estrada y López García-Berdoy 251n36). La asociación entre éste y Figueroa está bien documentada (Á. Alonso, “Laynez” 551).25 Laynez también era amigo de Cervantes y frecuentaba los mismos círculos literarios en Madrid hacia 1580 (Trabado Cabado 91-92). En Alcalá, a las afueras de la corte, Figueroa residió a partir de 1579 “tan admirado de toda la villa, i                                                              24 Recuérdese en la dedicatoria a Ascanio Colonna la ponderación de las letras formadas en “las mejores Universidades” de España (151). La formación complutense de Figueroa sería todavía motivo de elogio en el “Breve discurso” de Luis Tribaldos de Toledo a su edición lisboeta de las Obras de Francisco de Figueroa, Laureado Pindaro Hespañol (en Maurer 418). 25 De hecho Laynez y Figueroa se disputan la atribución de varias composiciones: “Montano che nel sacro e chiaro monte” (véase Maurer 135-36), “Limpio marfil en ébano entallado” (144-46), “Tirsi, pastor del más famoso río” (146-150) —¡nada más y nada menos!—, y “Cerca del muro que regó primero” (150-54). Así como Tirsi y Damón disfrutan de una deferencia especial por parte de los pastores de La Galatea, Calíope reserva el final de su canto para un elogio conjunto de Laynez y Figueroa (588-89, vv. 857-88). 103 universidad”, aunque según la leyenda “ya no trataba de Poesia” (Tribaldos en Maurer 422-23).26 Con todo, Tirsi no es Figueroa porque es un personaje de ficción. Tirsi, más bien, se parece a Figueroa: es un pastor-poeta que actualiza y defiende en su canto y en su comportamiento el ideal poético italianista (Colón Calderón, “Poesía” 84) y filosófico neoplatónico (Prieto 1:243) encarnado por Figueroa. La comunidad de senhal, patria, alma mater y versos entre Tirsi y Figueroa le confiere verosimilitud al personaje ficticio, pero sobre todo pone de manifiesto que incluso “en tiempo que, en general, la poesía anda tan desfavorecida”, proyectos líricos y éticos como el de Figueroa hallan resonancia y continuación (Prieto 1:244). Silvio lamentaba en el Arte poética de Sánchez de Lima el éxito editorial de los libros de caballerías, pues tal éxito significaba que la literatura había dejado de ser un noble ocio y se tornaba una profesión (28-29 [diál. I]). Otro desencadenante del gran cambio literario de finales del siglo XVI fue la proliferación de compañías de teatro. La combinación de ambos factores contribuyó a que, por un lado, algunos tuviesen a la literatura como un problema moral y social (Riley 115); y por otro, a desplazar a poetas como Figueroa o Laynez (Maurer 119), cortesanos de la sprezzatura y no “letrados” de oficio (sobre cada caso, véase Prieto 208 y 255, respectivamente). En sonetos de Figueroa como “Musas, que en Helicón monte sagrado” y “¿Hay quien quiera comprar nueve doncellas…?”, la persona poética se duele de este cambio (Ruiz Pérez, La rúbrica 92), que dejaría a las Musas a merced de “cualquier bajo ingenio” (11). Que el Cervantes histórico formara parte del cambio al dar La Galatea a la imprenta y ofrecer tragedias y comedias a las tablas no quitó para que reconociese qué se estaba perdiendo y                                                              26 En opinión de varios críticos, al comienzo de su carrera literaria, en lo que concierne a la poesía Cervantes se muestra como un discípulo de Figueroa (Forcione 1012n2; López Suárez 38n62; y Trabado Cabado 92-93). 104 cómo afectaba esa pérdida el frágil estatuto de la poesía dentro de la república. Tampoco quitó para que aspirase a continuar, siquiera a su manera, por la senda poética de alguien como Figueroa. La centralidad del personaje de Tirsi dentro de un libro de pastores que aspira a defender la poesía queda refrendada en el libro IV, en el que se sacan a plaza dos de los principales problemas para la república por los que tienen que responder el amor y la poesía. Tirsi enuncia su filosofía neoplatónica del amor y de la poesía en una disputa en torno al amor con el desamorado Lenio, disputa de tal importancia que concurren a escucharla ambas compañías, la de pastores y la de pastoras, varios caballeros y damas cortesanas, y el venerable Aurelio, padre de Galatea. Los dos episodios que rodean al público debate son la historia de Rosaura y el pequeño debate entre el caballero Darinto y los pastores sobre el contraste entre corte y aldea. La historia de Rosaura y el discurso de Darinto abordan temas distintos, pero ambos muestran la tensión de la vida pastoril con la vida citadina, de la que se diferencia pero a cuya injerencia no puede escapar. La historia que Rosaura le cuenta a la compañía de pastoras exhibe las inversiones y transgresiones que impone el amor. Sucede que a diferencia de sus narratarias, Rosaura proviene del estamento señorial, y su presencia en el ámbito pastoril se debe a que ha emprendido la demanda de su amado, para lo que, en un gesto cortesano (Cull, “Cervantes” 73-74), asume el disfraz de pastora rebozada. Ya antes de la separación que la ha instigado a transgredir las normas de género, Rosaura había invertido la usanza al requebrar a su amado (385-86). El caballero Darinto, por su parte, realiza un menosprecio del “cortesano y soberbio trato” y alabanza del “pastoral y humilde” (405). Elicio y sus amigos reconocen que “hay en la rústica vida nuestra tantos 105 resbaladeros y trabajos como se encierran en la cortesana vuestra” (406). La conclusión de Darinto, informada por Job (VII, 1) y Séneca (Ad Lucilium XCVI, 5), confirma melancólicamente la fragilidad del ámbito pastoril: aunque “en la [vida] pastoral hay menos que en la ciudadana por estar más libre de ocasiones que alteren y desasosieguen el espíritu”, aun así “es una guerra nuestra vida sobre la tierra” (406). El vituperio de Lenio, en sintonía con los episodios que lo flanquean, incide en la irrupción de la historia y la política en el ámbito pastoril. Para el “desamorado” Lenio, gracias al amor que tanto practican los pastores se produce la “asolación de ciudades, ruina de estados, destruición de imperios y muertes de amigos” (419). A juzgar por relatos como el de Lisandro, Silerio o Rosaura, la voz de Lenio “representa auténticamente la experiencia amatoria del mundo arcádico de Cervantes, aunque no necesariamente sus premisas filosóficas”, en palabras de Alban Forcione (1020). Tras exponer sus “razones”, cimentadas en la lógica aristotélica y la teoría de las pasiones, Lenio ofrece algunos “ejemplos” probatorios. En el último, acusa al amor de perjudicar gravemente la república española: “este, en fin, entregó nuestras Españas a la bárbara furia agarena” (430). Se refiere a la violación de la Cava por parte del rey Rodrigo, la cual movió a don Julián, padre de ella, a permitir el paso a las huestes invasoras de los musulmanes. En defensa y alabanza del amor, Tirsi comienza por atacar la raíz del argumento de Lenio, “porque amor y deseo son dos cosas diferentes” (435), y continúa con las distinciones de tipos de amor formuladas por Ficino, Bembo o León Hebreo. Trisi niega la relación causal entre el amor y los males privados y públicos arguyendo que el amor, como tantas otras cosas, no es malo en sí, sino según se lo use. Para ilustrarlo, aduce 106 ejemplos de toda clase, sacados de la filosofía moral, la filosofía natural y la medicina. Entre ellos, la poesía ocupa el segundo lugar: “abrásense las obras de los heroicos poetas, porque con sátiras y versos los vicios reprehenden y vituperan” (441). En cuarto lugar va “la elocuencia, porque algunas veces ha sido tan arrogante que ha puesto en duda la verdad conocida” (441). Estas afirmaciones contienen una defensa de la poesía y de la palabra poética. En la tradición horaciana, Tirsi atribuye a los poetas la reprehensión y vituperio de los vicios. En cuanto a la elocuencia, rasgo típico de los poetas según la retórica, Tirsi le atribuye el poder de poner “en duda la verdad conocida”. El argumento de Tirsi sobre los malos usos, dentro del cual poesía y elocuencia son defendidas, rebate la línea de argumentación principal de Lenio y absuelve a la comunidad pastoril de una grave sospecha. La poesía de los pastores de La Galatea es siempre poesía de amor, ora para experimentarlo, ora para rechazarlo, ora para persuadir al ser amado, ora para lamentar sus efectos (Gaylord, “The Language” 254). El discurso de Lenio contra el amor, por tanto, cuestiona la poesía dentro de la cual se vive y se contempla el amor. Y si además se acusa al amor de agredir a la comunidad política española, ¿no quedan entonces bajo sospecha la poesía y la elocuencia en España? Ante el pleno de pastores y pastoras, damas y caballeros, Lenio los ha acusado de hacerle daño a la república cristiana mediante su sociabilidad, ya que se da en torno al amor. En otras palabras, Elicio y Erastro serían malos súbditos porque se ocupan de amar a Galatea. Tirsi gana el debate contra Lenio gracias a sus discretas razones, pero sobre todo por ser quien es. “Todos” los concurrentes alaban a Tirsi porque reconocen que, frente a los ataques de Lenio, él ha asumido la causa de la comunidad que conforman. La filosofía neoplatónica defendida por Tirsi corresponde a la que informa la concepción del amor 107 que Elicio imparte a Erastro (340-41 [III]), y con base en la cual han fundado una buena amistad; y esta amistad, como ya expuse, ha permitido la existencia del relato en sí. Con sus magníficos poemas, idénticos a los del divino Figueroa, su sabiduría neoplatónica, su eminencia reconocida por pastores y pastoras, e incluso las resonancias teocríteas (cf. idilio I) y tassianas de su nombre, Tirsi merece, aunque poeta lírico, el apellido de “heroico”. Como el Tirsi del Aminta (1573) de Tasso, el poeta europeo más importante de aquellos años, el Tirsi de La Galatea representa al poeta ejemplar, el que será capaz de conducir a la poesía a esas “empresas más altas y de mayor importancia” de las que hablaba el autor en el prólogo (156).27 En esto coincide con Herrera, que en las Anotaciones había afirmado que el osado poeta merece el apelativo de héroe, y que la poesía en España puede contribuir a “navegar el anchíssimo océano i descubrir los tesoros” igual que los navegantes y soldados (Anotaciones 842). Tirsi emprende lo que Gaylord denomina “the epic of writing” herreriana (“Cervantes’ Portraits” 75). Tirsi, en fin, le confiere credibilidad al proyecto pastoril, ético y poético que Elicio, Galatea y amigos están forjando. Su teorización sobre distintos tipos de amor explica desvíos como los de Lisandro, a la vez que ofrece un remedio contra ellos (Johnston 39).                                                              27 Frente a la tendencia de Aminta a desesperar, el Tirsi del Aminta siempre le recomienda “non disperar” (I, II, 363; “no desesperes”), y lo anima a que según manda “la fedele amicizia ed il commune / studio de le Muse […] a [lui] scuopra / ciò ch’a gli altri si cela” (378-80; “Y mi fiel amistad pienso merece, / con el común estudio de las Musas, / que me descubras lo que a todos celas” [traducción de Jáuregui I, II, 406- 08]). Pero Tirsi en el Aminta no se queda en amigo docto y pastoril por excelencia. Según le cuenta a Aminta, accedió al “felice albergo” (611; “albergue feliz”) de la poesía, un lugar donde “sentii me far di me stesso maggiore, / pien di nova virtù, pieno di nova / deitade, e cantai guerre ed eroi, / sdegnando pastoral ruvido carme” (634-37; “sentí que me estaba haciendo mayor, lleno de nueva virtud, lleno de nueva inspiración, y canté guerras y héroes, desdeñando el rústico canto pastoril”). Su zampoña ya no es “umil come soleva: / ma di voce più altera e più sonora, / emula de le trombre, empie le selve” (641-43; “humilde como solía, sino que con voz más distinta y sonora, émula de las trompas, llena la selva”). No niego que se trace aquí la rota Vergilii y el modelo de carrera literaria virgiliana; al fin y al cabo, Tasso concluyó la Gerusalemme liberata en 1575. Pero a propósito de la defensa de la poesía que asume La Galatea, y dada la vaguedad del sintagma “empresas”, la promesa contenida en el nombre de Tirsi vale ya dentro del libro de pastores, sin tener que aguardar a una épica futura. 108 5. Saturno en el siglo del oro y el poder órfico de los celos: El drama de la poesía en las bodas de Daranio y Silveria. Más que a las historias de Lisandro, Rosaura o a la invectiva de Lenio, sin embargo, Tirsi sirve como contrapeso a los eventos del libro III, a la luz de los cuales la posición de la poesía dentro de La Galatea queda seriamente comprometida. En materia de teoría poética, éste representa el auténtico centro de la obra ya que trata por extenso de la sinceridad, supuestamente propia del ámbito pastoril, y los riesgos del poder poético. Lo hace a través del relato de las bodas de Daranio y Silveria. A ellas acuden los personajes de la mitad anterior de La Galatea, en ella aparecen los personajes y de ella surgirán los conflictos que marcan la mitad posterior. Mireno, el pastor que sirve de emblema del estado melancólico de la poesía en el libro III, entra a la obra casi por accidente. Al igual que ocurre con el libro IV, la parte inicial del III está ocupada por un relato secundario, comenzado al final del libro II. Lo narra Silerio, y trata de cómo la “verdadera amistad” a veces impone el sacrificio de los propios deseos en aras de los de los amigos (308). Queda interrumpido cuando Silerio y sus oyentes advierten a lo lejos “la voz de un lastimado pastor que entre unos árboles cantando estaba” (319). Ante el interés de Silerio por escucharla, Elicio le cuenta que se trata de su amigo Mireno, el damnificado de las bodas. Erastro explica que a él estaba prometida la novia antes que pudiesen “más con los padres de Silveria las riquezas de Daranio que las habilidades de Mireno” (319). Ocultos, los cuatro amigos y Silerio escuchan a Mireno, que “con la rabia y dolor” entona una canción sentado “al pie de un árbol” (320). Mireno es consciente de la vanidad con que sus “lamentos” ofenden el aire (320, vv. 14-15), y que a su amor no le resta posibilidad alguna. Dedica las cuatro primeras 109 estancias de su canción a contemplar el espectáculo de su propia muerte por amor (esp. 320-21, vv. 27-52). En la estancia quinta, empero, prorrumpe en un apóstrofe a su “sol” (321, v. 54), y haciendo gala de la capacidad de los melancólicos para imaginar el objeto de su pena, describe: primero que tu blanco, hermoso cuello esté de ajenos brazos rodeado, primero que el dorado —oro es mejor decir— de tu cabello a Daranio enriquezca con fenecer mi vida el mal fenezca. (vv. 60-65) Al corregir la metáfora petrarquista del cabello dorado, Mireno apunta al estado de cosas responsable de su desgracia. El “oro” de Silveria enriquecerá a su esposo no sólo en el sentido figurado, sino también en el literal. Si Erastro le había echado la culpa a los padres por el casamiento, Mireno inculpa a su amada, identificándola con el oro del que es “amiga” (323, v. 121), por lo que el “sol” antes apostrofado ahora “es el oro, cuyos rayos ciegan” (323, v. 105). Si atendemos a lo que insinúa Mireno, el sol nutricio de las bodas de Daranio y Silveria es el oro. Enfrentado al desdén de su amada, el Sátiro del Aminta, con voz polifémica y coridónica, denunciaba que “veramente il secol d’oro è questo, / poiché sol vince l’oro e regna l’oro” (II, I, 780-81).28 Concluía el Sátiro, antes de resolverse a violar a Silvia, que no quedaba más que “Amor venale” (791).29 La disconformidad de Mireno seguirá otro cauce menos violento: centrífugo en vez de centrípeto. A la mañana siguiente, la del desposorio,                                                              28 “Sin duda alguna el siglo de oro es éste, / pues sólo vence el oro y reina el oro” (traducción de Jáuregui II, I, 728-29). 29 “Amor vendible” (traducción de Jáuregui II, I, 740). 110 Sólo el triste y desdichado Mireno era aquel a quien todas estas alegrías causaban suma tristeza, el cual, habiéndose salido de la aldea por no ver hacer sacrificio de su gloria, se subió en una costezuela que junto al aldea allí estaba; y allí, sentándose al pie de un antiguo fresno, puesta la mano en la mejilla y la caperuza encajada hasta los ojos, que en suelo tenía clavados, comenzó a imaginar el desdichado punto en que se hallaba, y cuán, sin poderlo estorbar, ante sus ojos había de ver coger el fruto de sus deseos. Y esta consideración le tenía de suerte que lloraba tan tierna y amargamente que ninguno en tal trance le viera, que con lágrimas no le acompañara. (329) La sucesión de melancólicos que hemos observado en La Galatea culmina aquí con lo que Javier García Gibert califica de “una completa y cuidada recreación […] de la postura tradicional del melancólico” (84). Triste y menguado (destituido de su dicha, “des-dichado”), Mireno busca la soledad física, la cual representa su soledad social, enfatizada con el adverbio “Sólo” como incipit del pasaje. Confinado a su mundo interior en el que los valores están invertidos (las “alegrías” le causan tristeza), asume entonces la gestualidad icónica de la melancolía. Se sienta al pie de un árbol seco (“un antiguo fresno”), presumiblemente sobre una piedra; apoya la mejilla sobre una mano; y con una caperuza calada que le ensombrece el rostro, fija la mirada en la tierra.30 Mireno, como corresponde a un pastor de notables “habilidades” según Erastro, se entrega a imaginar el objeto de su pena, y lo hace tan vívidamente que rompe a llorar, y tanto “que ninguno en tal trance le viera, que con lágrimas no le acompañara”. Dos elementos de la gestualidad de Mireno provienen del archivo iconográfico de Saturno: “la costezuela” y “la caperuza encajada”. La elevación conviene a Saturno, el antiguo dios y señor del séptimo y último cielo; la caperuza a su carácter sombrío, a su                                                              30 La Iconologia (1593) de Cesare Ripa presenta cada uno de estos gestos como típicos ora de la melancolía, ora de la acedia. Así, para la mejilla apoyada sobre la mano, véase Ripa 2:25 (s.v. “Malinconia”); para la caperuza calada, 1:32 (s.v. “Accidia”); y para la mirada fija en la tierra, 2:25 (s.v. “Malinconia”, figura). Para otros modelos iconográficos de estos tres gestos, véase Klibansky, Panofsky y Saxl 450-54. 111 arcano misterio, a su exilio infame.31 Cual Saturno redivivo, Mireno preside sobre la aldea y considera su desdicha. El siglo de oro bajo el reinado de Saturno se trueca en siglo del oro bajo la mirada abatida del nuevo Saturno. No en vano, ya decía el poeta a propósito de la edad de Saturno en la Eneida “deterior donec paulatim ac decolor aetas / et belli rabies et amor successit habendi” (VIII, 326-27).32 El “amor […] habendi”, el amor de tener, va a arrebatarle su dicha, y la virgen Astrea dejará su mundo (cf. Ovidio, Metamorfosis I, 149-50). Cervantes le da la razón a Herrera: verdaderamente en su pastoral “las costumbres representan el siglo dorado” (Herrera, Anotaciones 690). Depende de cómo se entienda “dorado”. En cuanto nuestros cuatro pastores reparan en Mireno desde la ventana de su alojamiento, “conocieron bien el dolor que padecía, y, movidos a compasión, determinaron todos de ir a consolarle” (330). El gesto de Mireno consigue lo que su canción no pudo. La noche anterior los ocultos oyentes se compadecieron de su dolor pero no intentaron consolarlo, quizá por saber que ante el oro, “las habilidades” nada valen, y que ni siquiera él “espera [término] ninguno en su contento” (319). Pero el gesto melancólico, visible en lo alto, presenta un espectáculo tan conmovedor y tan antisocial que esta vez Mireno sí obliga a la compañía a que acuda a consolarlo. Cuando Elicio llega a la costezuela, halla a Mireno mascando palabras de locura. Dos cosas preocupan a Mireno: la sinceridad y el poder de significar que tiene la palabra poética. Son los dos problemas que habrán de dominar la discusión teórica en que                                                              31 Una década después de publicada La Galatea, el artista neerlandés Jacob de Gheyn II realizó, entre 1595 y 1597 (Clair, Mélancolie 146), una serie de cuatro grabados sobre las complexiones. La dedicada al “tipus melancholicus” presenta a Saturno. 32 “Hasta que en fin el tiempo fue trayendo / Otra edad menos justa y virtuosa: / Fue la avaricia y la ambicion creciendo / Y de Marte la rabia perniciosa” (traducción de Hernández de Velasco 2:26-27). 112 consiste este libro III. En su canción cuando se creía a solas, en el “papel” (332) dirigido a Silveria que le confiará a Elicio antes de partir al exilio, y en conversación con éste delante de los otros tres pastores, Mireno afirma que o bien Silvia ha trocado su sentir, o bien “fue fingido el amor” (331). Estas acusaciones de insinceridad resultan convincentes: Silveria, en efecto, se casa con Daranio tras haber mostrado, delante de pastores como Elicio o Erastro, favor a Mireno. Tal mutabilidad se correspondería a “la extraña condición de las mujeres” en que creen Elicio y compañía, y sobre la cual intercambian “algunos discursos” (323-24). No obstante, gracias al personaje titular, en La Galatea sabemos que un objeto de deseo también es un sujeto autónomo, que tiene su propia voz y su propia perspectiva. Sin su perspectiva no se puede conocer del todo la verdad. Los mensajes de las tres intervenciones de Mireno (dos privadas y una pública) coinciden entre sí. Su gestualidad en la mañana de bodas, con su combinación de preservación de la intimidad (alejarse de la aldea, “la caperuza encajada hasta los ojos” que oscurece el rostro) y ostentación pública (el ascenso a la “costezuela” a la vista de todos) proporciona una prueba física de su profunda melancolía. Su empleo del motivo del “oro”, sumado a su actuación como Saturno, el señor de la edad de oro, le confiere peso a sus argumentos. Y su carta, en fin, no se afana en mover a Silveria a amarlo otra vez, sino que se dedica a increparla (335, vv. 73-80).33 Ya nos contó Erastro que Mireno tenía “habilidades” (319). Mas no debemos sucumbir a estas habilidades retóricas y dramáticas: en tanto que Silveria no hable para defenderse, no podemos darle la razón a Mireno, por sincero que nos parezca.                                                              33 En La Galatea, como ha observado Trabado Cabado, las epístolas en metros italianos tienen una intención suasoria, mientras que las epístolas en metros castellanos, una intención recriminatoria (465). El lenguaje poético italianista se encarga de una tarea honrosa contemplada por el arte retórica, mientras que el lenguaje poético tradicional retiene el aire pendenciero de los denuestos medievales. 113 He ahí el envés del problema que la cuestión de la sinceridad supone para la poesía. Por sincero que sea un pastor-poeta en su sentimiento y por hábil que maneje la retórica de su discurso, la palabra poética no consigue significar por completo. No significa lo suficiente, al menos, para que yo crea que Mireno tiene razón. Mireno lo sabe. Por eso ni se plantea persuadir a Silveria y por eso actúa como el Saturno del siglo del oro. La pérdida del poder órfico de la voz se contaba entre las consecuencias de la Caída. En la Arcadia de Sannazaro, Sincero añoraba aquel tiempo prehistórico “quando il mondo non era sí colmo de vizî” (165 [X])34 en el que los árboles respondían a los cantos. Por no ir más lejos, la noche anterior la canción de Mireno conmovió a los ocultos oyentes, pero no lo suficiente como para que saliesen de inmediato a consolarlo. Cuando Elicio acabó de leer en voz alta el “papel” destinado a Silveria, la reacción de los pastores se limitó a un aséptico: “No parecieron mal” (337). La violación de la privacidad de Mireno que supone el acto de abrir un documento privado (“pues estaba abierto, importaba poco leerle” [332]), revela bastante acerca de cómo funciona la pastoral. La comunidad pastoril es la convención o congregación de una serie de pastores para compartir su intimidad. La divulgación sin dilación de la misiva privada por parte de Elicio demuestra que el deseo “de saber” (332) al otro cohesiona la comunidad pastoril, como sugirió Cesáreo Bandera (139). A la vista de esto, ¿acaso tiene cabida la privacidad en la pastoral? Elicio, Lisandro, Galatea o Mireno entonan soliloquios, pero su canto no es pastoril si no hay otro pastor oculto presente para escucharlo o un narrador para consignarlo. En este sentido, todo soliloquio en La Galatea es un monólogo. La comunidad pastoril es una comunidad afectiva, basada no en un                                                              34 “Vn tienpo quando el mundo no era ansi lleno de vicios” (traducción de López de Ayala, revisada por Garay). 114 pacto político sino en un acuerdo sentimental: compartirse, compadecerse, consolarse. Esto no excluye un vínculo político adicional, pero éste no hace pastoril a la comunidad de pastores; la convención sentimental sí. El otro gran problema poético de La Galatea, el del poder de significar de la palabra poética, constituye el asunto del poema colocado en medio de las bodas, del libro III, y de La Galatea entera: la égloga amebea representada para autorizar “la fiesta” (344). Viene precedida por un epitalamio entonado por Lenio y “las acostumbradas ceremonias” oficiadas por “los sacerdotes” (343). El auditorio, compuesto por “toda o la más pastoría de aquellos contornos” (337) que ha acudido atraída por el esplendor costeado por Daranio, escucha en “sosegado y maravilloso silencio” (345) la égloga representada en “un tablado” (344) levantado para tal efecto. Los cantores que aparecen en este “humilde teatro” (345) son “el triste Orompo, el celoso Orfenio, el ausente Crisio y el desamado Marsilio” (337), cuatro mancebos ya famosos porque antes en dolorosa competencia muchas veces se habían juntado a encarecer cada cual la causa de su tormento, procurando cada uno mostrar como mejor podía que su dolor a cualquier otro se aventajaba, tiniendo por suma gloria ser en la pena mejorado; y tenían todos tal ingenio (o, por mejor decir, tal dolor padecían) que, como quiera que le significasen, mostraban ser el mayor que imaginar se podía. (338) La égloga amebea virgiliana consistía en un duelo de habilidad poética para manejar las verba (“palabras”, la forma literaria), mientras que en la cervantina se trata más bien de contrastar res (“cosas”, la materia; Trabado Cabado 488). El narrador mismo se corrige cuando pondera el “tal ingenio” de los cuatro poetas para significar: “o por mejor decir, tal dolor”. Quizá la rectificación se deba a una identificación del dolor con el ingenium o la natura, del mismo modo que Huarte identificaría la melancolía con el furor poeticus de la tradición platónica. Pero “ingenio” también podría leerse como la fuerza 115 intelectiva en sí. Covarrubias definiría la palabra como “fuerça natural del entendimiento, investigadora de lo que por razón y discurso se puede alcançar en todo género de ciencias, disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones y engaños” (s.v. “ingenio”). Si el narrador confunde ingenio con dolor se debe a que éste sólo se conoce por medio del poder significador de aquél. En otras palabras, no hay manera de saber el dolor a ciencia cierta, sino sólo por medio del ingenio con que se significa. Aunque la égloga amebea cervantina declare poner las res en competencia, en realidad sólo mide las verba. La tensión queda en evidencia desde el comienzo mismo de la representación. Como parte del recitado del discurso, Orompo sale a escena esmeradamente adornado con las “insignias […] de la tristeza que en él reinaba” (345). Y entonces dice: Salid de lo hondo del pecho cuitado, palabras sangrientas, con muerte mezcladas; y si los sospiros os tienen atadas, abrid y romped el siniestro costado. (346, vv. 1-4) En la pomposa copla de arte mayor, cauce de la gravedad épica del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena en el siglo XV, Orompo enuncia una voz orgánica y material, sangrienta y monstruosa. En términos de teoría poética, Orompo anuncia la salida de las res sin mediación de las verba. Antaño sus palabras, cuando la amada vivía, “notadas un tiempo y bien conocidas / fuistes por dulces, alegres, sabrosas” (vv. 13-14); hogaño el objeto del canto, en este caso el “fiero tormento”, duele tanto que resulta “incapaz […] / de irse cual es, al vivo pintando” (vv. 19-20). A Orompo le falta “el cómo y el cuándo” (v. 21) para “significar mi pena y mi mengua” (v. 22). En términos de la poética, le faltan la ars y la occasio (el momento apropiado) para regir las verba y así significar las res. Ante este problema, suple sus palabras con los accidentes de su cuerpo: “suplan mis ojos, contino 116 llorando” (v. 24). Aunque parezca una rabiosa renuncia a la retórica, un arrebato de furor poeticus, Orompo ha echado mano de una estratagema retórica: la falta e impotencia de la lengua significan en sí mismas la magnitud superior de la pena. Esta suerte de apófasis posee la virtud añadida de conformar el canto de Orompo a la meta del concurso: determinar quién padece el mayor dolor, no quién lo expresa mejor. Pero Orompo se pone en evidencia. Sus palabras salen de su garganta, ni reventándole el pecho ni entreveradas con sangre y entrañas. O sea, el dolor todavía depende de ellas para significarse. Recurre a la misma estratagema Marsilio, que interviene a continuación: si “la sentencia” pertenece a Orompo y Crisio, a él el “ingenio torpe” (355, v. 280). Crisio, a su vez, declara que “Aunque de exagerar me falta el arte, / veréis, cuando yo os muestre mi tristeza, / cómo quedan las vuestras a una parte” (vv. 290-92). El cuarto y último pastor en entrar en liza resulta distinto en todo punto. Orfenio arranca con un soneto en el que apostrofa a la “sombra escura que contino sigues / a mi confusa triste fantasía” (356, vv. 303-04). Se refiere a los celos. En efecto, son una “enfadosa tiniebla” (v. 305) generada por la fantasía del sujeto al que aquejan. Orfenio lo sabe. Admite que la “sombra escura” pretende “quitar la vida / al que te dio la tuya y te ha engendrado” (vv. 312-13). Dicho de otra manera, Orfenio se confiesa responsable de su propio mal. Por el contrario, Orompo quedó viudo, Crisio ausente y Marsilio desamado por agencia ajena. Orfenio rechaza el consuelo de “nuestra lastimada compañía” (v. 321) que Orompo, maestro de ceremonias, le ofrece pastorilmente. Arrogante, Orfenio los manda a todos a callar (vv. 347-49), y proclama que no está en la elegancia y modo de decir el fundamento 117 y principal sustancia del verdadero cuento, que en la pura verdad tiene su asiento. (358, vv. 357-61) Choca que un hombre celoso presuma de que su pena “en la pura verdad tiene su asiento”. Se comprueba en obras del propio Cervantes como las novelas El curioso impertinente y El celoso extremeño, o el entremés El viejo celoso, que la causa primera de los celos son las imaginaciones del celoso; a veces, sólo a veces, resultan veraces. Lo que Orfenio ostenta aquí es el poder de su imaginación para convencerse a sí mismo, y así convencer a sus oyentes. En la Poética, Aristóteles consideraba que el poeta que mejor podía conmover era aquel que se conmovía primero a sí mismo (XVII, 1544a). Más adelante, Orfenio admite: “Yo tengo el fruto en la mano, y el tenerle me fatiga” (362, v. 483). El remedio a su pena está a su alcance, pero alcanzarlo supondría dejar de penar, y por tanto no distinguirse de los otros tres mancebos en la serie de concursos por los que se han hecho famosos. Añade: Aborrezco lo que quiero, y por lo que vivo muero, y yo me fabrico y pinto un revuelto laberinto de do salir nunca espero. (vv. 488-92) La franqueza de Orfenio nos lanza un desafío. Orfenio admite que su imaginación fabrica y pinta el “revuelto laberinto” que lo mantiene penando. No espera salir del laberinto porque su imaginación hipertrofiada no cesará de fabricar y pintar, y porque tampoco le interesa, ya que hacerlo supondría acabar con el deseo que nutre sus celos: “Dentro de esta morada / estoy, de do salir nunca procuro, / por mi dolor fundada” (365, vv. 569-71). Hacia el final de la égloga, Orfenio sigue siendo distinto a los otros tres pastores. Orompo reconoce que la “contienda lastimera” (366, v. 593) no “desmengua nuestra 118 pena; / antes, por el tratar la llaga tanto, / a mayor sentimiento nos condena” (vv. 596-98). More boucolico, con el fin de obtener el consuelo, propone que “Cesen, pues, los agudos argumentos” (v. 602), y comedido pondera la magnitud de los males de sus amigos (vv. 608-16). Crisio, cual Títiro, propone a su vez recogerse y cantar juntos (366-67, vv. 617- 25). Marsilio y Orompo lo secundan. Ya lo había dicho Palemón al dirimir la contentio entre Menalcas y Dametas: “et vitula tu dignus et hic et quisquis amores / aut metuent dulcis et experietur amaros” (Virgilio, Bucólicas III, 109-10).35 Orfenio, por el contrario, dedica su última intervención a celebrar sus celos, y se afirma en su individualismo mediante el pronombre de primera persona de singular en los versos postreros de la égloga: “que, a ser los celos amor, / el amor yo solo fuera” (368, vv. 676-77). La égloga se ha representado en una suerte de teatro, en el marco de una celebración pública.36 Tales condiciones se corresponden con las de la poesía en el contexto de una academia literaria, forma de organización de los poetas a la que la comunidad de pastores de La Galatea se ha ido asemejando, sobre todo desde la incorporación de los famosos Tirsi y Damón en el libro II (Finello, Pastoral 53-54). Por eso no extraña que los circunstantes le remitan a Damón la potestad de juzgar “cuál de los cuatro había alegado mejor de su derecho” (369). El criterio que emplea es aquel razonamiento estoico que ya enunció Elicio en el libro I: “no cabe en razón natural que                                                              35 “Y tú mereces y este la becerra / y quien canta de amor los dulces males / y quien prueba de amor la larga guerra” (traducción de fray Luis 155-57). 36 Trabado Cabado, con su atención a los contextos comunicativos del discurso, subraya el contraste entre la égloga representada en público, con su “vocación teatral y sobre todo ficticia”, y la canción ya comentada de Mireno, que fue cantada en soledad y con propósito de sinceridad (213, 555). Pero no creo que representar en público signifique que los cuatro mancebos no sean sinceros. Hasta donde sabemos, Orompo sí se duele de la muerte de su amada, Crisio de la marcha de la suya, Marsilio del despecho de la suya, y Orfenio sí padece de celos. Resulta lógico suponer que estos males han surtido sobre ellos los efectos que denotan. A diferencia de Trabado Cabado (195-208), la teoría de la lírica en el siglo XVI sabía que la poesía siempre es ficción, y que la sinceridad no es estéticamente comprobable. 119 las cosas que están imposibilitadas de alcanzarse puedan por largo tiempo apremiar la voluntad a quererlas ni fatigar el deseo por alcanzarlas” (369); lo que llamaba Virgilio “Una salus victis” (Eneida II, 354). Así, la pena mayor es la de Orfenio: dada la anatomía de los celos que ya realizó el propio celoso, según Damón “síguese que esta enfermedad es sin remedio, y que a todas debe anteponerse” (372). Orfenio ha sido declarado el mejor poeta gracias al poder poético de su palabra, ya sugerido por su mismo nombre: el órfico. Orfenio es el Orfeo de este siglo del oro en el que se celebra las bodas de Silveria. Orfenio ha tenido la osadía de probar que el mal ethos o carácter del orador no estorba el buen logos o argumento del discurso. Lo que importa es la fuerza del deseo en sí, la habilidad poética del sujeto deseante para mantener el objeto deseado fuera de alcance y así perpetuar el deseo. O sea, de hacer de la poesía completamente melancólica. Al fundar su capacidad poética en sus melancólicos celos, Orfenio presume de que su buen ingenio se debe a la melancolía adusta proveniente de la cólera, aquélla que según la teoría de Huarte proporcionaba la mejor imaginativa para la poesía, pero también para las mañas y los daños. Se trata de la misma melancolía que dotó a Carino de astucia para fingir amistad y urdir horrores. No nos queda más que reconocer en esta cólera adusta, por perniciosa que resulte, el mejor temperamento para la poesía, el humor que fomenta un ingenium capaz de dominar la ars en tan alto grado que el sujeto obtiene lo que quiere. Que Orfenio sea el Orfeo de este “tiempo que, en general, la poesía anda tan desfavorecida” se entiende en el contexto de los cambios en la poesía española durante el último cuarto del siglo XVI. Los cuatro mancebos de la égloga parecen poetas 120 profesionales, pues ya antes habían librado la contienda ante otros públicos, hasta el punto que el narrador menciona “el deseo que Tirsi y Damón tenían de escucharles” (344). En el Arte poética de Sánchez de Lima, Silvio lamentaba que la poesía ya no era un ocio, sino una profesión (28-29 [I]) en manos de los “truhanes” que cantan ante señores y damas (30-31); “poetas rateros”, los calificaba Calidonio, que a la poesía “la pusiero[n] en la passada almoneda” (33). Resulta que en el libro precedente de La Galatea, Silerio relataba que viendo a su íntimo amigo Timbrio tan enfermo de amor por Nísida, usó del “artificio” de disfrazarse como el “truhán” Astor y así acceder a la casa de la dama para interceder por su amigo (284 [lib. II]). Aunque Silerio acabe enamorándose él también de Nísida, ella corresponderá a Timbrio movida precisamente por las canciones e intercesiones de Astor (308 [lib. III]; véase Trabado Cabado 201-05, 216-17). Orfenio y Astor, lo mismo que Mireno encaramado en la costezuela, dan indicio del tiempo poético en que apareció La Galatea. Poetas como Garcilaso, Acuña o Cetina sí habían mantenido a lo largo de sus versos la ficción de una persona poética reconocible, a la manera de Petrarca en el Canzoniere, aunque ninguno de ellos dispusiese sus versos en una secuencia lírica tan coherente. En los años en que aparece La Galatea, por el contrario, el joven Góngora maneja en la primicias de su ingenios varias máscaras poéticas, a veces francamente contradictorias entre sí, anulando así cualquier ficción de sinceridad (Trabado Cabado 207). En 1583 Góngora había circulado su letrilla Manda Amor en su fatiga que se sienta y no se diga, pero a mí más me contenta que se diga y no se sienta. (1-4) Visto lo visto, queda claro que Tirsi, ante todo, es el anti-Orfenio, pues reafirma con su poesía y su filosofía neoplatónica, dignas del divino Figueroa, los valores de 121 amistad, efusión y solidaridad en la construcción de un contexto comunicativo apropiado que cohesionan la comunidad pastoril. Carino u Orfenio no son pastores propiamente pastoriles, como mandaba la convención pastoril; Tirsi sí. Tirsi tiene además la decencia de no desmentir la ficción de sinceridad en su poesía. Así, la peroratio de su discurso en alabanza del amor consiste en una canción que no valdría como remate del discurso si no se creyese sincera (Trabado Cabado 312). El prólogo del autor a La Galatea presentaba al libro de pastores o de poesía como una defensa de la poesía, pero también como un laboratorio de poesía. Defender la poesía en una obra que le deja “campo abierto, fértil y espacioso” (156) para que aborde múltiples cuestiones de amor, discurra por variados cauces métricos castellanos e italianos, y se inserte en distintos contextos comunicativos, le permite lucirse. Pero no evita que también se meta en honduras, lo cual complica su defensa. Como simboliza esa especie de figura de emblema que es el Mireno saturnino del libro III, con su embelesamiento y su interrogarse “entre dientes” sobre quién es, estos problemas no hallan fácil resolución. Tampoco merma la complicación de las tramas con el avance de la obra. Incluso en el libro IV y en el V se enredan más todavía (Forcione 1026). Para el libro VI quedan cuatro historias secundarias sin resolver. Y ni hablar de la trama principal, pues la situación de Galatea no tiene visos de componerse. 6. La conclusión suspendida a la defensa de la poesía en los funerales de Meliso. En La Galatea, la dialéctica de la melancolía, entre la excelencia y el exceso, atrapa sin remedio a la poesía. La defensa de ésta, planteada en el prólogo y jalonada por la amistad entre Elicio y Erastro, la comunidad femenina en torno a Galatea y la figura de 122 Tirsi, amenaza con fracasar. Los funerales en el libro VI en honor del pastor Meliso, famoso poeta, se presentan como la última oportunidad para demostrar ante sus críticos que la poesía merece más favor. En el libro III, los personajes se congregaron para celebrar las bodas de Daranio y Silveria. Pero dada la mudez de los novios y el protagonismo conseguido por Mireno y los cuatro mancebos de la égloga amebea, el motivo de reunión se tornó en el luto por la mengua y el intento por significarla. Bien está a los pastores congregarse para compartir el luto: vimos en el capítulo I que la convención pastoril realiza en sí el luto por unas condiciones espirituales, políticas y ecológicas perdidas. Por eso no debe extrañarnos que al arranque del libro VI la pastoría vuelva a juntarse esta vez con una ocasión francamente luctuosa: el “triste y lamentable negocio” (543) de la conmemoración del fallecimiento de Meliso, a quien la crítica tiende a identificar por algunos indicios con Hurtado de Mendoza.37 La ceremonia está oficiada por el venerable Telesio, un “antiguo sacerdote”, en medio del Valle de los Cipreses, un lugar cuya armonía y suntuoso artificio está descrita por extenso. Telesio concluye su alabanza de las virtudes morales y poéticas de Meliso con un reconocimiento de la “falta” de su voz y la necesidad de suplirla con la “más reposada y sonora voz” de “los famosos Tirsi y Damón” (547). Sin vacilar, los dos pastores, y en seguida Elicio, Lauso y todos los demás concurrentes, aprestan sus instrumentos, acordándolos en “una tan triste y agradable música” que mueve al llanto. Como señala Elizabeth Rhodes, enmiendan así los excesos individualistas que han asolado el ámbito pastoril a lo largo de toda la obra (“Sixteenth-                                                              37 E.g., Márquez Villanueva, “Sobre el contexto” 181-84. Dentro de su crítica de la lectura à clef de los libros de pastores, Díez Fernández descarta la identificación (83). Viniendo del máximo especialista y editor de Hurtado de Mendoza, esta opinión pesa bastante. Como en el caso de Tirsi y Figueroa, no creo que Meliso sea Hurtado de Mendoza, sino que se parece a Hurtado de Mendoza. El noble, cosmopolita, culto y versátil don Diego era aquel tipo de poeta cortesano cuya deslumbrante generación fenecía. 123 century” 359). Tales excesos fueron ejemplificados en la égloga amebea. Por el contrario, en la elegía fúnebre Tirsi, Damón, Elicio y Lauso observan una estricta alternancia en los tercetos encadenados, el metro que comparten y dentro del cual ninguno pretende lucirse a costa de los otros. Cuando acaban, Telesio da por cumplida la obligación de la comunidad hacia Meliso y urge a “templar la demasía de sus accidentes [del humano sentimiento] con la razón que al discreto acompaña” (556). Se trata del consabido argumento estoico que ha recorrido toda la obra. Al poco rato, cuando ya cae la noche, la “hermosa y agraciada” ninfa Calíope, musa de la poesía épica, se aparece en una explosión de luz ante la maravillada pastoría, a la que se presenta como musa a cargo de “la maravillosa y jamás como se debe alabada ciencia de la Poesía” (559). En tal calidad les agradece su “loable y piadosa costumbre” (562-63). Promete que en pago de ésta favorecerá para siempre el cultivo de la poesía en las riberas del Tajo, y por añadidura les ofrece “noticia agora de algunos señalados varones que en esta vuestra España viven, y algunos en las apartadas Indias a ellas sujetas” (562). Así identifica a la comunidad pastoril como un subgrupo de la comunidad de poetas españoles. Según explica Telesio, el canto de Calíope y el monólogo precedente, con su nómina de poetas que abarca desde Homero y Virgilio hasta Aldana y Acuña, revela “cuán acepta es al Cielo” la celebración de la poesía en que consistió la conmemoración de Meliso (590). En su defensa de la poesía, la última de La Galatea y por tanto la decisiva, Calíope presenta tres argumentos. El primero, detectado por Fernández-Cañadas de Greenwood, está implícito: que la poesía tiene el poder de preservar la memoria y cimentar la fama de los varones ilustres (Pastoral 185). Eso pretendía la ceremonia y la 124 elegía por Meliso, y Calíope lo confirma al alabarlo en su monólogo y hacer lo mismo con los poetas que cataloga en su canto. Ya decía Herrera que los poetas son “los que más an guardado con sus divinos versos las gloriosas hazañas de los varones esclarecidos desde la primera memoria de las cosas” (Anotaciones 619). En segundo lugar, la poesía tiene el poder de consolar. El canto de Calíope no sólo continúa la labor consolatoria de la elegía por la muerte de Meliso (Trabado Cabado 439), sino que también consuela a los pastores por la inminente pérdida de Galatea, pérdida que supone la agresión contra la comunidad pastoril castellana por parte de un pastor portugués. Los consuela porque los invita a no cejar en el empeño poético, en la poesía que los cohesiona como comunidad y en la que emplean la lengua común (Márquez Villanueva, “Sobre el contexto” 191), una lengua distinta a la del presunto esposo de Galatea (C. B. Johnson 93). El argumento de la poesía como terapia estaba contenido en la pastoral desde la Antigüedad. Polifemo cantó en el idilio XI de Teócrito para mitigar su manía erótica. Este argumento también estaba incluido en los tratamientos teóricos renacentistas sobre la melancolía. Por ejemplo, Ficino ponderaba el poder de la música y el canto para curar la melancolía (De vita I, X) en base a la autoridad del pasaje bíblico sobre el efecto emoliente del arpa de David en el ánimo atribulado de Saúl (I Sam XVI, 23), tópicos como los de Polifemo u Orfeo, y afirmaciones de Pitágoras (Jámblico, Vida pitagórica XV y XXV) y Platón (Cármides 157a-c; y Timeo 47d). En pocas páginas, el venerable Aurelio se referirá al canto y la música como el “entretenimiento [con que] sentiremos menos la pesadumbre del camino y los rayos del sol” (592). El tercer argumento de Calíope a favor de la poesía está implícito en la manera en que a lo largo de su canto dispone paratácticamente a los poetas en grupos de acuerdo a 125 procedencia geográfica, aunque ella lo disimule al decir que no guarda “orden alguna” (562). Tras arrancar apropiadamente, ya que es la musa épica, con poetas-soldados y poetas épicos, entre ellos el más grande del momento, Ercilla (602, vv. 25-32), continúa con los ingenios de las riberas del Tajo, el Manzanares, el Betis (el Guadalquivir), el Dauro (el Darro), “la región antártica” (América), las Canarias, el Tormes, el Pisuerga, el Ebro y el Turia, para concluir con la “loa” de cuatro octavas a Laynez y Figueroa. El movimiento traza una ruta desde el corazón de Castilla en dirección al sur, pasando a Indias y retornando a España hasta alcanzar el Mediterráneo. La presencia del ecléctico grupo al principio y de los dos poetas destacados al final indica que tampoco se trata de observar el orden geográfico a rajatabla. De lo que se trata es de imaginar la Monarquía Hispánica en toda su diversidad de reinos y hemisferios. La parataxis entre las octavas y el declarado desorden remite a la lengua castellana y a la españolidad como nexo común. Y en tanto que el recorrido por la nación se realiza en el metro épico, la octava, y con los poetas como protagonistas, Calíope los identifica, en palabras de Joaquín Casalduero, como “los que crean la Nación, los que forjan y templan el instrumento que unifica los extensos límites de España y las Indias” (44). En otras palabras, Calíope ha cantado la epopeya de la nación española, cuyos héroes son los poetas. ¿Qué mejor argumento para defender a la poesía en el contexto platónico y contrarreformista de la teoría poética a finales del siglo XVI? En su exégesis, Telesio califica el canto de Calíope de “verdadera relación” del magnífico estado de la poesía en España, relación que desmiente la mala opinión en que tienen a la poesía española “todas las naciones extranjeras” y la “poca estimación” que “los príncipes y el vulgo [le] hacen” (590). 126 Calíope posee “la más sonora voz que imaginarse puede” (563). Sin embargo, como ha notado Gaylord (“The Language” 268), en varias ocasiones la musa de la elocuencia épica duda de su capacidad para loar adecuadamente a los poetas que cataloga (e.g., 583-84, vv. 701-04 y 584, vv. 716-20). Se trata de un tropo de encarecimiento socorrido, pero también remite a los varios casos dentro de La Galatea en que la palabra fracasa en su intento por significar. Por no ir más lejos, Elicio ha de renunciar al lenguaje a favor de “la fuerza” para liberar a Galatea. El contexto pastoril de la palabra poética delata en sí que ésta no tiene el poder que otrora tuvo. Ya vimos en el capítulo I que el espacio pastoril es melancólico en sí: está menguado, y el mero acto de representarlo constituye un esfuerzo luctuoso por recuperar algo perdido o tornar en pérdida algo que siempre ha faltado. Si acaso tiene algún poder, éste consiste en persuadir dentro de un mundo caído, por lo que desencadena consecuencias nefastas, como se ve en el caso de Carino o el arrogante desafío de Orfenio. A menos de treinta páginas del final, Damón reitera que no pedirá el remedio de su amor porque gracias a ese “mal” (598, v. 27) se ha distinguido “muchos años […] / en amorosos servicios” (vv. 21-22). Se refiere al ejercicio de la poesía. Si su palabra poética lograse persuadir a su amada, o las admoniciones de su amigo Tirsi consolarlo, no habría poesía. En el diálogo de Mercado, el teólogo Basilio insistía en que los melancólicos “hacen infierno y tristeza profundísima y ningún contentamiento reciben de la muncha esperanza que les dan” (785). La tristeza melancólica se caracterizaba entonces, lo mismo que en el siglo XX, por estar inmotivada. Sabemos que gracias a la suspensión sine die de la satisfacción del deseo, Elicio y Erastro han entablado su amistad y sobre ella se ha asentado la estructura del relato en sí. 127 También sabemos que cuando la satisfacción se precipita, como en el caso de Lisandro y Leonida, las consecuencias resultan trágicas y causan un daño a los individuos y a la comunidad mucho más doloroso —e incluso más peligroso— que la simple frustración del deseo. El inacabamiento es melancólico en sí: en el espacio-mengua que se abre entre el sujeto, paralizado en su tristeza y su pertinaz contemplación, y el objeto de deseo que no puede o no quiere alcanzar, ocurre la poesía. La Galatea tiene que interrumpirse antes que Elicio obtenga a Galatea, porque de obtenerla, ella perdería su libertad y su voz, y Erastro su propósito. De obtenerla, no habría cabida para una segunda parte de la obra. Cual Saturno, la melancolía devora a sus propias criaturas. ¿Acaso sí superaron la trampa melancólica otros poetas españoles de aquel tiempo? 128   CAPÍTULO III “Hombre convertido / en un monstruo tuyo”: La melancolía, la secuencia lírica y el polifemismo de los Versos líricos (1588) de Francisco de la Torre La Galatea de Cervantes no soluciona el reto que lanza la melancolía a la poesía española del siglo XVI. ¿Acaso era posible superarlo? La melancolía permitía pensar el hecho poético en toda su complejidad física y psíquica, individual y social, política y religiosa. Gracias a la variedad de voces poéticas que despliega y al riguroso examen al que las somete, La Galatea merece dentro del estudio de la poesía española del Siglo de Oro una consideración similar a la del Quijote y las Novelas ejemplares dentro del estudio de la narrativa. Mas no por ello La Galatea agota el potencial de la melancolía para pensar y producir poesía y personas poéticas. Ante todo, el libro de pastores no era el formato más común para leer la poesía. Se la hallaba con mayor frecuencia en cartapacios manuscritos y cancioneros, silvas y florestas impresas. Por otra parte, la construcción emprendida por el joven Lope de Vega de una persona literaria reconocible en varias personas poéticas (Carreño, Introducción 14) evidencia que a finales del siglo XVI, el cervantino fue un tipo de poeta más bien raro. En La Galatea, en las composiciones repartidas en cartapacios, y en los poemas sueltos cantados por los personajes del Quijote, las Novelas ejemplares o el Persiles, se trasluce que Cervantes no elaboró una persona poética unitaria ni aspiró a ser identificado con ella (Ruiz Pérez, “Cervantes” 158). El presente capítulo estudiará qué más hizo la melancolía en la poesía española por la misma época que La Galatea pero en un formato y en un género distintos: el cancionero impreso de un autor y la lírica. El cancionero destinado a la imprenta por el propio autor denota la intención clara de ordenar y controlar la transmisión de los textos, 129   afirmar la autoría, aspirar a la notoriedad y la fama, y participar en el campo literario. Un cancionero impreso donde la melancolía juegue un papel destacado ofrece claves importantes sobre las posibilidades de la melancolía para pensar y producir poesía, personas poéticas y autofiguraciones literarias. Por otra parte, el capítulo se centra en el género lírico porque la convergencia de disciplinas y problemas teóricos en la melancolía la hacía especialmente útil para un género en vías de teorización como la lírica. La lírica, cuarta “especie” de la poética (amén de la épica, la tragedia y la comedia) ocupaba un lugar central en el canon que por aquel entonces se hallaba en ciernes. Tal posición que se consolidó con el aumento de impresos de poesía a medida que avanzó el siglo. Así, Garcilaso fue proclamado como máxima gloria de las letras españolas en una nómina como la de Morales en el Discurso sobre la lengua castellana (1546), y tratado como clásico por editores y comentaristas en el último tercio de la centuria. Aun con esto, la lírica tenía un estatuto precario dentro de la teoría poética. Respecto a ella poco o nada habían dicho las autoridades antiguas, ni siquiera el lírico Horacio (Vega 20). Inclusive estaba ausente en la rota Vergilii medieval. Sin embargo, se abrió paso en la genología, o teoría de los géneros, de base aristotélica. Lo consiguió, en gran medida, gracias su identificación con el petrarquismo (Guerrero 121), que en el siglo XVI se impuso en toda Europa como la gran convención poética. En España, sucedió gracias al éxito de Garcilaso. La lírica se benefició asimismo del giro pronunciadamente clásico, ante todo horaciano, de la poesía española en la segunda mitad de la centuria. Marca un hito en la autonomía teórica de la lírica la división de la poesía que estableció Minturno en De poeta (1559) latino y L’arte poetica (1564) toscana en tres “especies”: 130   épica, escénica y mélica o lírica. Medio siglo más tarde, Cascales se atuvo a esta tripartición en las Tablas poéticas (acabadas en 1604, impresas en 1617), consolidando así en España el pie de igualdad entre la lírica y las especies de mayor prosapia en la teoría antigua (Guerrero 127). Entre ambos hitos apareció el primer tratado monográfico sobre la lírica: el Trattato della poesia lirica (1594) de Torelli. La pobreza teórica de la lírica, paradójicamente, la convirtió en el género más flexible para explorar y ensayar nuevas voces, nuevos espacios y nuevos tipos de sujetos poéticos. Las Obras de Francisco de la Torre, y más en concreto los libros I y II de Versos líricos, constituyen un estupendo ejemplo a finales del siglo XVI de cancionero impreso de un solo autor y de poesía lírica consciente de serlo. Como veremos, la melancolía sirve en la poesía turriana al esfuerzo de construcción del sujeto poético, propio de la poética de Petrarca, y a la búsqueda de lenguajes, modalidades retóricas y afectos, propia de la incipiente teorización de la lírica. Debido al doble interés en poesía petrarquista y lírica, me centro en los libros I y II, los Versos líricos, dejando de lado el libro III, los Versos adónicos, y el libro IV, la Bucólica del Tajo. El doble interés también dicta mi hipótesis de trabajo. Dado que se tratan de dos libros de poesía lírica de corte petrarquista, comprobaré si los Versos líricos de Torre constituyen una secuencia lírica, atendiendo a la manera en que la melancolía articula la expresión de distintas personas poéticas y el relato de una subjetividad poética que emerge de sus voces. Como veremos hacia el final del capítulo, la confesión de la persona poética en la endecha IX del libro III se ajusta a las personas poéticas de los Versos líricos, pues de sus voces polifémicas y melancólicas 131   surge un sujeto poético a la manera de “hombre convertido / en un monstruo tuyo” (35- 36),1 refiriéndose a la noche-melancolía. El capítulo seguirá el orden de los Versos líricos ya que me interesa rastrear cómo se va elaborando en ellos la secuencia lírica de la melancolía. Al comparar los Versos líricos con el paradigma del petrarquismo estructural y el modelo de secuencia lírica, se obtendrá una lectura integral de la lírica turriana y de la lógica que rige el ordenamiento de los poemas y la alternancia entre distintos metros y lenguajes poéticos, entre distintas personas poéticas y contextos comunicativos. Aunque procuraré anclar mi análisis en un número manejable de poemas, he de referirme a varios más para delinear la cohesión de los Versos líricos como particular secuencia lírica.2 Antes de proceder al análisis, empero, convendrá aclarar el estado del texto de Torre, uno de los poemarios más enigmáticos de la literatura española, y a qué me refiero por “petrarquismo estructural”. 1. Los Versos líricos de Torre: ¿una secuencia lírica en 1588? En principio, Torre se parece a otros poetas del siglo XVI, como Hurtado de Mendoza, fray Luis o Figueroa, ya que su poesía apareció póstumamente. En 1631 salieron en Madrid las Obras del bachiller Francisco de la Torre. Dalas a la impression D. Francisco de Queuuedo Villegas. Quevedo declara en su prólogo “A los que leerán” que la poesía de Torre representaba un modelo de pureza castellana frente a los excesos cultistas de andaluces como Góngora. La índole disparatada de la afirmación de                                                              1 Cito la poesía de Torre por la edición de María Luisa Cerrón Puga. Cotejo su puntuación y lecciones con el texto original (las Obras de 1631), la edición de Alonso Zamora Vicente, y las lecciones adoptadas por Soledad Pérez-Abadín (Los sonetos 9-12), así que las citas reflejarán siempre mis propias soluciones. La numeración, para comodidad de quien lea, sigue la que estableció Zamora Vicente y respetaron Cerrón Puga y Pérez-Abadín. 2 La lectora encontrará un esquema de los Versos líricos de Torre en el apéndice I. 132   Quevedo, según la cual Torre vivió durante el siglo XV, no se le ha escapado a la crítica, empezando con Manuel de Faria y Sousa a mediados del siglo XVII (cit. en Pérez- Abadín, “La poesía” 11). Empero, Quevedo nos puso sobre la buena pista al difamar a Herrera, afirmando que “tuvo por maestro, y ejemplo a Francisco de la Torre, imitando su dicción, y tomando su frasis…” (68; véanse Komanecky; y Alatorre, “Francisco” 53-58). En efecto, la poesía petrarquista de Torre, de tema amoroso y lenguaje manierista, pertenece al último cuarto del siglo XVI, la época dominada por Herrera. Lo confirman, por un lado, su similitud con la de Herrera y Lomas Cantoral, entre otros; y por otro, su dependencia del petrarquismo italiano de mediados del siglo XVI, el de las Rime di diversi o Rime raccolte publicadas sobre todo por Gabriele Giolito de’ Ferrari en Venecia (Cerrón Puga, “Francisco de la Torre” 71). Desde hace apenas diez años, sabemos gracias a un documento del Consejo de Castilla, órgano facultado para expedir licencias de impresión, que en 1588 un tal “Francisco de la Torre, vecino de Salamanca”, pidió en persona y obtuvo del Consejo una “licencia para imprimir un libro intitulado los versos líricos y adónicos y la bucólica” (cit. en Colón Calderón, “Sobre la edición” 30). Las Obras de 1631 recogen en la primera página del libro I el título “Versos liricos, y Bucolica del Tajo” (fol. 1r). El libro II se titula “Libro segundo de los versos Liricos” (fol. 25v); el III, “Libro tercero de los versos Adonicos” (fol. 52v); y el IV, “La Bucolica Del Tajo” (fol. 68r). A la vista de estos títulos, parece seguro que Quevedo respetó la disposición que el autor dio a sus poemas (Pérez-Abadín, “La poesía” 11). Cabe concluir, finalmente, que Quevedo trabajó con un manuscrito autógrafo o apógrafo cuyas lecciones respetó (Colón Calderón, “Sobre la edición” 34).3                                                              3 En mi opinión, es probable que intencional o accidentalmente Quevedo o alguien en la imprenta haya omitido un soneto del libro I, ya que la numeración salta del soneto X al XII (fols. 5v-6r). Tanto Zamora 133   Frente al febril intercambio de textos que caracterizó la poesía española de finales del siglo XVI —ora impresa cancioneros individuales o colectivos, preliminares a obras o pliegos sueltos, ora copiada en cartapacios o manuscritos de un autor—, Francisco de la Torre se quedó al margen. Más allá de los Versos líricos y adónicos y la Bucólica, no se conserva ninguna composición atribuida a Torre en ningún manuscrito o impreso poético antes de 1588. Sí se conserva un pequeño manuscrito sin fechar que únicamente contiene las diez endechas que conforman el libro III de las Obras, con variantes.4 Tampoco se sabe quién era Francisco de la Torre,5 ni existen elementos para situarlo en el entorno poético salmantino, más allá de su residencia en la ciudad del Tormes.6                                                                                                                                                                                   Vicente como Cerrón Puga corrigieron el error en sus respectivas ediciones de Torre. Para no enredar, he respetado esta práctica. Me limito a observar que de haber existido un soneto XI del libro I, éste contaría con cuarenta y un poemas, como los que tiene el libro II. 4 Según el análisis filológico de Cerrón Puga, a quien se debe el descubrimiento del manuscrito en la Biblioteca Nacional de España (signatura MSS. 12936/9), la letra data de finales del siglo XVI y el texto recoge un estadio anterior al del texto editado por Quevedo. Pero a la luz de los datos ahora conocidos, se impone afirmar que el texto de las Obras también data del siglo XVI. Cuando Cerrón Puga traza el stemma, concluye que los dos testimonios pertenecen a ramas distintas (El poeta perdido 48-50). Eso no supone que el manuscrito empleado por Quevedo no reflejase la voluntad del autor. 5 Se encontrarán conjeturas varias en Sena; Blanco Sánchez; Cerrón Puga, El poeta perdido; y Alatorre. Ninguna aporta pruebas definitivas, y en todo caso no casan con los datos ahora comprobados (véanse Colón Calderón, “Sobre la edición” 30-33; y Pérez-Abadín, “La poesía” 6-11). 6 A la altura de 1588 todavía seguía activo el círculo poético de profesores y humanistas de Salamanca, en el que descollaban fray Luis y el Brocense. Parece razonable situar a Torre entre ellos, puesto que era “vecino de Salamanca” y que remata las Obras de 1631 una serie de textos del círculo poético salamantino. Bajo el título de “Siguense traduciones de Horacio, y del Petrarca, del Maestro Sanchez Brocense” (fol. 131r), el apéndice consta de un prólogo de Juan de Almeida a las traducciones del Brocense, sin referencia alguna a Torre; traducciones de dos odas de Horacio, once sonetos de Petrarca y uno de Domenico Veniero, por el Brocense; versiones de una misma oda de Horacio realizadas por aquél, fray Luis, Almeida y Alonso de Espinosa; y una breve disquisición sobre la cesura, quizá del Brocense. Los cuatro escritores coincidieron como docentes en la Universidad de Salamanca. El conjunto, acabado antes del fallecimiento de Almeida en 1572, no tiene nada que ver con el manuscrito de Torre. Fue Quevedo quien los dispuso juntos (Pérez-Abadín, “Al margen” 376-79). Para las intenciones que movieron a Quevedo a imprimir juntos ambos manuscritos, véase Pérez-Abadín, “Al margen” 379-81. El segundo argumento para caracterizar a Torre como poeta salmantino radica en su procedencia. Ya Nicolás Antonio, a finales del siglo XVII, afirmó de Torre que era salmantino (cit. en Pérez-Abadín, “La poesía” 8), y tras él la crítica ha insistido en la afinidad entre la poesía de Torre y la de los poetas de Salamanca. Sin duda, la conjetura crítica fue propiciada por la presencia al final de las Obras de Torre del apéndice. También porque Quevedo se refiere a él como “castellano” en su prólogo “A los que leerán” (68). No obstante, más claro resulta su parecido con el sevillano Herrera (Cerrón Puga, El poeta perdido 134   La división en cuatro libros y los títulos de cada uno requieren atención, ya que presumiblemente formaban parte del plan del autor. En el título de la obra entera, Versos líricos y adónicos y la Bucólica, sobresale el género como marco organizativo. Este rasgo fue típico de la teoría poética desde mediados del siglo XVI (Pontón 154) y estuvo ligado a la recuperación de la Poética de Aristóteles (Javitch 58-59). Los libros I y II de Versos líricos consisten en sendas series que alternan tres de las principales formas estróficas de la especie lírica: los sonetos, las odas y las canciones. El libro III, por el contrario, supedita la noción de género poético a la prosodia. El adjetivo “adónicos” se refiere no a los temas o fuentes de las diez “endechas”, sino al metro. El calificativo revela bastante acerca de la atención del autor a la poética, la retórica y la gramática. Consagrado por Nebrija en su Gramática, el calificativo “adónico” procedía de la prosodia grecolatina y presumía para el verso castellano hexasílabo, de larga tradición popular y cancioneril, una prosapia clásica. Según el Nebrisense, el adónico sería un compuesto de dáctilo y espondeo, frecuente en la poesía lírica clásica (70 [lib. II, cap. IX]). El libro IV, por último, llama la atención por atenerse a la consideración, presente en muchos teóricos, de la bucólica como un género fuera de la especie lírica; por ejemplo, en la Filosofía antigua poética de López Pinciano (504 [ep. XII, fr. II]). Más aún, resulta notable la ambición del título: La Bucólica del Tajo. En el conjunto de la poesía española del Siglo de Oro, sólo Padilla agrupó sus églogas de manera semejante, bajo el título de Églogas pastoriles. Los demás poetas españoles del siglo XVI que cultivaron la égloga, desde Garcilaso hasta Barahona de Soto —pasando por Hurtado de Mendoza, Montemayor, Laynez, Figueroa,                                                                                                                                                                                   65-84) y, sorprendentemente, con el vallisoletano Lomas Cantoral (Alatorre, “Francisco de la Torre” 48). En vista de estos parecidos y de la ausencia de composiciones turrianas de los testimonios manuscritos catalogados, el que fuese “vecino” y pidiese licencia de impresión en Salamanca no basta para darle a Torre el apellido de poeta salmantino. 135   Herrera, Salazar y Cueva— las desperdigaron por manuscritos y cancioneros impresos (Estévez Molinero, “Los ciclos” 316). El título imita el de la Bucolica de Virgilio y subraya con el calificativo la índole española de la imitación (Pérez-Abadín, “El canto” 723), que así se torna en franca emulación. Dado que la disposición de los Versos líricos presumiblemente fue cuidada por el autor como parte de un plan editorial, la primera pregunta que surge ante el cancionero compuesto por los libros I y II de Versos líricos de Torre es, ¿acaso están organizados según el modelo del cancionero petrarquista in ordine? Preguntarnos por esto nos permitirá detectar cuál es el drama de la poesía, cuál es la poética de la lírica desarrollada en estos dos libros, y qué potencia esta vez la melancolía. Para empezar, los temas, los motivos y el lenguaje tomados del petrarquismo, sumados a la alternancia estrófica dispuesta por el autor, legitiman la pregunta. Pues si funciona el petrarquismo de temas y motivos, ¿no funcionará también lo que se denomina el petrarquismo estructural? Por petrarquismo estructural entiendo el modelo de secuencia lírica que configuran los sonetos, canciones, madrigales y sextinas alternadas de los Rerum vulgarium fragmenta, Rime sparse o Canzoniere de Petrarca según el último orden que les dio el aretino, recogido en el Códice Vaticano Latino 3195. Las ediciones aldinas preparadas por Bembo y reimpresas a lo largo del siglo XVI fijaron este orden como el más canónico y extendido para leer la lírica toscana de Petrarca (W. J. Kennedy, “Petrarchan” 119-21). En este orden, la unicidad de la persona poética amante y la persona amada, la dialéctica entre el sujeto pasado y el presente, la progresión narrativa, las marcas calendáricas y la división in vita e in morte permiten que los poemas, en conjunto, signifiquen algo más que por separado (Fernández Mosquera, “‘El cancionero’” 136   468-72). Tal significado consiste, primordialmente, en la creación de una “persona”, de un sujeto amante reconocible, como señaló John Freccero (34). El modelo de canzoniere no se implantó realmente en la poesía española del Siglo de Oro (Navarrete 75).7 Pero si bien no se respetaron las reglas básicas, arriba enumeradas, que convierten el Canzoniere de Petrarca en una secuencia lírica, ello no significa que los cancioneros individuales en la España del siglo XVI carecieran todos de orden. Se han detectado algunos patrones organizativos en cancioneros individuales preparados para la imprenta, como los de Boscán, Montemayor y Lomas Cantoral, por ejemplo (Á. Alonso, La poesía 100, 152 y 228, respectivamente). El orden de las poesías de fray Luis, según sostiene Prieto, no seguía un orden ni petrarquista ni cronológico, pero sí coherente y con un progreso argumental (2:299-312). Por si fuera poco, el ejemplar más importante de la lírica española en la década de 1580 fue Algunas obras (1582) de Herrera, la secuencia lírica española cuya estructura más se atuvo al petrarquismo estructural en todo el siglo XVI. 2. El soneto inaugural y el problema de la secuencia lírica. La primera parada del itinerario de una secuencia lírica petrarquista se produce en el denominado soneto-prólogo, subgénero cuya convención fue establecida por el soneto I del Canzoniere de Petrarca. En la poesía española del Siglo de Oro, el soneto I de Algunas obras la había confirmado, así como el soneto inaugural de Garcilaso (tanto en la edición princeps de 1543 como en las comentadas treinta años después). Consiste en que el hablante poético tiende una mirada retrospectiva hacia una pasión ya pretérita que                                                              7 Incluso en Italia, para mediados del siglo XVI, el modelo estaba exhausto (Fernández Mosquera, “‘El cancionero’” 472-73). Bembo, por ejemplo, forjó su propio modelo alternativo, y hacia los años cuarenta surgieron varios más (Albonico 378). 137   padeció de joven y que ahora juzga como un error, de modo que, en palabras de Giuseppe Mazzota, “a structure of intelligibility can be imposed on the temporal fragmentation of the self” (272). La dialéctica entre presente y pasado verbal plantea una narración y denota una consistencia psíquica a lo largo del tiempo (R. Greene, Post-Petrarchism 42). El soneto I del libro I de los Versos líricos de Torre tiene un comienzo prometedor para el lector que busca una secuencia lírica: Vos, a quien la fortuna dulce espira, Títiro mío, la gloriosa llama cantando, vuestro Tajo y mi Jarama paráis al son de vuestra hermosa lira. (1-4) La palabra inicial, el vocativo “Vos”, emplea el lenguaje de manera fática. El lector de poesía italianista en el siglo XVI pensaría de inmediato en el incipit del Canzoniere de Petrarca: “Voi ch’ascoltate in rime sparse il suono” (I, 1).8 Aquel “Voi” apelaba al lector de un manuscrito destinado a la lectura. En este de Torre, sin embargo, el verso segundo se apresura a desvelar el misterio: “Títiro mío”. Nos hallamos en un contexto pragmático distinto: la comunicación oral entre dos pastores, como en La Galatea de Cervantes. Al contrario que “Annibal”, nombre del apelado en el soneto de Francesco Maria Molza que sirve de modelo (cit. en Pérez-Abadín, ‘Resonare’ 55) y del que Torre apenas se separa (Cerrón Puga, Notas 73), “Títiro” coloca de inmediato al lector en la convención pastoril. El posesivo también, ya que afirma la amistad y denota la voluntad de compartir, aquélla que rige la comunicación dentro de la pastoral. El primer cuarteto traza la etografía o descripción del carácter de Títiro, con lo cual bosqueja la de la persona poética, en una especie de paralipsis (figura retórica según la cual se nombra algo al declarar que se omite). Frente a Títiro, cuyo nombre y atributos                                                              8 “Los que de mis sospiros el sonido / oys en rima…” (traducción de Enrique Garcés, impresa en 1591, fol. 1r). La traducción omite el adjetivo “sparse”, que significa “sueltas” o “desperdigadas”. 138   poéticos han sido consignados, la persona poética se define por lo que no es y lo que le falta. El contraste entre Títiro y ella se acentúa en el segundo cuarteto, de estructura paralela a la del primero: Yo aquí, donde conmigo vivo en ira, absente de la nieve que me inflama, cuelgo mi caramillo de una rama de salce y lloro; lloro, y él suspira. (5-8) El doble deíctico inicial enfatiza la diferencia entre la persona poética y Títiro: aquélla aquí, éste allí, en el Tajo prestigioso para la pastoral española gracias a las églogas de Garcilaso. El deíctico también sitúa a la persona poética en un ámbito distinto: el lugar del vivir consigo, de la soledad y la introspección, el cual está marcado por la “ira”, esa tristeza colérica que hace violencia al mundo. La medicina de la época la atribuía al exceso de cólera requemada en el organismo. Como hemos visto, la teoría de Huarte, médica y poética a la vez, había identificado la cólera adusta o melancolía adusta como el furor poeticus platónico y la melancolía de la excepcionalidad pseudo-aristotélica. La “ira” es el motor poético de la persona poética de este soneto, en oposición a la “fortuna dulce” que espira en Títiro. Estar “absente de la nieve”, la amada por sinécdoque, “inflama” (referencia al fuego de amor, que también puede ser el excesivo calor del humor) a la persona poética. El contraste con Títiro aumenta en los dos versos finales del cuarteto. Al contrario que el canto de aquél, órfico por parar los ríos “al son” de su “lira”, la poesía lírica por metonimia, la persona poética cuelga su instrumento “de una rama / de salce” y llora. La renuncia a la poesía en favor del llanto apunta hacia una voz transfigurada por la tristeza y los accidentes del cuerpo. El sauce llorón, que “suspira” con el poeta, también contribuye a la topotesia (descripción de un lugar ficticio) de este lugar de la voz poética, 139   ya que este árbol pertenecía al ámbito simbólico de la melancolía (Orobitg, Garcilaso 32). Y el “caramillo” establece una oposición entre la persona poética y Títiro de acuerdo a aquélla entre los órdenes apolíneo y dionisíaco (Cerrón Puga, Introducción 33n56). La persona poética se inscribiría así dentro del orden dionisíaco, también relacionado con la melancolía (Orobitg, “La yedra” 950-52). Los tercetos siguen de cerca el modelo de Molza, pero la substitución del nombre de Annibal por el pastoril de Títiro efectúa un cambio que cabe caracterizar como imitación heurística: el énfasis recae sobre la distancia que media entre modelo e imitación.9 Dentro del marco de expectativas genéricas del lector de la pastoral sobre amistad y convención entre pastores, la persona poética insiste en el contraste entre Títiro, quien sí goza “presente del sentido” (10), y ella, resignada a la melancolía: “Yo, para lamentar y arder nacido, / la vida esquivo y aborrezco el hado” (12-13). A la proclividad del sujeto hacia la melancolía se suman sus operaciones afectivas. “Lamentar y arder” son elecciones en la misma medida que imposiciones del hado. En términos médicos, son operaciones que provocan el calentamiento de la fría melancolía natural, tornándola en cálida melancolía no natural. A primera vista advertimos la atra voluptas (“negra delicia”) del melancólico (Petrarca, Secreto 238 [lib. II, §5]), el reprehensible regodeo en la propia pena. Pero el dramático vocativo en el postrer verso apunta a la dirección contraria: “¡Oh sólo vos no os esquivéis de oírme!” (14). Como si la comunicación corriese peligro, la persona poética llama a Títiro con urgencia. Espera de                                                              9 Tomo el término de Thomas Greene, quien distingue cuatro tipos de imitación en el Renacimiento: directa, ecléctica, heurística y dialéctica. “Heuristic imitations come to us advertising their derivation from the subtexts they carry with them, but having done that, they proceed to distance themselves from the subtexts and force us to recognize the poetic distance traversed” (40). En gran medida, la imitación heurística reviste un carácter catacrético, pues evoca el modelo en un contexto o uso que no le es propio. 140   él amistad pastoril. Y también espera el remedio a su melancolía por medio de la compañía. Pero llamar al otro Títiro basta para que sepamos que él y la persona poética pertenecen a linajes netamente diferenciados. Títiro desciende de su tocayo de la égloga I de Virgilio, Sireno en La Diana de Montemayor, o Elicio en La Galatea de Cervantes. Son los pastores protagonistas y favorecidos, ya sea políticamente por aquél que tiene el poder de conceder el ocio, ya sea sentimentalmente por sus amadas. Incluso si ellas no dan muestras de favorecerlos, secretamente los corresponden, como en el caso de Diana con Sireno y Galatea con Elicio. En el caso particular de Títiro, su nombre posee connotaciones adicionales dentro de la tradición pastoril renacentista que refuerzan su poder poético y prestigio, hasta hacer de él una figura órfica. Aunque empleado por vez primera en el idilio VII de Teócrito, este nombre quedó fijado en la onomástica pastoril gracias a la égloga I de Virgilio. Por consiguiente, connotaba dos cosas. En primer lugar, puesto que los lectores antiguos, medievales y renacentistas identificaron a Títiro con Virgilio (Pérez-Abadín, ‘Resonare’ 55-57), nombrar al primer en una pastoral suponía evocar al gran poeta romano (e.g., Sannazaro, Arcadia 159 [prosa X]). Por consiguiente, y en segundo lugar, Títiro como cantor estaría investido del prestigio y la autoridad de Virgilio. No extraña pues que en este soneto de Torre, Títiro esté movido por “la fortuna dulce” y tenga el poder de parar el Tajo y el Jarama “al son de vuestra hermosa lira” (4). Si había un poeta inspirado, afortunado y capaz de detener el curso de los ríos cual Orfeo, habría de llamarse Títiro. Mas se trata de un Títiro español. Para 1588, la pastoral española, en verso y en prosa, había alcanzado reconocidas cotas de calidad y éxito editorial. El Títiro turriano procede del Tajo, el río más importante de la tradición 141   bucólica española gracias a las églogas de Garcilaso, hecho reconocido por la propia Bucólica del Tajo de Torre (Pérez-Abadín, ‘Resonare’ 60). La persona poética, por su parte, se identifica como procedente del Jarama, río menor, de poca tradición poética y afluente del Tajo; río, en fin, en cuya vega domina la fama poética del Títiro español. Frente a este linaje se sitúa el que desciende del cíclope Polifemo en los idilios VI y XI de Teócrito y el desdeñado Coridón en la égloga II de Virgilio. A él pertenecen Melibeo en la égloga I de Virgilio, Salicio en la I de Garcilaso, Silvano en La Diana y Erastro en La Galatea. Sus cantos integraban un subgénero reconocible dentro de la pastoral, como observa Ruiz Pérez (“Un espejo” 163). Aunque tengan una voz meliflua (así lo sugiere el nombre de Melibeo), sean buenos amigos y eficaces actantes secundarios, por comparación a los antedichos pastores resultan bruscos de aspecto y verbo, melancólicos sin remedio y amantes sin posibilidad alguna. En el caso de Melibeo, la marginación tiene causas políticas, ya que este pastor se duele del exilio que le ha impuesto el gobernante. Sabemos, en fin, que estos Polifemos y Coridones no obtendrán de los Títiros de las riberas ni la misma efusividad ni la misma compasión que ellos están dispuestos a ofrecer.10 Cuando reaparezca en los dos primeros libros de la obra de Torre, los de Versos líricos, Títiro siempre será el afortunado a quien se apela, pero que jamás responde: así en el soneto XIX del libro I y los sonetos XIII, XIV y XVI del II. Lo que encontramos en este soneto inicial de la obra de Torre nos recuerda a los casos y la poética que hallamos en nuestro examen de La Galatea. La poesía se produce                                                              10 La genología renacentista agrupaba bajo la misma especie lírica a la citarística y la aulética (Esteve 51). Mas esto no anula la diferencia que entre estos dos tipos de voces establecía la tradición bucólica antigua y la pastoril renacentista. Así, Melibeo, Silvano y Erastro también tienen en común que acompañan sus cantos de zampoñas o caramillos en vez de liras o cítaras. Sobre las connotaciones apolíneas de la lira y dionisíacas de la zampoña a propósito de la égloga I de Garcilaso, La Galatea de Cervantes y el Polifemo de Góngora, véase Vélez-Sainz 218-22. 142   en el espacio que abre el luto melancólico dentro del mundo pastoril, ese vacío entre el sujeto y el inalcanzable objeto de su deseo. En el caso de la obra de Torre, la persona poética inicia el canto e invoca a un oyente porque sufre y vive “en ira”. La voluntad de compartir y el anhelo de obtener consuelo o por lo menos compañía en el sufrimiento cimentan la sociabilidad pastoril, la cual sólo se mantiene en tanto que los sufrimientos persisten. No en vano, la comunicación buscada por la persona poética en este soneto no se establecerá en los poemas siguientes. Quien habla es un Polifemo, no un Títiro. La falta de una mirada retrospectiva hacia un amor ya pasado, o siquiera de una dialéctica entre presente y pasado verbal, revelan que el soneto inaugural de los Versos líricos de Torre no se ajusta al modelo de soneto-prólogo petrarquista. En cambio, el soneto caracteriza a la persona poética como melancólica, pone en marcha un sistema de símbolos que moldean una voz y un destino melancólicos, e identifica tal voz con la voz polifémica de la pastoral, en oposición a la voz órfica de Títiro. No sólo se queda corto el primer soneto turriano en tanto que soneto-prólogo: otros elementos de los libros I y II de Versos líricos apuntan a que en ellos no funciona el paradigma de petrarquismo estructural. El número gramatical del título (Versos líricos) sugiere una dispersión que remite a las Rime sparse de Petrarca, pero sobre todo a las Rime raccolte de mediados del siglo XVI, esas antologías de poetas manieristas italianos de las cuales manan las principales fuentes de imitación para Torre. A no pocos lectores habituales de lírica italianista del Manierismo se les escaparía la filiación. La recalca de entrada el primer soneto al seguir tan cerca el modelo de Molza, uno de esos petrarquistas italianos recogidos por las Rime raccolte. Además de la mencionada falta de mirada retrospectiva en el soneto inaugural, entre los cuarenta poemas que conforman el libro I sólo los 143   sonetos XIII, XX y XXIX emplean el pretérito verbal. Tampoco hay marcadores temporales que pauten la historia de amor ni que la sitúen en el mundo (Pérez-Abadín, Los sonetos 84). En cuanto a la amada, no se aporta ninguna prosopografía, o descripción del aspecto, si bien es cierto que tal manquedad caracteriza a la lírica amorosa española de los siglos XV y XVI (67). El argumento principal para no clasificar los Versos líricos como cancionero in ordine radica en que no es una la persona poética amante. La teoría lírica renacentista enfatizaba que los “poemi piccoli” que integraban la especie lírica eran unidades discretas (Vega 15). En el Arte poética de Sánchez de Lima, Calidonio afirmaba que los sonetos “no pueden ser en vna materia mas de vno, y assi no siruen de mas: porque no conuiene que se prosiga vna historia en sonetos, que seria disparate” (65 [II]). Petrarca, doscientos años antes, tituló Rerum vulgarium fragmenta o, en el soneto-prólogo, “rime sparse” (1) a su cancionero; el título Canzoniere le fue impuesto en el siglo XVI (Fernández Mosquera, “‘El cancionero’” 467). Pero por mucho que las unidades constitutivas de un cancionero lírico conservasen su naturaleza fragmentaria, configuraban una secuencia al guardar coherencia en la denominación de la persona poética. Una secuencia procuraba construir un personaje sentimental, así que importaba sobre todo que cada enunciado lírico dentro del cancionero fuese una efusión de tal personaje (R. Greene, Post- Petrarchism 63, 78-79). Esto es lo que Roland Greene ha llamado la ficción de la efusividad o nominatividad (“nominativity” [Post-Petrarchism 13-14]). En el libro I de los Versos líricos de Torre se rompe la nominatividad ya desde el soneto IV. Parece enunciado por la persona poética de los tres anteriores, aquel pastor del Jarama. Alguien apostrofa a las estrellas sin obtener respuesta ni consuelo, del mismo 144   modo que se invocaba a Títiro en el I. Aunque en el II y III no hubiese rastros ni del Jarama ni de Títiro, nada apuntaba a que no estuviesen simplemente sobrentendidos como lugar y destinatario, respectivamente. Pero en el terceto final del soneto IV se revela que la oncena de versos precedentes ha sido enunciada por Damón (12), nombre que remite al bucolismo antiguo. El soneto VII también contiene una sermocinatio, o discurso en estilo directo, de Damón, también por espacio de once versos. En él, además, se introduce el personaje de Tirsi como su amigo, como era de esperar en la pastoral española (Blanco Sánchez 597). El soneto XXI contiene un terceto enunciado por Menalca. Incluso en la oda III, quien canta de amor no es la persona poética, sino otro pastor innominado en sermocinatio de doce versos. Y así como no es una la persona poética amante, tampoco es una la amada, pues al no tener nombre, no sabemos si es una sola. No obstante los rasgos recién señalados, considero que sí emerge en el libro I el contorno de una secuencia lírica. Como sugiere Soledad Pérez-Abadín, la tenue secuencialidad estriba en la continuidad narrativa. Se detecta una “trayectoria amorosa” (Los sonetos 97) que se mueve dentro de los “ejes temáticos” instaurados por los sonetos II y III: “la exaltación de la amada” y “el tormento amoroso”, respectivamente (85). Como veremos, la historia tiene hitos narrativos y continuará en el libro II. Ahora bien, ¿cómo puede ser una la historia sentimental si son varios los sujetos poéticos que la experimentan? Se trata de una única historia sentimental porque los distintos hablantes poéticos (Damón, el pastor citado en la oda III y la innominada persona poética) se identifican sentimentalmente, more boucolico, en su melancolía. En ese sentido, el soneto 145   I del libro I sí es un soneto-prólogo que instaura la subjetividad melancólica y el polifemismo de la voz como relato elaborado por la yuxtaposición de fragmentos líricos. Para comprobar en qué medida esta secuencia lírica imita al libro de pastores al narrar un amor experimentado por más de un sujeto, tomemos como ejemplo el caso de Damón en los sonetos IV y VII. El IV, aquel que resquebraja la nominatividad del libro, inicia un ciclo de cuatro sonetos contiguos, en cada uno de los cuales son apostrofados elementos de la noche, culminando con ella misma (Pérez-Abadín, Los sonetos 85-87). En el último, Damón eleva un sacrificio a la noche. Como en el IV, este soneto no menciona amor alguno, pero el ciclo de sonetos que abrirá el libro II revelará que los sufrimientos de Damón son de índole amorosa. El último terceto del soneto VII, acabada la sermocinatio del pastor, reza: “Dijo Damón: y Tirsi a sus razones / regó su seno. ¿Sufres ser rogado, / cielo, para turbar ajenas cosas?” (son. VII, 12-14). Tenemos aquí un pastor que se duele de las razones de otro. He aquí la convención pastoril a la que aspiraba el pastor del Jarama en el soneto I. La pregunta retórica, tal vez pronunciada por Tirsi11 encaja con los dos sonetos anteriores. En ellos, una persona poética amante apostrofaba a la noche por metonimia (el silencio de “estrellado manto” [son. V, 1] y Diana, la luna personificada [son. VI, 1-2]), esperando de ella una simpatía que no llegará. La agresividad de la pregunta retórica resulta comprensible. La persona poética le cede la palabra a otra, cuyo nombre proviene de la pastoral, porque ha “dolor” de su “dolor”, como diría el citadino bucolizado de Encina (Representación sobre el poder del amor 394-95). La persona poética reconoce en el silencio de la noche ante las quejas de Damón la indiferencia de la naturaleza ante las                                                              11 Tal lectura resulta plausible dada la total ausencia de comillas en todo el texto en el testimonio quevediano. 146   suyas propias. La contigüidad de estos cuatro sonetos se convierte en alternancia amebea: dos seres humanos distintos se encuentran y colaboran en la poetización de un mismo afecto. En otras palabras, la secuencia lírica se pastoraliza. Incluso el sintagma “palabras quebrantadas” (son. IV, 10), en boca de Damón, se convierte en “palabras quebradas por olvido” (son. V, 6), en boca de la persona poética. La alternancia no sólo es pastoril, sino también propiamente lírica. Ante la espinosa de pregunta de cuál era el modo de imitación propio de la lírica entre los tres que distinguía Platón —simple o exegemático, dramático y mixto— (República III, 392d- 94c), grandes teóricos de la segunda mitad del siglo XVI como Minturno, Viperano y Herrera concluyeron que se trataba del mixto (Morros 212-13, 228). El poeta hablaría vistiendo ora su propia “persona”, ora la de otro (e.g., Minturno 2:510 [III, 175]). Pocas cosas más líricas en 1588, por tanto, que vestir ora la persona propia, ora la de otro, para significar el mismo afecto. En este sentido, la lírica renacentista desmentía, tanto en la teoría como en la práctica, a un teórico literario posterior, como Mijaíl Bajtín, para quien la lírica se caracteriza por su “monoglossia”, por consistir en una sola voz (278). La voluntad de establecer una convención pastoril también rige en las odas. La primera de ellas, no por casualidad, sucede al soneto VII. Sus estrofas, temas y motivos son netamente horacianos (Pérez-Abadín, La oda 129). Se apartan del hilo amoroso para abordar temas morales (127). Para ello remplazan la modalidad retórica epideíctica o demostrativa presente en los sonetos y canciones, propiamente lírica según la teoría renacentista (Esteve 50), por la deliberativa moral. Por otra parte, en contra de los modelos de Horacio, o incluso de fray Luis, los nombres de los varios amigos a los que la persona poética turriana dirige sus exhortaciones provienen de la pastoral antigua: Filis, 147   Amintas, Alexis y Dafnis en el libro I. Ahora bien, cierto es que ya Bernardo Tasso había bucolizado la oda horaciana y la había enriquecido con el lenguaje y los temas petrarquistas (117); y que la poesía italianista española, en general, tendió a confundir al pastor, el habitante de la edad de oro y el “vir bonus” horaciano (Á. Alonso, La poesía 90). En el caso de Torre, la innovación de Bernardo Tasso se transfigura en contacto con los demás Versos líricos. Las odas se integran orgánicamente en el programa establecido por el soneto I de buscar la compañía y establecer una comunidad afectiva que rompa el melancólico sino de la soledad. Si en los sonetos y las canciones la persona poética trabaja por la amistad pastoril o la preciada comunicación con la amada, en las odas persigue la sabiduría y la convivencia horaciana. La modalidad deliberativa horaciana, eventualmente, contamina la modalidad epideíctica de los sonetos. En el soneto XIX, la persona poética se dirige nuevamente a Títiro, caracterizado ahora como una especie de vir bonus horaciano, empleando el imperativo y motivos morales horacianos como el del naufragio (9-13). 3. La coherencia melancólica del libro I. A lo largo del resto del libro I se bosqueja una historia sentimental. Aunque no mencione eventos históricos o calendáricos, ni tampoco prodigue el pretérito verbal, la innominada persona poética sí alude a un estado de cosas anterior, con lo que connota para sí una consistencia psíquica a través del tiempo. En el soneto XIX se refiere a sí mismo como el “pastor cuitado que lamenta / dolor seguido de placer pasado” (7-8), y afirma haber alcanzado “la cumbre” (12); ya en el soneto VIII mencionaba la “gloria pasada y gloria arrepentida” (6). En el último cuarto del libro aparece un hito concreto 148   (Pérez-Abadín, Los sonetos 97): alguien declara su triunfo en el soneto XXVI: “el altivo desdén del pecho helado, / armas fueron del crudo amor tirano / y agora son trofeos de mi triunfo” (12-14). Poco dura la dicha, pues el poema siguiente refiere que los celos amenazan con echarlo todo a perder: Este coloso de mis pensamientos, máquina inmensa de mi devaneo, por ser cosa trazada a mi deseo temo la furia de contrarios vientos… (son. XXVII, 1-4) Henos aquí con un amante melancólico. En cuanto la persona poética alcanza el triunfo por segunda vez, su propia imaginación, potenciada por la melancolía, se encarga de deshacer la dicha para así perpetuar el deseo. Seguramente pasó lo mismo la vez anterior, y por lo que dice el soneto XXIX, “los cielos aspirados” (7) están perdidos. Como en el caso de Orfenio en La Galatea, el poder poético se manifiesta en los celos, enfermedad de la melancolía adusta. Poéticamente no es un poder ni de enseñar ni deleitar, pero sí de mover, aunque sea al propio enunciador; y persuadirse a uno mismo era, en todo caso, el primer paso para persuadir a los demás (Aristóteles, Poética XVII, 1455a; y Horacio, Arte poética 102-03). En contraste con la impotencia de la persona poética en el soneto I y en todo el resto del libro I de Versos líricos, aquí “puede tanto aqueste desvarío” (12) que efectuará un cambio en el curso de los acontecimientos. El poeta por fin está a la altura de su nombre, el de hacedor. Una década más tarde, el personaje de la Lectura en el Cisne de Apolo (1602) de Alfonso de Carvallo recordaría que “Poeta es nombre griego, es lo mesmo que en latín factor y en el español hacedor, o criador, porque viene del verbo griego poieo, que significa hacer” (76 [diál. I, §1]). 149   La melancolía inherente a este amor se debe, por un lado, al mecanismo de postergación melancólica que ya he expuesto como constitutivo del género pastoril. También se debe, por otro lado, a la filografía neoplatónica, afirmada en varios poemas del libro I pero de manera contundente en los versos finales del soneto final. Las bellezas del mundo no “pueden causar visión de amor interna / como la vista de mi ninfa amada / cuando en sus ojos bellos me transforma” (son. XXXII, 12-14). Se trata de la visión de la amada que fantasmáticamente transforma el alma del amante, según pensaba la filografía neoplatónica (Serés, La transformación 55). En un soneto anterior, la persona poética celebraba la belleza cuasidivina de la amada: “Cuya beldad humana y apacible / ni se puede saber lo que es sin vella, / ni vista entenderá lo que es el suelo” (XXIII, 12-14). Tal índole neoplatónica del amor impone la ausencia de nombre de la amada, una de las manquedades que apartan al libro I del modelo de secuencia lírica del petrarquismo estructural. El soneto XI explica por qué la amada no puede tener nombre: El ídolo purísimo que adoro, deidad al mundo y en el cielo diosa, ya condolida de la dolorosa vida que paso de contino en lloro, el ébano, marfil, nieve, ostro, oro, la púrpura, coral, jacinto y rosa pasando por mi vista deseosa, de invidia mata del Olimpo el coro. Yo, que de la visión divina y rara cual nunca vieron ojos soberanos, a no dudar de su deidad aprendo, si yerro en adorar su lumbre clara, desengáñeme amor, que con humanos ojos por bien mi sólo engaño atiendo. El blason, o desarticulación de la amada en elementos suntuarios, ofrece una imagen incoherente, ya que se trata de adorar a un ídolo purísimo, y no de comprenderlo. En los tercetos, la persona poética aprende a “no dudar” de la visión dispensada, y por lo tanto 150   no la describe. Describir a una amada concreta sería “dudar” de ella. Ya la situación no estaba para Lauras; si acaso, para amadas como la Luz herreriana, cuyo nombre alegórico y multiplicidad de nombres, según observa Julian Weiss, delata tanto que el poeta tiene varias voces como que ella es inaprehensible (165). Además del hito que eclosiona en la parte final pero que ya contaba con adelantos en poemas tempranos, la cohesión narrativa del libro I se apoya en la notable consistencia en la caracterización de las personas poéticas. Tal caracterización es, en efecto, melancólica. En sus voces y por lo que dicen de sí mismas, exhiben los signos físicos y los síntomas psíquicos que la medicina y el pensamiento humanista asociaban al exceso de humor negro. Su melancolía se debe a la inaccesibilidad del objeto de su deseo. Ya Ficino, en el texto fundador de la filografía neoplatónica, había explicado la etiología física del amor en términos provenientes de la teoría médica de la melancolía. El mago florentino concluyó su exposición comentando: “amorem esse dixerunt passionem morbo melancolico proximam” (De amore VI, IX).12 En la España del siglo XVI, en el tratado De melancholia (c. 1565) de Santa Cruz, el personaje del médico Aristipo había identificado la melancolía erótica con el amor platónico. Según Aristipo, el bien y la belleza trascendentes no serán jamás alcanzados en esta vida, así que aquel que ame según mandan Platón, Plotino y Ficino caerá en la melancolía (97 [diál. V]). Ya nos lo advirtió el soneto I: estos son versos de Polifemos y Coridones, no de Títiros ni Elicios. Cuando las personas poéticas del libro I no canten desde la ausencia, lo harán llorando la pérdida. Ora por la naturaleza divina del objeto de deseo, ora por la agenda melancólica de fingir lo ausente como perdido, ni siquiera intentan conseguir o recuperar                                                              12 “Dijeron [sc., los médicos árabes medievales] que el amor era una pasión cercana a la enfermedad melancólica.” 151   lo deseado. Asumen su condición polifémica, asentada en el soneto I. Si una de ellas se deja llevar por la “osadía” (son. XXIX, 7), sus propios celos se encargarán de derrotarla. De ahí que ni ésta, ni Damón, ni el pastor enamorado de la oda III se dirijan nunca a la amada. Los apóstrofes a la noche, al río o al tiempo buscan pastoril y líricamente una convención o colaboración, no persuadir. En el soneto XX, la persona poética reconoce que las estrellas saben de su “cuidado” (5) y que Ellas saben amar, y saben ellas que he contado su mal llorando el mío, envuelto en los dobleces de tu manto. Tú, con mil ojos, noche, mis querellas oye y esconde, pues mi amargo llanto es fruto inútil que al amor envío. (9-14) En el primer terceto, la persona poética exhibe la capacidad de su poesía para dar cuenta de los afectos amorosos y servir como punto de encuentro afectivo entre seres distintos. Pero el llanto-canto se circunscribe al ámbito nocturno. Aunque enviado al amor, “es fruto inútil” que no supera el espacio de la noche, donde la persona poética se halla sola. Más adelante, en la canción I del mismo libro I, la persona poética conforta a la tórtola viuda a que se resigne a este destino para su llanto: “no temas que tu llanto / esconda el cielo en el noturno espanto” (77-78). La noche se configura como el espacio por excelencia de la poesía turriana. En el soneto XVI resulta evidente que la noche funciona como lo haría la melancolía: Turbia y escura Noche, que el sereno cerco del cielo tienes escondido, el mar revuelto, el suelo entristecido y el aire de noturnos monstruos lleno. […] Que antes que tu tiniebla escura caiga, vea mi luz, y siempre tú me veas, débate yo tan grande beneficio. (1-4, 12-14) 152   Al igual que la melancolía, la noche surge del vacío entre el sujeto poético deseante y su inalcanzable objeto de deseo. La noche hurta la “luz” que es la amada de la vista del amante, dejando caer su “tiniebla escura”. Funciona como la melancolía porque se trata de la duración melancólica, “Turbia y escura”, escondiendo, revolviendo, entristeciendo y llenando “el aire de noturnos monstruos”. Según la medicina humoral, el humor melancólico afectaba las facultades del ánima racional en cuyo cuerpo se excede precisamente por medio de su oscuridad.13 En el soneto XVI, la palabra poética fabrica el espacio nocturno. A su vez, la noche moldea el canto. Funciona una sympatheia, o simpatía, de doble sentido, pues el estado de la persona poética se conforma al de la naturaleza en la misma medida que el de la naturaleza se conforma al de la persona poética (Hughes 51). Tal simpatía melancólica tiende vínculos entre los distintos entes sensitivos que aparecen a lo largo del libro I. Por ejemplo, en la canción I, el roble despojado de la yedra representó a la naturaleza que simpatiza con el dolor de la persona poética. Por eso reaparece en la canción II: Inútil tronco agora, tronco pesado donde llora la tortolilla viuda su ventura, donde la viuda llora, y el solo valle esconde lágrimas, cantos, quejas y hermosura. (27-32) Lo menguado mora en lo menguado; el menguado se reconoce en los menguados. De ahí el complejo sistema metonímico entre las personas poéticas del libro I y las yedras y otros vegetales amarillentos o marchitos (Orobitg, “La yedra” 946).                                                              13 Sobre la relación analógica entre noche y melancolía gracias a Saturno, véase Orobitg, L’humeur 87-88. El búho, la lechuza y el murciélago estaban especialmente asociados a Saturno, y por ende a la melancolía, en el Renacimiento (Orobitg, L’humeur 90-93). Esos son los “noturnos monstruos” a los que se refiere la persona poética del presente soneto. 153   El circuito metonímico que establece la melancolía entre los seres menguados les permite fundar una convención nocturna, un encuentro de índole pastoril entre los diversos seres de la noche. Pero también limita el alcance de la voz. En el soneto X, la persona poética describe el espacio privativo de emisión y recepción de su canto: “Este real de Amor desbaratado, / de rotas armas y despojos lleno, / aguda roca y mal seguro seno” (1-3). Se trata de un espacio óptimo para la introspección melancólica, pero inadecuado para persuadir a la amada, ya que carece de la fertilidad necesaria para que el discurso dé frutos. Por pronunciarse en un espacio que le corresponde, el llanto se vuelve inútil. Así lo reconoce la persona poética en el soneto XXXI: “Y si entre duras piedras no cayera, / bien pudiera esperar del triste llanto / el campo de esperanza florecido” (9-11). 4. La convencional y fallida secuencia lírica del libro II. El libro II de los Versos líricos introduce una serie de cambios respecto al I aparentemente encaminados a romper el círculo vicioso que la melancolía ha impuesto a la enunciación poética. Las trece primeras composiciones del libro conforman el ciclo del pastor Damón y su amada Filis. A diferencia de la reticencia en el libro I por nombrar a la amada, en el libro II la amada recibe este nombre desde el soneto I. Asimismo, hasta por lo menos la canción I, la persona poética se identifica como Damón. Incluso cuando no se nombra, cabe inferir que se trata de él (Pérez-Abadín, ‘Resonare’ 94). El libro II, en otras palabras, adquiere perfiles de secuencia lírica pastoril. Y al ser más pastoril, cabe decir que el libro II es más convencional que el I, en el sentido latino de perteneciente al encuentro y la compañía. Muestras de la convencionalidad, propia de la pastoral, son los pastoriles nombres del amante, la amada y los personajes secundarios, y el hecho de que 154   en el libro II hay menos soliloquios y sí más sonetos apelativos que en el I (Pérez- Abadín, Los sonetos 123). Por medio de ellos, los personajes persiguen con más ahínco franquear la barrera de la melancólica soledad. En el soneto IV, por ejemplo, Damón deshecha la retórica demostrativa y pretende mover a Filis: “¡Ay!, no te alejes, Fili, ¡ay!, Fili, espera” (1). El libro II merece el calificativo de convencional también en el sentido moderno de conformado a unas normas, y por tanto no excepcional. Resulta que ocho de los once sonetos del ciclo de Damón y Filis consisten en imitaciones bastante fieles de los sonetos pastoriles de Benedetto Varchi (Pérez-Abadín, ‘Resonare’ 174). Inclusive toman los nombres propios de los personajes. A muchos lectores de la época, familiarizados con el petrarquismo manierista italiano de mediados del siglo XVI, aquel que recogían las Rime raccolte, no se les escaparía el detalle. Incluso cuando la fuente no mana de Varchi, el gesto mimético es ostentoso. El soneto III, que imita un carmen latino de Andrea Navagero, desentona por la extrema crudeza de sus latinismos (Cerrón Puga, Notas 135). La dependencia mimética delata que el cancionero de Damón durará poco. Con él se derrumbará la consistencia conseguida por el libro II, que tanto contrasta con las vaguedades y contradicciones del I. Tras los lamentos y ruegos de Damón en los ocho primeros sonetos y la oda I, en el soneto IX Tirsis encuentra indicios del triunfo de su amigo y rival. En los sonetos siguientes, no obstante, Damón se duele del desdén de la amada Filis, y en la canción I se identifica con la “Verde y eterna yedra, / viuda y deslazada / de las ramas del olmo, honor del prado” (1-3), como harían las personas poéticas del libro I. Desde luego, la caída de la “gloria” de la yedra (53) se asemeja a la fugaz gloria mencionada, recobrada y de nuevo perdida por la persona poética 155   innominada en el libro I. Y la recomendación de Damón a ella coincide con la resignación y desolación melancólicas que ya encontramos en el libro I: Lloraste, desdichada; no te valieron llantos, que los injustos cielos ni alivian desconsuelos, ni remedian tormentos y quebrantos. (59-63) La commiato, o vuelta de la canción, sugiere un final todavía más desesperado para el amor de Damón. En el libro I, el amante por lo menos aceptaba la inaccesibilidad como condición del buen amor. Aquí dice Damón: “De Filomena, o tórtola doliente, / canción, buscad la arpada / lengua y allí llorad mi vida ansiada” (92-94). Anhela una voz visceralmente adolorida, la voz femenina y antigua de Filomena, a quien la lengua le fue amputada. En el quiebre de la voz asoma de nuevo la melancolía como principio generador y simultáneamente destructor de la poesía. Así como ha conducido a Damón a la introspección y el luto por lo deseado —que a su vez le permiten pensarse y expresar su ausencia de Filis—, el afecto melancólico termina por llevarlo a la desesperación. Aquello que hizo de él la primera persona poética en todos los Versos líricos que podía presumir de su propia secuencia, a la vez lo traba e incapacita. De tanta melancolía, la voz de Damón, como la de aquel anti-Títiro al inicio del libro I, amenaza con abandonar la coherencia para tornarse llanto. La desesperación de la voz de Damón, más aún, evidencia la impotencia de la poesía y de los modelos imitados de donde proviene. Aparte de los sonetos, Damón echó mano de la retórica deliberativa en la oda I para mover a Filis, del mismo modo que Salicio suplicaba a Galatea en la égloga I de Garcilaso. Asimilándose melancólicamente a 156   la yedra, Damón pone el ejemplo de cómo “la vid enlaza, y prende / el olmo; y la hermosa / yedra sube tras ella presurosa” (38-40). En la canción I, empero, Damón revela que de nada le valieron exhortaciones de ese tipo, ni siquiera esta última. La gran particularidad de la canción I respecto a los ocho sonetos precedentes estriba en que no es una traducción de Varchi. En el soneto II, antes de que se pusiese a traducir a Varchi, Navagero y Horacio, Damón constató que “suspirando / apenas disminuyo la cerrada / niebla que esconde mi divina lumbre” (9-11). Se refiere a aquella noche-melancolía que ya conocemos del libro I. Por eso recurrió a la estrategia de esforzar su voz con las de otros. También se hizo eco de ellos porque, como explica Amintas a la propia Eco en la égloga III de la Bucólica del Tajo, únicamente la voz de Eco consigue contar el “gravísimo mal”: agora solo voz, sonido agora de temerosas y profundas cuevas, de solitarios y cerrados valles, adonde recibiendo fuerza y brío, de las querellas a los vientos dadas, mustia y apasionadamente cuentas el gravísimo mal que te lastima. (19-25) El fracaso de estos ecos para deshacer las tinieblas no sólo pesa sobre Damón y Torre, que fingió su persona, sino sobre los poetas imitados y la poesía en general. En el libro I, el empleo por parte de Torre de las Rime raccolte italianas constituía una imitación heurística. En aquellos poemas, la obvia imitación ponía de manifiesto la distancia mediante entre el modelo y la imitación, entre uno y otro contexto cultural. En el libro II, la distancia entre uno y otro contexto es tan vasta que hay una incomprensión cultural (T. Greene 43-46). Aun si Torre concentró en el libro II sus composiciones primerizas 157   (Cerrón Puga, “Francisco de la Torre” 152), las colocó después del libro I intencionadamente. El quiebre de la voz de Damón arruina la ficción de efusividad que la secuencia poética por fin había conseguido gracias a este pastor. Tras la canción I toma la palabra Tirsis en el soneto XII. Lo hace para colaborar, de modo pastoril, con Damón en la expresión del afecto amoroso. De ahí que se dirija a Venus, como hizo Damón en el soneto II. Obra de tal manera para acentuar el melancólico polifemismo que caracteriza a los hablantes poéticos en toda la obra turriana. Ya Damón se mostró polifémico: incapaz de persuadir, dionisíaco por devoto de Baco (son. VI), y negligente con su ganado (son. V, 9-11), como Polifemo (Teócrito, Idilios XI, 72), Coridón (Virgilio, Bucólicas II, 67-70) y Ergasto (Sannazaro, Arcadia 58 [prosa I]). Mas Tirsis exhibió en el soneto IX una violencia propia del Polifemo de Ovidio. A causa de los celos cayó llorando en tierra sin sentido. Después, lleno de rabia el desdichado quebrando su zampoña […]. Mas no pudo acabar, vencido de ira. (8-10 y 14) La caracterización de Tirsis se enriquece con el soneto XIII, que lo presenta como un amante neoplatónico. La persona poética innominada le cuenta a Títiro que mientras Tirsis mira a Filis, “entran su alma enemigos engañosos” (8). Como consecuencia de la ocupación de su alma racional por los fantasmas emitidos por la amada, Tirsis “Olvida el prado, y aun de sí se olvida” (11). No hay contradicción realmente entre el Tirsis “vencido de ira” del soneto IX y el Tirsis tiernamente enamorado del soneto XIII. Como enseñaba la pastoral clásica y renacentista, los pastores polifémicos aunaban el ímpetu violento y el más ennoblecedor amor. 158   5. “Encélado atrevido pensamiento”: El drama definitivo de la poesía turriana. Con el cierre y fracaso de la pequeña secuencia lírica de Damón, que ocupa el primer tercio del libro II de los Versos líricos de Torre, se inicia el nudo central del mismo. Ahí se libra el drama definitivo de la poesía turriana. La oda III del libro II culmina la bucolización de la oda horaciana iniciada a lo largo del libro I y acelerada en la oda I del libro II, donde las exhortaciones morales se tornaban en amorosas. Emulando las Bucólicas virgilianas antes de llegar a la Bucólica del Tajo, aquí la persona poética canta a la edad de oro, como la égloga IV del mantuano, y la identifica como el tiempo pretérito de Tirsis y sus amigos pastores: ¡Oh, tres y cuatro veces venturosa aquella edad dorada, que de sencilla, pura y no invidiosa vino a ser invidiada! Sobre la bien nacida yerba daba alivio a sus cuidados Tirsis… (1-7) La deixis marca la distancia entre, por un lado, el hablante poético y, por otro, Tirsis y la pretérita “edad dorada”. En otras palabras, aquí no canta Damón, ni siquiera otro pastor que haya figurado en el drama pastoril del libro II. En cambio, se trata de una persona poética nueva, cercana al lector del siglo XVI: Salve, sagrada edad, salve dichoso tiempo no conocido de este nuestro alabado por glorioso, pero no apetecido. (41-44) El apóstrofe a la “sagrada edad” pone en marcha el mito ovidiano de las sucesivas edades hasta llegar a la presente edad de hierro. La “sagrada edad” es el “tiempo no conocido / de este nuestro”. La persona poética lo califica de “alabado por glorioso, / pero no apetecido”. Según el esquema ovidiano, no es digno de deseo a causa de su 159   bajeza férrea. La alusión a glorias dignas de alabanza cobra pleno sentido si pensamos en una persona poética situada a finales del siglo XVI, dirigiéndose en español a un lector de finales del siglo XVI. En el contexto de las glorias de la Monarquía Hispánica, glorias conseguidas por medio de la guerra y por tanto propias de una edad de hierro, la persona poética confirma algo que ya concluimos respecto de la pastoral en el capítulo I: que en sí misma es un ejercicio melancólico de representación de aquel dichoso “tiempo no conocido”. En esta oda I del libro II, la nueva persona poética denuncia la naturaleza ficticia del drama pastoril que ha ocupado los poemas anteriores del libro II. La aparición de una persona poética nueva en la oda I, al lamentar el paso y la pérdida de “aquella edad dorada”, desbarata definitivamente cualquier vestigio de consistencia en cuanto a emisor poético que le quedase a la peculiar secuencia lírica. Persisto en hablar de peculiar secuencia lírica porque, pese a que la nominatividad haya quedado arruinada, los sonetos que suceden a la oda I siguen encareciendo la melancolía que ha sido común a las distintas personas poéticas y a la poética misma de los dos libros de Versos líricos. El soneto XV confirma que la noche, pese a constituir en sí misma la separación respecto al bien deseado, es lo que permite a la persona poética saberse como sujeto: “Tú, que de mi dolor me has conducido / a contemplarte y contemplar mis hados” (5-6). Y en el XVII, el hablante poético traza una descripción de su propio carácter como melancólico: Solo y callado y triste y pensativo huyo la gente con los ojos llenos de dolor y de llanto, los serenos ojos huyendo que me tienen vivo. (1-4) No sólo es melancólico por huir de la gente en busca de la soledad y la introspección; lo es también por amante neoplatónico: “Allá queda mi espíritu cautivo” (5). Por añadidura, 160   este soneto está focalizado en la posición meridiana del libro II: es el vigesimoprimer poema de los cuarenta y uno que lo conforman. A semejante bisagra sucede la oda IV, en la cual la persona poética innominada dirige una serie de exhortaciones morales a Tirsis a partir de la metáfora horaciana de la navegación como un exceso moralmente reprobable: ¡Tirsis! ¡Ah, Tirsis! Vuelve y endereza tu navecilla contrastada y frágil a la seguridad del puerto; mira que se te cierra el cielo. (1-4)14 El sentido de la transgresión que la persona poética achaca a Tirsis está cifrada en su nombre. El colapso de la nominatividad del cancionero en los poemas inmediatamente anteriores no suprime la historia que han desarrollado. En ella hemos encontrado a Tirsis como amante polifémico y como poeta. ¿A qué otra transgresión se referirá la persona poética de la oda IV si no es al amor y al canto? En las Tristes, la persona poética ovidiana se refirió a su carina o embarcación como “naufraga” (II, 469-70), al contrario que la boyante nave de otros poetas líricos, como Tibulo y Propercio. La travesía marítima era un símil común en las letras latinas para referirse a la escritura. Mientras que Quintiliano celebraba la escritura romana como travesía de descubrimiento, viaje que no se quedaba en la “imitatio per ipsa” sino que permitía invenire o hallar nuevos tropos y asuntos para el discurso y la poesía (X, II, 4), Horacio presentaba una visión negativa. En el propemptikon, o poema de despedida a Virgilio con motivo de su travesía a Grecia, la persona poética se refería así a la travesía marítima: Nequiquam deus abscidit                                                              14 Compárese con Horacio, Odas II, X, 1-2: “Rectius vives, Licini, neque altum / semper urgendo neque, dum procelas / cautus horrescis, nimium premendo / litus iniquum” (1-4; “Si en alta mar, Licino, / no te engolfares mucho, ni, temiendo / la tormenta, el camino / te fueres a la costa prosiguiendo / entre la demás gente / sabrosa vivirás y dulcemente” [traducción de fray Luis de León 1-6]). 161   prudens Oceano dissociabili terras, si tamen impiae non tangenda rates transiliunt vada. Audax omnia perpeti gens humana ruit per vetitum nefas. Audax Iapeti genus… (Odas I, III, 21-27)15 La empresa poética de Virgilio constituía en sí misma un atrevimiento semejante. Petrarca, por ejemplo, se refería al autor de la Eneida como “ille magister maris” (Secreto 162 [lib. I, sec. 31]),16 el gran piloto que había domeñado los altos mares de la poesía. En el Renacimiento se seguía considerando la Eneida como la gran travesía de inventio de la poesía (Langer 139). La obvia imitación de Horacio por parte de Torre en la oda IV del libro II afecta incluso a la forma. Torre inventa un nuevo tipo de estrofa, denominada por tanto “de la Torre” o “túrrica” (Navarro Tomás 214), parecida a la estrofa sáfica clásica, y cuya falta de rima “ratifica la ascendencia clásica” (Pérez-Abadín, La oda 137). La persona poética convierte la exhortación moral de la oda IV en una advertencia sobre los peligros de amar y cantar. Así como la persona poética de Horacio comparaba al navegante con Prometeo, el “audax” hijo de Jápeto, la turriana presenta ante Tirsis, con la retórica de la evidentia, los ejemplos de la osadía y el atrevimiento: ¿No ves, cuitado, que el hinchado Noto tray en sus remolinos polvorosos las imitadas mal seguras alas de un atrevido mozo? ¿No ves que la tormenta rigurosa viene del abrasado monte, donde yace muriendo vivo el temerario                                                              15 “Sin por qué Dios prudente dividía, / cuando zanjaba el mundo, / de la Europa la América y ponía / por muro el mar profundo, / si los bajeles impios, despreciando / los acuerdos divinos, / el mar como la tierra van rayando / con sendas y caminos. / Malosada a sufrir la gente humana / todo mal, lo vedado / ciega apetece y la fatal manzana / probó aquel malosado / primer hombre…” (imitación de Francisco de Medrano, lib. I, ode X, 25-37). 16 “Aquel maestro del mar.” 162   Encélado y Tifeo? (17-24) La persona poética congrega a Ícaro, frecuente alegoría del poeta renacentista, y a los gigantes rebeldes, que muriendo viven, como enamorados petrarquistas. Concluye la oda: Miremos la tormenta rigurosa dende la playa, que el airado cielo menos se encruelece de contino con quien se anima menos. (37-40) Animarse menos sería el equivalente de cultivar una poesía más discreta, menos osada en la manera que ama y en su objeto de deseo. El soneto XVIII, poema inmediatamente siguiente a la oda IV, presenta la respuesta a la sabiduría horaciana expresada en el poema anterior. Una persona poética innominada, tal vez Tirsis, habla de su propio pensamiento en estos términos: Este Encélado altivo pensamiento por otro atrevimiento derribado, en este pecho, Mongibel tornado tal fuego lanza, que abrasarme siento; y sin memoria del soberbio intento por quien en vida vive sepultado tan furioso revuelve mi cuidado que mueve guerra al estrellado asiento. (1-8) En desafío a la persona poética de la oda IV, la persona poética de este soneto afirma su autofiguración como el atrevido gigante Encélado: un amante cuyo pensamiento no aprende de los castigos merecidos y persiste en mover guerra, o sea alcanzar el cielo estrellado, que representa a la amada y sus bellos ojos. La veta de ira en esta melancolía nos remite al soneto I del libro I y a la consistente caracterización de las personas poéticas turrianas como Polifemos, o sea enamorados melancólicos cuya voz amenaza constantemente con dar paso a la violencia. En el terceto final, la persona poética justifica la altivez de su pensamiento con base en la belleza del cielo: “mas si miro mi cielo 163   reluciente / tales, y tan ardientes rayos tira, / que como el triste pensamiento quedo” (12- 14). Quizá por ello, en el soneto XX, una persona poética innominada renueva la advertencia a Tirsis: a que escarmiente de “la nave del cuitado Iolas, / hecha tablas” (1- 2), pues “en lugar donde otros perecieron, / mal te pueden valer tus crudos hados” (13- 14). Entre la oda IV y el soneto XVIII culmina la peculiar secuencia lírica que han conformado los Versos líricos de Torre. Los naufragios a los que se arriesga Tirsis en la oda IV y el soneto XX, o a los que sucumbieron la innominada persona poética en el XIX y Iolas en el XX, ya se han producido. Fueron los colapsos de la consistencia en la historia y la identidad de las personas poéticas a lo largo de los Versos líricos. En la oda III, aquella misteriosa persona poética extrapastoril contaba que el atrevimiento del gigante Encélado propició el final de la edad de oro y el paso a la de hierro: La madre universal de lo criado no era madrastra dura, como después que Encélado abrasado cayó en la gruta escura. Este deseo de venganza hizo descubrir a la tierra el seno de metal, que satisfizo a la enconada guerra. (29-36) En aquella oda, como recordará la lectora, una persona poética situada más acá del lector quinientista evocaba la “edad dorada” en la que sucedieron los amores que los poemas circundantes cantan. Si el “altivo pensamiento” de Tirsis fue “Encélado altivo pensamiento”, la “edad dorada” acabó por culpa del atrevimiento amoroso y poético de Tirsis. Al acabar por poéticamente atrevido con la “edad dorada”, Tirsis acaba con el espacio pastoril, y por consiguiente con la poesía. 164   6. “Hombre convertido / en un monstruo tuyo”: El final melancólico de la voz lírica turriana. Estos poemas que he comentado ocupan la parte central del libro II, lo cual significa que vienen unos quince más a continuación. La poesía, en otras palabras, no se ha acabado con el atrevimiento de Tirsi. Sigue adelante, pero ya no habrá más intentos por imponerle una unidad a la secuencia. Ahora la historia consiste en la errancia que la persona poética recomienda a la canción II en la commiato: “errad por la espesura / del monte, que de gloria tan perdida, / no hay sino lamentar su desventura” (74-76). Damón (soneto XXV) y Tirsis (soneto XXVI) reaparecen como hablantes poéticos, Filis retorna como destinataria (canción IV y soneto XXXI), pero la ficción no funciona porque el lector sabe que volverá a disgregarse. Al recorrer esos parajes ya conocidos, la persona poética erra. El soneto final del libro II incluso retoma la contundente afirmación neoplatónica que sumió al libro I en la aporía. Refiriéndose a la amada, la innominada persona poética pregunta a las estrellas: “Si de su luz es vuestra luz vislumbre / es de más perfección su semejanza, ¿qué puede ser mi simulacro amado?” (XXXII, 12-14). La canción II y el penúltimo soneto revelan qué le pasa finalmente a la voz poética en los Versos líricos. La canción II está dirigida a la “Doliente cierva, que el herido lado / de ponzoñosa y cruda hierba lleno, / buscas la agua de la fuente pura” (1-3). El soneto XXXI apela a Filis, cuyo amante (¿Damón, Tirsis o ninguno de los dos?) compara su deseo por ella al de la “desangrada cierva” (1) que busca “con más ardor el agua, cuya pura / vena mitiga el fuego que la dura / flecha del cazador llevó en la yerba” (2-4). De los muchos y hermosos subtextos que nutren los dos poemas, uno de gran prestigio provee el motivo de la cierva herida: uritur infelix Dido totaque vagatur 165   urbe furens, qualis coniecta cerva sagitta, quam procul incautam nemora inter Cresia fixit pastor agens telis liquitque volatile ferrum nescius… (Virgilio, Eneida IV, 68-72)17 Al identificarse con la cierva herida y comparar su búsqueda de alivio con la de ella, la innominada persona poética turriana manifiesta su deseo poético ulterior: emitir una voz como la de la “infelix Dido”. Como observa Cerrón Puga, el largo pasaje virgiliano sobre el lamento de Dido domina secretamente toda la poesía de Torre porque el asunto central de ésta consiste en el lamento por la pérdida (Introducción 25). A mi juicio, en la canción II del libro II el motivo sale a la superficie del texto porque se aproxima el final, y la voz de Dido es una voz final. Aunque sea una voz estremecedora, no logra cambiar el parecer de Eneas porque más pesan sobre él las órdenes divinas que sus propias inclinaciones. Lo mismo ocurre en el ámbito nocturno-melancólico de la poesía turriana: “los injustos cielos / ni alivian desconsuelos, / ni remedian tormentos y quebrantos” (II, can. I, 61-63). Por otra parte, la voz de Dido enseña a la de Torre la voluntad de volverse extrema, de quebrarse en una articulación sangrienta, como la de “la arpada / lengua” de Filomena (II, can. I, 93-94), como aquella que soñara Orompo en la égloga amebea de La Galatea: “haec precor, hanc vocem extremam cum sanguine fundo” (621).18 Con sangre, la reina de Cartago establece “hanc vocem extremam”. Así acaban los Versos líricos de Torre. En el libro III de Versos adónicos, la voz poética drásticamente se despoja de los códigos poéticos que ha venido imitando para volver a las esencias populares y cancioneriles de la endecha castellana en arte menor. La                                                              17 “Ardese toda la infelice Dido, / Y ya furiosa y de juicio agena / Anda por toda la ciudad vagando. / Qual cierva que con flecha va herida / Que en los Cretenses bosques descuydada / El pastor duro con sus flechas y arco, / Yendo empos della, la hirió de lejos / Y sin ser visto, le dejó en el cuerpo / La boladora flecha soterrada” (traducción de Hernández de Velasco 1:183). 18 “Esto es lo que mi voz postrera os pide, / Con la cual vida y sangre se despide” (Hernández de Velasco 1:227). 166   diversidad de metros y patrones rítmicos en el libro III pone de manifiesto que por populares que suenen, las endechas provienen de la culta matriz que concibió los Versos líricos y también concebirá la Bucólica del Tajo. El título mismo revela, como antes reseñé, que los Versos adónicos también pertenecen a la especie lírica. Son, de alguna manera, lo que le ha pasado a la voz lírica tras pasar tanto tiempo de noche. En la endecha IX, la persona poética le confiesa a la noche su condición polifémica: Ya sabes que huyo del sol que has huido; hombre convertido en un monstruo tuyo. (33-36) 7. La secuencia lírica de la melancolía. Por la cantidad de traducciones de petrarquistas italianos mesoseculares que presentan y por las varias personas poéticas, los Versos líricos de Torre parecen una raccolta al estilo veneciano (Rivas Yanes 47). Desde luego, en ellos la nominatividad por parte del autor está mucho más atenuada que en otros cancioneros italianistas impresos en España durante el siglo XVI, como los de Boscán, Montemayor, Ramírez Pagán, Lomas Cantoral o Herrera. Y aun con esto, los Versos líricos de Torre, con sus continuidades en los Versos adónicos y la Bucólica del Tajo, sí son una secuencia lírica en la que una serie de personas poéticas canta su melancolía. El polifemismo, en el fondo, estriba en eso: Polyphemos significa “muchos discursos” o “muchas voces”. La medicina renacentista consideraba que la melancolía, en palabras de Joanicio en el diálogo de Mercado, “hace semejantes diversidades” (779), consideración basada en la analogía establecida por el pseudo-Aristóteles entre vino y melancolía. Como la melancolía, el vino “crea una gran 167   diversidad de caracteres […], obra toda suerte de transformaciones” (Problemas XXX, I, 953a). En los Versos líricos de Torre, las muchas voces convergen en la narración de una sola historia: de cómo la subjetividad melancólica alterna varios códigos poéticos (petrarquista, horaciano, pastoril) y personas poéticas, y de cómo procura configurar una secuencia lírica que tenga sentido. Ésta le daría forma, unidad y sustancia a su subjetividad. La empresa, empero, resulta afectiva, ontológica y poéticamente imposible. Bajo la presión de la inestabilidad melancólica respecto a la propia identidad, el sitio dentro del orden de las cosas y la eficacia del lenguaje, los nombres se multiplican y las historias se enredan. En su melancolía, las personas poéticas se marchitan, enviudan y caen. Ofuscada por la noche-melancolía, la osada persona poética naufraga, provoca el castigo divino, o se extravía. Los Versos líricos de Torre son una secuencia lírica de la melancolía en un doble sentido. Por un lado, es un cancionero que narra una historia de melancolía: los constantes anocheceres, despojamientos y naufragios que sufren las voces poéticas en su esfuerzo por poetizarse (hacerse). Y por otro lado, es un cancionero que halla su coherencia en el afecto y el sistema de símbolos y motivos de la melancolía. Gracias a la melancolía y a la consistencia que ella le proporciona, el cancionero que parecía emular una de aquellas colecciones de Rime raccolte acaba afirmándose como peculiar secuencia lírica de un solo autor. En efecto, cumple con cuatro de los ocho indicadores formulados por Simone Albonico como característicos de una secuencia lírica renacentista: la coherencia de tono, vocabulario, estilemas y relato; la distribución intencional de formas 168   métricas; los nexos entre diversos textos, confeccionando simetrías y especularidades; y el posicionamiento de los textos (370). En tanto que secuencia lírica, sin embargo, los Versos líricos de Torre no cumplen con los cuatro indicadores restantes que enumera Albonico: el número preciso de poemas, tomado de un modelo previo; la ficción de una vivencia personal situada en el tiempo y en el espacio; la transparencia referencial de ese tiempo y ese espacio; y los cambios editoriales del texto (370). Estos cuatro son los indicadores propios que el petrarquismo, o sea el conjunto de imitadores de Petrarca en los siglos XV y XVI, tomó del Canzoniere para forjar el modelo de secuencia lírica petrarquista. Como ya señaló Santiago Fernández Mosquera, los Versos de Torre no son un cancionero petrarquista (La poesía amorosa 328). No obstante, en este capítulo se ha demostrado que los Versos líricos constituyen una secuencia lírica esencialmente petrarquesca. En otras palabras, los Versos líricos imita directamente el texto de Petrarca, lo petrarquesco, apartándose de las imitaciones de sus imitadores renacentistas, los petrarquistas. Mediante la multiplicidad y fragmentariedad de las voces, los Versos líricos ponen en entredicho, como diría R. Greene, “the idea of unitary selfhood and the humanist engagement between poetic speakers and readers” (Post-Petrarchism 14). Él denomina artifactualidad (“artifactuality”) al fenómeno y lo juzga propio de la poesía del siglo XX. Pero como señala Thomas Greene, de eso precisamente se ocupaban los Rerum vulgarium fragmenta de Petrarca: no tanto de describir y bucear en la psique del sujeto poético como sí de buscar la centralidad y unidad del ser de ese sujeto mediante la imitación ecléctica de diversos autores antiguos. En sus propias palabras: “the fundamental subject of the 169   Canzoniere is not so much or not only the psychology of the speaker as the ontology of his selfhood, the struggle to discern a self or compose a self which could stand as a fixed and knowable substance” (124). En esta tradición petrarquesca se inscribe la poesía de Torre. Las múltiples y contradictorias voces en la melancólica noche de los Versos líricos terminan integrándose, gracias a la melancolía y al polifemismo que tienen en común, en una sola: la del “hombre convertido / en un monstruo tuyo”. En el capítulo II, a propósito del libro II de La Galatea de Cervantes, abordé la discusión entre Elicio y Erastro sobre la coherencia afectiva de la poesía de Tirsi. Elicio criticó a Tirsi por no preservarla; Erastro lo defendió, ajustándose a la teoría lírica del momento. También a la práctica. Como el Tirsi cervantino, Torre y los demás poetas italianistas españoles del siglo XVI no elaboraron secuencias líricas coherentes. No dejaron de hacerlo por sprezzatura o desdén hacia la imprenta, sino más bien porque no podían narrar la historia sentimental de un sujeto poético unitario. Sencillamente, ese sujeto estaba por hacer. Ni siquiera Petrarca lo había conseguido. Cinco décadas después de inaugurado el petrarquismo en España por Boscán y Garcilaso, la tarea de construir un sujeto poético seguía en marcha. Mediante la melancolía, la poesía de Torre realiza un trabajo de duelo por la coherencia del sujeto poético. Se realiza mediante la melancolía porque tal coherencia jamás existió y es propio del melancólico, como observó Freud y antes que él varios teólogos medievales respecto al acedioso, lamentarse sin un buen motivo. Pero aunque el objeto de su duelo no haya sido perdido realmente, sino más bien falte, el duelo melancólico sirve para intentar, una vez más, configurar el sujeto poético. Quizá la melancolía proporcione la coherencia 170   perdida al imaginar un sujeto polifémico cuya coherencia consiste en no tenerla, cuya voz es una por sonar a muchas. La poesía de Torre realiza un segundo trabajo de duelo, relacionado con su atención a la noción de lírica. Se duele de la inoperancia o, en el castellano de la época, manquedad de los lenguajes poéticos disponibles. De modo harto revelador, Torre invirtió la lógica de las Obras (1543) de Boscán: mientras que el pionero de la poesía italianista en el Siglo de Oro dedicó el libro I a los metros castellanos y el II y el III a los italianos, Torre da por superado el italianismo para volver en el libro III en favor del hexasílabo cancioneril. Constata así el fracaso de los códigos petrarquista, horaciano y pastoril no ya para mover a la amada, sino para consolar siquiera al propio sujeto. Los Versos líricos de Torre sitúan así la melancolía como el afecto peculiar a la lírica. Una de las tensiones principales que la articulan consiste en el paradójico empleo de códigos convencionales para expresar la intimidad o delimitar un espacio privado o minoritario frente a los discursos comunitarios. Al llorar la manquedad de los códigos poéticos principales disponibles en España a finales del siglo XVI, la poesía de Torre propone la melancolía como lo específicamente lírico. 171 CAPÍTULO IV Entre Ingunda y Leovigildo: La secuencia lírica de la melancolía en los Versos (1612) de Juan de Arguijo El acto III de la Tragedia de San Hermenegildo, estrenada en el jesuítico Colegio de San Hermenegildo de Sevilla en enero de 1591, muestra la vigencia de la melancolía para pensar sobre la poesía y articular voces poéticas por la misma época que los Versos líricos de Torre. La espectacular tragedia fue compuesta por el padre Hernando de Ávila y representada por los alumnos del colegio, solemnizando así la refundación de la casa. En el San Hermenegildo, dos géneros teatrales alcanzaron su cumbre en España: el teatro escolar jesuítico y la tragedia neosenequista. En reconocimiento de su precoz talento poético y en agradecimiento a la munificencia que él y su acaudalada familia habían dispensado y seguirían dispensando a la Compañía de Jesús, el padre Ávila confió la composición del acto III a don Juan de Arguijo, brillante exalumno y flamante caballero veinticuatro de Sevilla (Garzón-Blanco 95). San Hermenegildo dramatiza la rebelión por motivos religiosos emprendida por el príncipe epónimo contra su padre, el rey visigodo Leovigildo, en la España del siglo VI. Ejecutado por orden de su padre, el último de la caterva de monarcas visigodos que habían esposado la herejía arriana, Hermenegildo mereció la exaltación como el mártir del catolicismo en España. A finales del siglo XVI, a propuesta sobre todo del historiador regio Ambrosio de Morales, Hermenegildo se convirtió en un modelo para representar a Felipe II, que pretendía figurarse como adalid del catolicismo y azote de la herejía en Europa (Cornejo 27-29). En el acto a cargo de Arguijo, nos encontramos en mitad de la trama. Recaredo, hermano de Hermenegildo y futuro primer rey católico de España, le trae a su padre Leovigildo un mensaje de Hermenegildo en el cual se confirma su ruptura con el 172 arrianismo oficial. Se desencadena en la psique del rey una tormenta de tristeza paterna e ira regia. Acaba dominando ésta, y el rey condena a su hijo rebelde. En la segunda mitad del acto pasamos a Sevilla, plaza fuerte de Hermenegildo y su rebelión católica. Hermenegildo recibe a los legados romanos, los cuales le imponen duras condiciones a cambio de su apoyo militar. A saber, le exigen que les entregue a su esposa e hijo en garantía como rehenes. El acto concluye con la emotiva despedida entre los cónyuges. Ante la oportunidad de estrenar su carrera literaria en una ocasión solemne, revestida del poder y aparato de la Compañía de Jesús, ante lo más granado de la élite civil y religiosa de Sevilla, Arguijo decidió dramatizar el conflicto entre dos melancolías. La primera es la de Leovigildo, a quien entristece la determinación de su hijo a desafiar el arrianismo oficial (3625-27). El sufrimiento, sin embargo, no tarda en gastarlo hasta el punto “que la cólera justa rompe el freno / y el dulce amor de padre en odio vuelve, / y a darle justa muerte me resuelve” (3665-67). En tanto que príncipe, Leovigildo ya contaría de sí con un natural caliente, en el que predominaría la cólera.1 El aumento del calor la quema y la convierte en cólera adusta o melancolía adusta, el tipo de melancolía que, gracias a su sequedad, ayuda al entendimiento y sobre todo a la imaginativa. El demasiado calor, sin embargo, daña el entendimiento. La ternura de padre y la ira regia luchan dentro de Leovigildo, “todo ocupado en pensamientos tales, / […] / que mal reposa un alma fatigada” (3729-31). La constante “mudança” (3854) queda de manifiesto en cambios súbitos de metro, como cuando Leovigildo troca la regia octava por las ágiles redondillas (3811-39), o cuando apostrofa a Hermenegildo como a hijo y simultáneamente como a enemigo: “Dulce hijo Ermenegildo… / ¿Hijo? Mal dixe:                                                              1 Según Huarte, si Dios al rey “no le diera mucho calor, no tuviera brío ni audacia para tener imperio, mando, gloria, majestad y honor” (585 [XIV/XVI]). 173 ¡Enemigo!” (3992-93). Recaredo queda alarmado ante la incapacidad que exhibe su padre el rey: “Mas, ¿qué mudança súbita es aquésta, / que de mi padre miro el color vuelto, / en triste amarillez y llanto embuelto?” (3801-03). La melancolía no convenía a un príncipe. Así lo advertían politólogos como Fadrique Furió Ceriol en El concejo y consejeros del príncipe (1559): los melancólicos “son naturalmente inhábiles para todo género de govierno” (62). Al final de la escena, el rey declara que se retira a “donde sin reposo / esperaré temeroso” (4053-54). La segunda melancolía es el duelo anticipado de Ingunda, la católica esposa de Hermenegildo, ante la separación definitiva. Ingunda discierne la malicia de los romanos, y sabe que ella y su hijo no habrán de reunirse jamás con Hermenegildo o volver a la Sevilla amada. Por eso entona una endecha por la Sevilla que pierde (5065-102), a la cual sigue la que por ella hacen Sevilla y las villas vecinas (5103-56). Mas la princesa también sabe que, ante aquello que dispone la Providencia, no es lícito lamentarse: Dexad ese lamento, dulcíssimas hermanas. ¿Por ventura no basta el mandamiento de quien en todo nuestro bien procura, para bolver sabroso el dolor más amargo y temeroso? (5157-62) Espera, en fin, que “De Dios nos venga a todas el consuelo” (5170). Y aunque exhorte a las villas a que No deis al llanto riendas, que, siendo ordenación de el alto cielo, el que nos da la llaga medicina dará que satisfaga, (5171-74) ella misma concluye el acto anunciando que el Betis “hará en mis ojos fuentes, / con que cresca el caudal de sus corrientes” (5185-86). La tarea heroica que asume la católica 174 Ingunda, como Hércules sobrepuesto a su “furor” en la tragedia de Séneca, será arrostrar la pena, o sea vivir: “Eat ad labores hic quoque Herculeos labor: / vivamus” (1316-17).2 Las dos melancolías del acto III del San Hermenegildo revelan que Arguijo, joven aún, ya entendía al principio de su carrera qué posibilidades y peligros entrañaba la melancolía para la poesía y el poeta. Por un lado, la melancolía de Leovigildo es adusta y varonil, un “nuebo furor” (3690) asimilable al facundo furor poeticus, pero deriva en “mudança” constante y convierte al tirano en un Saturno que devora a su propio hijo y persiste en su herejía.3 La melancolía de Ingunda, por otro lado, es fría y femenil, y aunque va disolviendo la voz en llanto, posee templanza católica y heroica, pues se confía a la “medicina” divina. La melancolía perduró en la obra poética de Arguijo como centro de la reflexión sobre la poesía y las implicaciones morales y políticas de la pena. El veinticuatro de hecho le concedió a Saturno un lugar destacado en los frescos que comisionó para su residencia particular varios años después (De Armas, “Deflecting” 240). Y en 1612 recogió su poesía en un escueto volumen de Versos, que constituye una secuencia lírica de la melancolía, del mismo modo que hizo Torre en los Versos líricos. Pero como sugieren las figuras de Leovigildo e Ingunda, una gran distancia separa el tratamiento de la melancolía en la lírica de Arguijo respecto a la de Torre. Arguijo perteneció a un ambiente poético, filosófico y religioso distinto. Al final de la década inaugural del siglo XVII, en un emporio cultural y comercial como Sevilla y al calor de la Compañía de                                                              2 “Añádase este trabajo con los trabajos de Hércules: vivamos.” 3 Aunque sin tener en cuenta la melancolía, ni el vínculo de Saturno con ella, ni la carga simbólica de Saturno en el Renacimiento, Henry Sullivan recientemente ha acuñado el término “complejo de Kronos, Cronus o Crono” para describir los frecuentes filicidios en las tragedias españolas del Siglo de Oro. En la Europa románica, desde la Antigüedad tardía, se conocía al dios griego Crono como Saturno. (Agradezco al profesor Sullivan, de la Universidad de Tulane, por compartir conmigo su trabajo antes de que sea publicado.) 175 Jesús, Arguijo entabló en sus Versos múltiples diálogos con la historia, la poesía y la filosofía que transformaron su tratamiento de la melancolía. Veamos en qué consistieron esos diálogos. Antes y aun después de su muerte en 1597, Herrera dominó el ambiente poético sevillano. Tres preocupaciones definían su legado: por el amor petrarquista como impulso poético, por la teoría poética y por la responsabilidad cívica del poeta español con la Monarquía Hispánica y la historia. Arguijo, cuya actividad académica y preferencia por el soneto manifiestan su deuda con Herrera, no se sustrajo al influjo herreriano. Su reconocimiento de las consecuencias de la palabra poética en el ámbito público fue evidente en el acto III de San Hermenegildo, texto perteneciente a la pseudo- historiográfica tragedia neosenequista. En los sonetos de los Versos, la persona poética atiende con frecuencia a casos ejemplares de la historia antigua, como los de Escévola (XXVI), Lucrecia (XXVIII) o Marco Curcio (XLVI y L), entre otros. En las canciones, se sitúa en la república cristiana al celebrar ocasiones cívico-religiosas relacionadas con la Compañía de Jesús en Andalucía a comienzos del siglo XVII. Y en la epístola, finalmente, la persona poética vincula su melancolía a la peste y las calamidades que asolaron Castilla en los años finales del siglo XVI. Como veremos, Arguijo reflexionó acerca del lugar de la poesía dentro de la república y la teoría de la lírica en la línea herreriana de la recusatio (excusarse por escribir lírica en vez de épica), pero aportando una consciencia de la incipiente “declinación” de la Monarquía Hispánica que se relaciona con el Barroco. Arguijo cultivó preferentemente el soneto, metro petrarquista por excelencia. Lo hizo además de acuerdo a la poética propuesta por Herrera en las Anotaciones (véase 176 Garrote Bernal y Cristóbal López XCV-CV). No obstante, Arguijo se distanció del Petrarca vernáculo, del Herrera poeta y teórico y del resto de poetas cultos sevillanos al no escribir ni una sola composición en la que la persona poética asimilable al autor cante por amor a mujer alguna. En otras palabras, se situó por fuera del petrarquismo de corte herreriano (Prieto 2:536). Ahora bien, el distanciamiento fue más temático que substancial. Como Petrarca y Herrera, Arguijo cantó en sonetos el deseo por un objeto intrínseca y necesariamente inalcanzable. Así como la persona poética de Petrarca confesaba un “primo giovenile errore” (Canzoniere I, 3)4 y que “al popol tutto / favola fui gran tempo” (9-10),5 y la de Herrera que “Gasté en error la edad florida mía” (Algunas obras, son. I, 5), la de Arguijo confiesa ser “el ejemplo” (son. IX, 14) del atrevimiento poético, la ruina y la melancolía. Como Herrera y Torre, Arguijo entabló un diálogo con el modelo petrarquesco de elaboración de una subjetividad poética. Dejó de lado el petrarquismo y recuperó el modelo petrarquesco no tanto gracias al Canzoniere como sí al Secretum (c. 1347-1353), diálogo latino de Petrarca que contiene el relato la acedia-melancolía que aqueja a Francisco, transparente persona del autor. El desdén por la temática erótica petrarquista y el diálogo con un texto confesional y estoico como el Secretum responden al compromiso arguijiano con la poesía clásica, la ética estoica y la moral jesuítica. Por sus temas y modelos, la poesía de Arguijo se encuadra en el linaje poético latino y neolatino, en concreto el horaciano. Además de Petrarca, el gran modelo de poeta lírico en el Renacimiento fue Horacio. Con la creciente influencia del venusino a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, quizá se convirtió en el modelo de lírico por antonomasia. Así lo afirma en portada el más                                                              4 “Primer error juvenil.” 5 “Que por hablilla anduve entre la gente” (traducción de Enrique Garcés, impresa en 1591, fol. 1r). 177 completo comentario a las Odas y Épodos publicado en la España de entonces: Quinto Horacio Flacco, poeta lyrico latino (1599), de Juan Villén de Biedma. Horacio también proporcionaba un atractivo modelo de secuencia lírica. Varios poetas italianos de mediados del siglo XVI adoptaron la estructura de los cuatro libros de Carmina u Odas a sus propias secuencias líricas (Albonico 378-80). Lo hizo asimismo, como ha demostrado Jesús Ponce Cárdenas (Introducción a Medrano LXXXI), el poeta sevillano Francisco de Medrano, paisano, coetáneo y buen amigo de Arguijo.6 El contenido ético de la lírica horaciana convergió en la poesía de Arguijo con el auge del neoestoicismo a finales de siglo y la esmerada educación jesuítica que recibió el poeta. La combinación, en el contexto jesuítico, forzó a Arguijo a fijarse en el modelo del Secretum de Petrarca y a emprender una seria reflexión sobre las connotaciones éticas y políticas de la melancolía. Como explica Karl Alfred Blüher, “el conducto más importante de la ideología estoica” en España durante la segunda mitad del siglo XVI fue la obra de Horacio, sobre todo la lírica (299). Ahora bien, la ética de las Odas y Épodos de Horacio atemperaba la severidad estoica con nociones epicúreas, las cuales la orientaban hacia la sociabilidad (318). Pero los aspectos más severos respecto a la aegritudo o el taedium vitae (identificadas con la melancolía) de la ética estoica fueron recuperados por la educación jesuítica.7 Aparte de tratados morales de Séneca como De la tranquilidad del alma, ocupaban un lugar destacado en el currículo jesuítico las                                                              6 Sobre la amistad entre Arguijo y Medrano, véase Garrote Bernal y Cristóbal XXVIII-XXX. Medrano inclusive participó, junto a Hernando de Soria Galvarro y Juan de Vera y Zúñiga, en la academia arguijiana que funcionó en Sevilla entre 1602 y 1604 (XXXII). Esta academia mantuvo contacto con el círculo aragonés de los hermanos Leonardo de Argensola y con el salmantino de los poetas-profesores, gracias sobre todo a la pasión horacianista. Medrano, además, había cursado estudios en Salamanca con fray Luis (Ponce Cárdenas, Introducción a Medrano XXXVII). 7 La ética estoica que influyó en Petrarca, los jesuitas y Arguijo fue la romana, no tanto la griega. Sobre las diferencias entre estoicos griegos y romanos respecto a la melancolía, véase Gowland, “The Ethics” 111. 178 Tusculanas de Cicerón, donde se emprende un vigoroso ataque contra la aegritudo o pena (Fumaroli, “‘Nous serons’” 102).8 Incluso las tragedias de Séneca se leían en los colegios de la Compañía como documentos de filosofía estoica gracias a la autoridad del Syntagma tragoediae Latinae (1594) del jesuita hispano-flamenco Martín Antonio del Río (Kraye, “Stoicism” 460). Estos diálogos marcan las líneas de fuerza de los Versos de Arguijo. En ellos, al igual que en los Versos líricos de Torre, la melancolía abre el espacio, presta el afecto y el sistema de símbolos para construir un sujeto poético. Mas por efecto de los múltiples diálogos, los Versos tuvieron que exponer las connotaciones políticas, éticas y religiosas de la melancolía. El sujeto melancólico arguijiano no pudo ignorar el desafío estoico de curarse y hacerse cargo del error. A su vez, esto permitió que la poesía de Arguijo explorase las vías que abría la melancolía a la poesía y en particular a la lírica. El presente capítulo estudiará los Versos de Arguijo como una secuencia lírica de la melancolía que culmina con un ensayo de forma melancólica en la errancia de la silva y la epístola en esdrújulos. La exposición se centrará en los grandes diálogos que enriquecen y complican la melancolía arguijiana. En primer lugar, abordaré el ciclo temático de las ruinas, el cual inaugura los Versos, establece una voz como la de Dido y destaca la relación de la poesía con la historia. En segundo lugar, analizaré los poemas de Arguijo sobre la osadía poética y los héroes míticos de la poesía en relación con la ética estoica y la campaña antimelancólica de los jesuitas. Y en tercer lugar, mostraré la manera en que la alternancia que caracteriza la secuencia lírica arguijiana, dictada por la ética estoica y la moral y jesuítica, finalmente se resuelve en la errancia del sujeto y de la                                                              8 Aunque Cicerón no fue propiamente un moralista estoico, sus Disputaciones tusculanas constituyen uno de los mejores testimonios del estoicismo antiguo. En el Renacimiento se asumía que Cicerón era estoico (Kraye, “The revival” 98). 179 lengua poética. La condena de la melancolía paradójicamente apunta hacia la manera en que la melancolía transforma la voz poética. Mas antes de pasar al análisis, conviene demostrar por qué los Versos elaboran una secuencia lírica, y por qué sería una secuencia lírica de la melancolía. Me baso en dos razones: el orden deliberado y la alternancia de tristezas y consuelos, caídas y logros.9 1. Los Versos como secuencia lírica de la melancolía. Para apreciar el orden de los Versos de Arguijo se ha de tener en cuenta su soporte material. En el caso de Torre, los Versos líricos y adónicos y la Bucólica estuvieron destinados a la imprenta. El amplio alcance que garantizaba la imprenta le negaba al autor un estricto control sobre la lectura que se hiciese de su obra. Por otra parte, el petrarquismo se había aclimatado entre el público español de impresos por medio de libros de música, romanceros, florestas y silvas de varios autores, y no por medio de cancioneros individuales (López Bueno, “De 1526” 64-65). Estos dos factores explican, además de los ya expuestos, por qué la nominatividad en los Versos líricos es melancólicamente negada en favor de una maraña de voces que los asemejan a simple vista al modelo italiano mesosecular de Rime raccolte. Arguijo, al contrario que Torre o incluso que Herrera, fue un poeta de circulación manuscrita. Sólo seis de sus sonetos fueron impresos durante su vida, en las Flores de poetas ilustres (1605) de Espinosa. Indicio del prestigio de Arguijo, uno de sus sonetos inaugura la antología (Garrote Bernal, “Mito y memoria” 64). Pero a diferencia de Garcilaso, Hurtado de Mendoza, Aldana o Figueroa, Arguijo no se mantuvo alejado de los tórculos por hallarse embrollado en el negocio de las armas o la corte. Aunque tuviese                                                              9 La lectora encontrará un esquema de los Versos de Arguijo en el apéndice II. 180 obligaciones cívicas derivadas de su cargo de veinticuatro de Sevilla, Arguijo gastó gran parte de su tremenda fortuna en el ocio humanista y poético. Perteneció a la cultura de academias literarias que se implantó en Sevilla desde mediados del siglo XVI y en cuya expansión él jugó un papel destacado (King 22-27). Circuló sus poemas entre sus contertulios en varias redacciones manuscritas (véase Garrote Bernal y Cristóbal CXX- CXXXVIII) porque le preocupaba cómo se leía su obra y quiénes lo hacían. Eventualmente preparó un texto definitivo, también manuscrito: los Versos de 1612. La génesis de los Versos responde a la cultura intelectual sevillana de la segunda mitad del siglo XVI. Hacia 1603, sesenta o sesenta y dos sonetos de Arguijo dieron a templar al estudio del maestro Medina, aquel mismo que prologara las Anotaciones de Herrera. De acuerdo a una práctica común en el ambiente intelectual sevillano (Vranich, Introducción 41-43), Medina le remitió al poeta, antes de abril de 1605, unos “Apuntamientos y notas” junto a los cuales siguieron circulando los sonetos (Vranich, “Las enmiendas” 250). Tras las notas a cada soneto, Medina concluyó: “Bien veo la intención con que se juntan los epigramas de un mismo sujeto; mas yo, para mayor belleza y variedad de la obra, los esparciría por ella, bien apartados los unos de los otros” (247). Arguijo atendió el consejo. Preparó una colección bajo el título de “Versos de don Iuan de Arguijo. Año de mil y seiscientos y doze” (fol. 1r). Este testimonio, tan fiable que cabe calificarlo de apógrafo,10 presenta los sonetos numerados y en un orden distinto                                                              10 La fiabilidad viene avalada por el manuscrito en el que se halla: el códice facticio conocido como Cisnes del Betis (signatura MSS. 10159 de la Biblioteca Nacional de España). El códice recoge también el mejor testimonio manuscrito de la poesía de Francisco de Rioja, el más completo testimonio manuscrito de la poesía de Herrera y la versión más fiable de la tragedia Alejandra de Lupercio Leonardo de Argensola. Muestra del extraordinario valor de Cisnes del Betis, la Biblioteca Nacional ha puesto a disposición de cualquier lector una estupenda reproducción digital en su portal de Internet. Más aún, en Poesía 181 respecto a aquel con el que trabajó Medina (Garrote Bernal y Cristóbal LVIII). A ellos suma dos sonetos, dos canciones, dos silvas y una epístola. La prueba de que los textos de los Versos corresponden a un estadio posterior estriba en que 37 de las 93 correcciones de Medina fueron atendidas, o sea casi un 40%. Otras nueve sirvieron de base a revisiones (CXXXII). Arguijo preparó los Versos durante su reclusión en la casa profesa de los jesuitas en Sevilla, que comenzó en 1608. Dado que, según testimonios de época, en 1610 Arguijo ya había renunciado a la poesía (Garrote Bernal y Cristóbal XLV), los Versos suponen su testamento poético definitivo. Aparte del afán de “belleza y variedad”, el orden de los Versos de 1612 confiere un sentido macrosintáctico al cancionero. Lo sabemos por tres razones. En primer lugar, la diferencia en el orden responde a una intención, la cual lo convierte en un orden deliberado y por tanto significante en sí mismo. En segundo lugar, la supresión de las rúbricas que antes llevaban los sonetos evoca el Canzoniere de Petrarca y Algunas obras de Herrera, secuencias líricas que funcionaban gracias a la yuxtaposición de los fragmentos líricos. Y en tercer lugar, los Versos exhiben patrones organizativos que trazan los movimientos psíquicos de un sujeto poético.11                                                                                                                                                                                   manuscrita: Manual de investigadores del equipo Edad de Oro-Biblioteca Nacional, se le dedica una minuciosa descripción (99-106). El rótulo Cisnes del Betis, impuesto en el siglo XVII, se explica por la procedencia sevillana de los tres poetas. La inclusión, seguramente posterior, de la Alejandra de Argensola no es óbice al título. Al contrario: dado su clasicismo y la posición áulica de sus autores, la obra de los Leonardo de Argensola siempre estuvo cerca de los ambientes sevillanos. Se trata además de una tragedia neosenequista. Arguijo aportó una de las mejores muestras a ese género. 11 Ya Prieto afirmó que en la poesía de Arguijo se da “una fuerte unidad” gracias a la “intercomunicación existente” y aventuró la existencia de “un proceso secuencial” (2:541). Sin embargo, no apuntaló su brillante observación con ejemplos. Por añadidura, la hipótesis tenía un vicio de base: se apoyaba en el orden dispuesto por Stanko B. Vranich en su edición, no en el orden auténtico de los Versos de 1612. Debo a Gaspar Garrote Bernal y Vicente Cristóbal, máximos editores de Arguijo, la certeza de que este orden no es “indiferente” y que por tanto “remite a una historia” (LVIII). Mi atención a los patrones organizativos de los Versos le debe mucho a su análisis (LIX-LXXIV). El mío, no obstante, postula una teoría sobre la lógica que rige el ordenamiento. Más aún, difiero de ellos respecto a la pertenencia de las canciones, silvas y 182 Los Versos están regidos por una alternancia entre tristezas y consuelos, caídas y logros. En pocos de ellos la persona poética se nombra a sí misma mediante la deixis de primera persona de singular. En varios hablan en sermocinatio personajes de la mitología o la historia antigua, como Apolo (soneto XXIII), Ariadne (XXXIX) o César (XXXVI), entre otros. Pero a diferencia de los Versos líricos de Torre, la persona poética de los Versos de Arguijo es una sola porque hay una consistencia clara en la historia sentimental, porque los otros hablantes poéticos sirven como personas para expresar los mismos afectos, y porque la deixis de primera persona se impone definitivamente desde el soneto LXIV y las cinco composiciones restantes del cancionero: las dos canciones, las dos silvas y la epístola. La alternancia realmente no empieza sino hasta el soneto VII. Los sonetos I a IV configuran el ciclo de las ruinas, que sienta el tono y la poética arguijiana. Los dos siguientes representan la osadía poética en las figuras de Faetón e Ícaro, respectivamente. Pero el VII presenta por primera vez al vir bonus de la ética estoico-horaciana, con lo cual ofrece un modelo de conducta frente a la ruina y la melancolía. Los tres sonetos siguientes reiteran la temática moral horaciana. A partir del soneto XI, la persona poética alterna casos de pérdidas, derrotas o naufragios con exhortaciones morales a amigos o afirmaciones de valores estoicos como la amistad o el desengaño. Por ejemplo, los sonetos XI y XII hablan del rapto de Ganimedes y el remordimiento de Psique. El soneto XIII, en cambio, exhorta a un tal Fernando a aprovechar, en la tradición horaciana del carpe diem. El XIV habla de la potencia de la poesía, y el XV del desengaño. Y así sucesivamente. Dentro de los pequeños ciclos que se van formando hay ejemplos de uno                                                                                                                                                                                   epístola a la secuencia. El cambio de metro refleja el desarrollo de la historia. Ellos, en cambio, juzgan que se trata de un mero “apéndice de variación métrica” a los sonetos (LXXIV). 183 y otro polo. En los dos sonetos sobre mujeres violadas, el XXVIII presenta a Lucrecia en pleno señorío de su muerte, mientras que el XXIX presta voz a Casandra para que se profetice la pérdida de Troya. Otros ejemplos de alternancia son los sonetos XLVI y XLVII, donde el primero presenta la templanza de Marco Curcio ante la sima, mientras que el segundo refiere el fratricidio que marcó la historia primitiva de Roma. O los sonetos LX y LXI, que contrastan la sabiduría de los cínicos y los amores de Hero y Leandro, que dan con el ahogamiento del muchacho. En los dos sonetos finales, la alternancia queda consagrada en el contraste entre la sabiduría estoico-horaciana del LXIII y la desesperación melancólica del LXIV. La alternancia no desaparece en las composiciones largas que rematan los Versos. Tras dos canciones en las que la persona poética se incorpora a la comunidad política y religiosa al cantar a santos en fiestas patrocinadas por la Compañía, en la silva I renuncia a la poesía, en la silva II denuncia la “estoica vanidad”, y en la epístola se entrega a la errancia melancólica. 2. La voz de las ruinas: Dido y los restos de la historia. El horacianismo y la preocupación por la historia de la secuencia lírica de Arguijo se notan en la posición inaugural del ciclo de las ruinas. No hallamos un soneto-prólogo petrarquesco, garcilasiano o herreriano con deixis de primera persona de singular, dialéctica entre presente y pasado verbal, caso sentimental o confesión de “errore”. Hallamos, por el contrario, un soneto en tercera persona que refiere una historia de ruinas sacada de la historia clásica.12 La elección de tema evoca la oda XXX del libro III de las Odas de Horacio, la postrera según el plan original del autor (Rudd 7). La última oda                                                              12 En el Tesoro de 1611, Covarrubias definía lacónicamente el vocablo como “la caída” (s.v. “ruina”). Lo emplearé en ese sentido lato de caída y desgracia. 184 dice: “Exegi monumentum aere perennius” (XXX, 1).13 La comparación en los versos siguientes a monumentos como las pirámides afirma la voz y al escritura ante el drama de la ruina (Hui 2). Al empezar con las ruinas, Arguijo parece afirmar la superioridad de la palabra poética por encima de los monumentos frente a los embates implacables del tiempo. En efecto, en el soneto I de los Versos la persona poética proclama el poder de la palabra de Eneas de conmover a Dido: De la fenisa reina importunado, el teúcro huésped le contaba el duro estrago que asoló el troyano muro y echó por tierra el Ilïón sagrado. […] Y mientras Dido escuchaba enternecida las griegas armas y el incendio extraño, otro nuevo y mayor le abrasa el pecho. (1-4 y 12-14)14 Lo que Eneas narra son ruinas, en el sentido latino y áureo de caídas y desgracias. El relato de las ruinas enternece a Dido, incendiando su “pecho” como el fuego a Troya; en otras palabras, arruinándola, propiciando su caída. Al poetizar el poder de la palabra de Eneas, la persona poética proporciona, de paso, una pauta de lectura: invita al lector a que aprenda, se deleite y se conmueva con las ruinas, tanto físicas como morales, que serán objeto de canto a lo largo de los Versos. Por medio del tema de las ruinas, el soneto I emula el empeño horaciano y cumple con el triple objetivo del discurso según la retórica antigua: enseñar, deleitar y mover (e.g., Cicerón, De optimo genere oratorum III). En el soneto II, la persona poética pasa de narrador a protagonista. Enuncia su yo gracias a la deixis de primera persona de singular desde el primer verso: “No los                                                              13 “He completado un monumento más duradero que el bronce”. 14 Cito siempre la poesía de Arguijo por la edición de Garrote Bernal y Cristóbal, pues recoge fielmente el testimonio de los Versos de 1612. 185 mármoles rotos que contemplo”. Se sitúa en la contemplación de la ruina, posición que ocupaba Dido en el soneto anterior. Sus razones para contemplar las ruinas, sin embargo, difieren de las de la reina de Cartago, y también difiere el efecto surtido por la contemplación: No los mármoles rotos que contemplo, tristes reliquias de la gran Cartago, ni de Numancia el miserable estrago, ni los despojos del efesio templo; no de Sagunto, en fin, único ejemplo de la lealtad y de su injusto pago, descrecen mi dolor, ni satisfago con su memoria el mal que nunca templo. Bien que prueba tal vez la fantasía, aunque en vano, aliviar mi desventura con la grandeza de desdichas tales; mas la razón advierte que confía en remedio engañoso quien procura con los ajenos consolar sus males. La “grandeza” de las ruinas contempladas estriba en que sustentarán futuras glorias: Sagunto y Numancia a España, y el “efesio templo” a la fama de Eróstrato. La ruina de Cartago dará lugar a la gloria de Roma, pues sólo tras arruinar a su principal enemiga pudo ésta enseñorearse del mundo, y sólo tras abandonar a Dido pudo Eneas cumplir el destino de fundador que los dioses le reservaron. La anotación de Herrera al soneto “A Boscán desde La Goleta” (XXXIII, pero XXXV para Herrera) de Garcilaso nos señala la tradición poética con la que dialoga el soneto II de Arguijo. En el documento fundador del tópico de las ruinas en la poesía española del Siglo de Oro (Vranich, “La evolución” 66), Herrera afirmó del soneto garcilasiano que “La imitación […] parece que es de aquel tan celebrado que compuso el Conde Baltasar Castellón i traduzió en español Cetina con grande espíritu” (Anotaciones 473). En “Superbi colli, e voi, sacre ruine”, la persona poética de Castiglione hallaba 186 consuelo al concluir que el tiempo también arrumbaría sus males: “Vivró dunque fra miei martir contento, / che se’l tempo dà fine a cio ch’è in terra, / darà forse anchor fine al mio tormento” (12-14, cit. en Herrera, Anotaciones 473).15Aunque ni mucho menos una traducción, el soneto de Cetina “Excelso monte, do el romano estrago” se mantiene fiel al sentido del modelo: “gran remedio a mi mal es vuestro ejemplo, / que si del tiempo fuiste derribados, / el tiempo derribar podrá mis males” (12-14). La contemplación de las ruinas como consuelo de los propios males proviene del estoicismo antiguo y del neoestoicismo de finales del siglo XVI. En De constantia (1584), diálogo de Justo Lipsio, el neoestoico más influyente, se recomendaba compartir la desgracia para sobrellevarla, igual que se hace con el trabajo (II, XXVI, cit. en Papy 2.3). En las Epístolas familiares, Cicerón confesaba que el espectáculo de las ciudades que “nunc prostrata et diruta ante oculos iacent” suponía “mihi non mediocrem consolationem” (IV, V, cit. en Ferri Coll, Las ciudades 30).16 Finalmente, en una obra de Séneca, la tragedia Troyanas, algo parecido decía el coro, añadiendo un matiz inquietante: “Semper, a semper, dolor est malignus: / gaudet in multos sua fata mitti / seque non solum placuisse poenae” (1013-15).17 En el soneto IV de Arguijo encontramos la huella de varios versos de esa tragedia (7-8; cf. Séneca, Troyanas 8-13), prueba de que la conocía a fondo, como correspondía a un exalumno de los jesuitas y tragediógrafo de finales del siglo XVI.                                                              15 “Soberbias colinas, y vos, sagradas ruinas […]. Viviré entonces contento en medio de mis martirios, pues si el tiempo acaba con aquello que está en la tierra, quizá dará fin también al tormento mío.” 16 “[Las ciudades] que derribadas y derruidas yacen ahora ante los ojos […] [son] para mí no poco consuelo.” 17 “¡Siempre, oh siempre, es maligno el dolor!: se alegra de condenar a muchos a su suerte, y que no sólo a él le hayan tocado las penas.” 187 Frente a la persona poética del célebre soneto de Castiglione, el “malignus” aspecto del “dolor” no le sirve a la arguijiana: “confía / en remedio engañoso quien procura / con los ajenos consolar sus males” (12-14). “Eso es vano”, concurrió el maestro Medina (229). Ya Carnéades, estoico griego, calificaba tal consuelo de malévolo, según Cicerón (Tusculanas III, XXV, 60). Por tanto, la imitación de Castiglione por parte de Arguijo es dialéctica.18 Y en el soneto III, la imitación dialéctica pone de manifiesto el choque de pareceres. Con el verso inicial “Este soberbio monte y levantada” (1), en principio se adhiere al modelo, como hizo Cetina. Pero se aparta tajantemente en el terceto final. Apostrofando los derruidos muros de Cartago, como en el soneto de Cetina, les dice: “que mucho más creció vuestra memoria / porque fuistes del tiempo derribados, / que si permaneciérades seguros” (12-14). En otras palabras, el consuelo reside implícitamente en ser la ruina de sí, no en contemplar la ruina de otro. Estar arruinado conlleva ser recordado porque proporciona la fama, consuelo propio de los poetas. Este consuelo destila la cualidad inherente de la ruina. En palabras de Andrew Hui, “ruins are not representation in the mimetic sense of a different object substituing for another. It is the thing itself standing in place of its former self” (64). Ser la ruina de sí mismo, ser lo menguado y manco, hizo más elocuente y conmovedor a Eneas en el soneto I. En estos tres sonetos, la persona poética arguijiana ha identificado la voz de la ruina como la mejor voz para el poeta ya que enseña moral estoica, deleita con su belleza                                                              18 Al igual que cuando hablé de imitación heurística en el capítulo III, tomo el término de Thomas Greene, quien distingue cuatro tipos de imitación en el Renacimiento: directa o reverencial, ecléctica o contaminatio, heurística y dialéctica. “And just as heuristic imitation involves a passage from one semiotic universe to another, so dialectical imitation, when it truly engages two eras or two civilizations at a profound level, involves a conflict between two mundi significantes” (46). En otras palabras, la imitación dialéctica lleva la catacresis de la imitación heurística hasta la manifestación de un conflicto. 188 trunca, y mueve con gran eficacia. Por añadidura, proporciona la fama a quien la entona. Descubrimos así que el sintagma “tristes reliquias de la gran Cartago” en el soneto II designaba sobre todo la voz de Dido. En el soneto I y en el XLV, aquel que Espinosa escogió para abrir las Flores, la persona poética menciona la voz de Eneas como una eficaz voz de ruina. Pero nunca la refiere en sermocinatio o estilo directo, ya que se identifica más bien con la voz de Dido. Así como las ruinas de Numancia y Sagunto sustentarán la gloria de España, al precipitarse a la ruina, Cartago ofrecerá a la historia una gloria mayor: la voz de la reina que, según el relato de Virgilio, se inmoló a sí misma y a su ciudad. Para el estoicismo, vocear el dolor era algo inherentemente femenil (Cicerón, Tusculanas II, IX, 21), y en el Renacimiento los grandes modelos de voces adoloridas provinieron de las Heroidas de Ovidio y el libro IV de la Eneida de Virgilio. En el soneto “A Boscán desde La Goleta” de Garcilaso, aquel que Herrera relacionara con el tema de las ruinas, la persona poética de Garcilaso se sitúa Aquí donde el romano encendimiento, donde el fuego y la llama licenciosa solo el nombre dejaron a Cartago, vuelve y revuelve amor mi pensamiento, hiere y enciende el alma temerosa, y en llanto y en ceniza me deshago. (9-14) En este soneto, al igual que en el X, “¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas…!”, la persona poética garcilasiana se apropia de la voz lírica de Dido19 para expresar una pena heroica y diferenciarse del discurso del imperio, como explica Richard Helgerson (52-                                                              19 Así como compusieron partituras para cantar los líricos sonetos de Petrarca o Garcilaso, los líricos salmos del rey David o los líricos romances populares, músicos de la talla de Josquin des Prés, Orlando di Lasso y el español Alonso de Mudarra, entre otros, hicieron lo propio con el lamento de Dido en la Eneida, aquel que dice “Dulces exuviae” (IV, 651-65), o como lo imitó el toledano, “¡Oh dulces prendas…!”. El lamento de Dido figuró en los libros de música del Renacimiento por la misma razón que muchos fragmentos de la Gerusalemme liberata de Tasso dieron a templar a los libros de madrigales de Claudio Monteverdi: porque eran percibidos como líricos (Vega 35-36). 189 55). Frente a las personas poéticas de Castiglione y Cetina, y al igual que la de Torre, la de Arguijo reclama para sí la voz de Dido en la mejor tradición garcilasiana. El soneto IV consuma la apropiación de la voz de ruina de Dido, pues la persona poética adopta la persona de la ruina mediante una sermocinatio de Troya: El que soberbio a no temer se atreve la fuerza oculta del violento hado, y en alegre fortuna confïado de los dioses creyó aplauso leve, ejemplo tome de mi gloria breve, en cuyo fin dejó el egipcio armado el turbio Nilo, y vino el scita osado, que el puro Tánais y el Oronta bebe. Troya fui, de los dioses obra ilustre, honor de l’Asia hermosa, rica, fuerte madre de reinos y del mundo espanto. Cayó mi gloria y de su antiguo lustre sólo ha quedado, oh miserable suerte, cenizas viles y afrentoso llanto. Al hablar de sí misma en pretérito, Troya confiesa que su ser consiste en no ser lo que era. Como ruina, Troya es un signo que no representa otra cosa, sino que presenta la mengua y manquedad de sí (Hui 49). Su voz significa fragmentos de cuerpo y voz: “cenizas viles y afrentoso llanto”. Además de asentar la tendencia del cancionero a hilvanar pequeños ciclos, el grupo de cuatro sonetos sobre las ruinas al principio de los Versos establece una poética. La persona poética adopta la voz de la ruina para consolar su ruina o pena, la cual en el soneto final, las silvas y la epístola será identificada inequívocamente con la melancolía. La historia de los Versos, por tanto, emerge como la historia de una melancolía. De la misma manera que hace con Troya en el soneto IV, la persona poética arguijiana hablará de personajes míticos e históricos arruinados, menguados por la pérdida y ensombrecidos por la melancolía. Incluso adoptará, mediante la sermocinatio, sus persone o máscaras 190 para expresar los mismos afectos. En ese sentido, la poética de la ruina explica la elección del soneto, la canción y la silva, metros típicamente asociados con la especie lírica. Como en los Versos líricos de Torre, en los Versos de Arguijo la melancolía tiende al fragmento, a los instantes poéticos discretos, y convierte a la voz poética en una persona de personas, una máscara compuesta por varias maáscaras. Tiende, por tanto, a la lírica. La poética de la ruina también delinea una relación de la persona poética arguijiana con la historia. Al entregarse a la contemplación de ruinas y fingir voces arruinadas, la persona poética rehúye cantar las glorias nacionales, como sí hacía la persona poética herreriana en varias canciones y sonetos de Algunas obras. La filosofía estoica se convierte en su santuario privado. El objetivo del estoicismo, el epicureísmo y el escepticismo, las tres filosofías helenísticas que resurgieron en el siglo XVI, fue alcanzar la calma y la paz interior (Kraye, “The revival” 97). Así, el sabio se resguardaba de un mundo exterior cada vez más violento y en el que la expansión de las monarquías reducía los espacios de acción y discusión política. Lipsio, cabeza visible del neoestoicismo, escribió durante las guerras de religión que asolaron Flandes (Papy 3.6). Como veremos, la persona poética arguijiana cambiará de opinión. Pero el gesto en sí mismo apunta a la historia española de finales del siglo XVI como marco que explica el proceder poético. 3. “Nuevo atrevimiento”: La oscilación entre melancolía y estoicismo, el modelo del Secretum y el poder de la palabra poética. Ahora bien, la identificación con la Dido virgiliana, infame por su amor deshonesto, y con Troya, la ciudad contra la que militaron los dioses y los héroes griegos, 191 revela cierto atrevimiento por parte de la persona poética. Cuando Garcilaso asumió la voz de Dido, se identificó con la víctima de España —la nueva Roma del siglo XVI— y afirmó una voz lírica, opuesta a la heroica e imperial voz épica. Por eso no extraña que el ciclo de las ruinas esté complementado por un díptico sobre la osadía, al cual a su vez sucede un ciclo de ética estoico-horaciana. El hacerse ruina, como veremos en seguida, contravenía preceptos básicos del estoicismo y el neoestoicismo. El díptico mismo de la osadía en los sonetos V y VI se estructura mediante la alternancia entre llanto melancólico y remedio estoico que recorre los Versos. La persona poética apostrofa a Faetón e Ícaro, respectivamente. Ambos se presentan como dimensiones complementarias de la ruina o caída. La caída de Faetón, por un lado, es garante de la fama y consuelo a sí mismo y a Climene, su madre; la de Ícaro, por otro, es ejemplo para el escarmiento. En el soneto V, la persona poética encomia el “atrevimiento” de Faetón: Pudo quitarte el nuevo atrevimiento, bello hijo del Sol, la dulce vida; la memoria no pudo: qu’extendida dejó la fama de tan alto intento. (1-4) Concluye con una afirmación de la “gloria” de Faetón: “Término ponga a su lamento triste / Climene, si la gloria que ganaste / excede al bien que por osar perdiste” (12-14). Lanza así un mensaje similar al del soneto III, que invirtió el modelo de Castiglione y Cetina para concluir que ser ruina proporcionaba la fama y consistía en el mejor consuelo. De paso, revalida la calidad de la voz de Dido para merecer la fama poética. Frente a esta valoración positiva de “la caída” (7) y de la voz que surge de ella como medio de consumar la trayectoria ruinosa del ser y asegurarse la fama, en el soneto VI el atrevimiento de Ícaro merece la censura de la persona poética, que lo trata como “de 192 las rendidas alas el ejemplo” (14). En vez de celebrarlo, la persona poética espeta al joven: Osaste alzar el temerario vuelo, Ícaro, vanamente confïado en mal ligadas plumas, y olvidado del sano aviso, te acercaste al cielo. (1-4) Quien impartió el “sano aviso” fue Dédalo. Él domeñó con lo que podríamos llamar la ars el impulso, asimilable a la natura o ingenium, al que sucumbió su hijo. La persona poética dice de Dédalo que “Por más cierto camino el sabio viejo / de tal peligro discurrió seguro, / y a Febo dedicó el cumano templo” (9-11). “Sabio”, “viejo”, prudente y piadoso, Dédalo prefigura al sabio horaciano del soneto siguiente, la versión arguijiana del “Iustum et tenacem propositi virum” horaciano (Odas III, III, 1):20 no desfallece ni se ve oprimido de varón fuerte el corazón constante, que su mal como ajeno considera; y en la mayor adversidad sufrido, la airada suerte con igual semblante mira seguro y alentado espera. (son. VII, 10-14). Faetón, por tanto, representa el opuesto de la conducta ética estoico-horaciana. Empero, en la poesía del Siglo de Oro, Faetón e Ícaro no eran sólo ejemplos de conducta moral, sino también de conducta poética. De ahí que resulte lícito inferir un subtexto poético en la oposición Ícaro/Dédalo. El verbo osar cierra el soneto sobre Faetón y abre el de Ícaro. Estaba marcado para los poetas españoles de cambio de siglo —y más para un sevillano como Arguijo— por su posición inicial en Algunas obras, el cancionero de Herrera: Osé i temí, mas pudo la osadía tanto que desprecié el temor cobarde; subí a do el fuego más m’enciende i arde                                                              20 “Varón justo y tenaz en el propósito.” 193 cuanto más la esperança se desvía. (son. I, 1-4) La persona poética herreriana, situada en el presente de la retrospección, se reconoce como un Ícaro que por “osadía” despreció las leyes divinas y voló hacia la fuente de luz y fuego, lo cual le acarreó la ruina. La historia de “la osadía” se desarrollará en el resto del cancionero: la amada Luz brilla como sol que el osado amante procura alcanzar. Cada poema en el que el amante se poetiza amando a Luz se torna, por tanto, en un acto de osadía icárica. Al mostrarse osado, el poeta exhibiría “algo de lo versátil y furioso”, como prescribía el Pinciano en la Filosofía antigua poética (496 [XII, I]). También, según el propio Herrera, emularía a Garcilaso, quien heroicamente “osó” enriquecer la lengua española, y por consiguiente la nación española (Anotaciones 848). A la persona poética arguijiana, inmersa en el acto de hacer poesía, las osadías de Faetón e Ícaro le sirven de advertencia sobre los riesgos inherentes a la empresa poética. La disparidad de los juicios que emite la persona poética sobre la osadía la deja en evidencia como sujeto que duda entre confiar en la ética estoico-horaciana o deshacerse física y vocalmente, como Troya y Cartago. El soneto siguiente, el VII, describe al citado “varón fuerte” de “corazón constante”, ejemplo de apatía estoica. El VIII prosigue la vena estoica al celebrar a Baco, o sea el vino por metonimia, por su poder terapéutico: “tiemplas la fuerza del mayor cuidado” (4; cf. Horacio, Odas III, XXI, 13-16; y Séneca, De la tranquilidad XVII, 8). En el IX, la persona poética apela a un amigo del propio Arguijo, así como la de Horacio se dirigía a amigos romanos, confesándose “ejemplo” (14) de naufragio en “el falso mar de los amores” (6). Y en el X, al apostrofar al asesino de Cicerón, evoca la entereza estoica de éste. A estos sonetos los sigue el XI, en que 194 Júpiter procura consolar a Ganimedes tras haberlo raptado; y el XII, en que Psique se queja de su grave prisión. Esta oscilación continúa en los Versos, manifestando la melancolía de la persona poética. No se entiende esta alternancia sin atender al contexto religioso y filosófico que vivió Arguijo. Ya llegado el siglo XVII, la melancolía era casi enteramente negativa. Para curarla, el mejor remedio era la medicina estoico-cristiana que el personaje de Agustín, inspirado en el obispo de Hipona, le proporciona al atribulado Francisco en el Secretum. Francisco padece de “pestis animi, quam accidiam moderni, veteres egritudinem dixerunt” (236 [II, 49]),21 o sea de melancolía.22 Tanto Francisco como Agustín invocan como cura los argumentos estoicos de Cicerón en las Tusculanas y de Séneca en De la tranquilidad del alma (e.g., Petrarca, Secreto 260 [II, 66]). Ambas obras contenían, en efecto, demoledores ataques contra la aegritudo y el taedium vitae. Estos padecimientos eran identificados con la tristeza y el miedo sintomáticos de la enfermedad de la melancolía. Pero al enfatizar que la pena y el tedio estriban en el error intelectivo y la flaqueza moral del sujeto, Cicerón y Séneca achacan al sujeto la responsabilidad de su melancolía. En el Secreto, Francisco también se muestra ávido lector de Horacio, a quien toma como guía ético (e.g., 250 [II, 58]; cf. Odas II, X, 5-10). La lírica de Horacio proporcionaba al hombre del Renacimiento, según explica Fumaroli, un excelente modelo de cómo sobrellevar los sinsabores de la vida, disfrutar moderadamente de los buenos                                                              21 “Enfermedad del alma que los modernos llaman acidia y los antiguos aegritudo” (traducción de Arqués Corominas 237). 22 En las Tusculanas, la melancolía es identificada con el furor (III, V, 11). La aegritudo es el afecto resultante. La melancolía no vuelve a mencionarse en el texto, ni tampoco en el de Séneca, porque ambos procuran “prioritize the ethical and minimize the physiological aspects of psychic disturbance”, como observa Gowland (“The Ethics” 110). 195 placeres, e integrarse a la sociedad y la república, en vez de sucumbir a la melancolía (“La mélancolie” 212). Cicerón y Séneca ocupaban un lugar privilegiado en el currículo de la Compañía de Jesús, en cuyo colegio sevillano se formó Arguijo y a la que tan cercano se mantuvo, sobremanera en los años en que redactó el texto definitivo de los Versos (Miró Martí 23-28). Las Tusculanas y De la tranquilidad, más aún, fueron armas frecuentes en la ofensiva religiosa contra la melancolía y el pecado capital de la acedia, que se intensificó a partir del cierre del siglo XVI (Fumaroli, “‘Nous serons’” 96 y 102). En esta nueva campaña antimelancólica, los jesuitas militaron en vanguardia a través de la jocositas integral a su pedagogía y el énfasis en la voluntad de su programa espiritual (102-04). El prepósito general Claudio Acquaviva en persona irguió la lanza con Industriae […] ad curandos animae morbos (1600), un opúsculo latino sobre cómo sobreponerse a las aflicciones anímicas e integrarse en la vida comunitaria.23 El Secretum le permitió a Arguijo remotarse a la esencia de Petrarca, prescindiendo de los imitadores de los siglos XV y XVI.24 De acuerdo al modelo que proporciona, los Versos se cohesionan como secuencia lírica a través la lucha entre el sujeto poético y su propia melancolía. En el Secreto, luchar contra la acedia le sirve a                                                              23 En base a la evidencia aducida por Orobitg (“El sistema” 91-98) y recopilada en mi propia investigación, discrepo de Fumaroli: la renovada ofensiva médica y religiosa contra la melancolía desde finales del siglo XVI no fue una iniciativa exclusivamente francesa, ni España se redujo a un bloque monolítico de melancolía y pesimismo senequista (cf. Fumaroli, “‘Nous serons’” 98-101). 24 Rossend Arqués Corominas concluye que, fuera de Cataluña en el siglo XV, pocos leyeron el Secreto en España (61-63). Sin embargo, una búsqueda rápida en los catálogos de las bibliotecas históricas españolas demuestra que el Secreto estaba contenido en muchas ediciones de Opera que llegaron a España. (Agradezco a la profesora Susan Byrne, de la Universidad de Yale, por sugerirme que realizara tal búsqueda.) Resulta inverosímil que alguien de tan amplias lecturas humanísticas como Arguijo, formado además en uno de los mejores colegios de la Compañía de Jesús y discípulo de maestros de la talla de Medina, Pacheco el canónigo o Herrera, no conociera uno de los textos fundamentales de Petrarca. Su participación en el San Hermenegildo, obra maestra del teatro escolar jesuítico, me refuerza en mi hipótesis. El Secreto guarda una fuerte deuda con la tradición de psicomaquias iniciada por la Psychomachia de Prudencio, la cual fue adaptada en varias producciones escolares jesuíticas del siglo XVI (Fothergill-Payne 261). 196 Francisco para conocerse a sí mismo e individualizarse frente a los discursos de su interlocutor Agustín y de la muda Verdad, quien presencia el diálogo. La pena moral de Francisco es un ingrediente insustituible de su autoexamen: sólo porque está ansioso en la misma medida que despierto, “anxium atque pervigilem”, puede autoexaminarse (92 [Proemio, 1]). Para que cure su acedia, Agustín ordena a Francisco: “Excute pectus tuum acriter” (180 [II, 5]).25 Si Francisco ha de escarbarse concienzudamente, le toca verbalizar “sive egritudinem, sive accidiam” (242 [II, 52]). La melancolía, una vez más, despeja un espacio al lenguaje y la introspección: si no fuera por la aflicción que sufre, Francisco no tendría necesidad de consultar a Agustín, luego no habría diálogo alguno. No se olvide tampoco que el encuentro se celebra en la “solitudinis” de Francisco (96 [Proemio, 5]), el espacio de intimidad e introspección propicio a la melancolía. Ya Sereno, en De la tranquilidad de Séneca, calificó su confesión de aegritudo como un acto de buscarse a sí mismo dentro de sí mismo, de “Inquirenti mihi in me” (I, 1). El personaje de Séneca le respondió que, en verdad, para superar el taedium y ejercer las obligaciones cívicas, “Inspicere autem debebimus primum nosmet ipsos […]. Ante omnia necesse est se ipsum aestimare” (VI, 1-2).26 Cuando el sujeto poético en los Versos, por tanto, se pregunta por su melancolía, lo que está haciendo es explorarse y conocerse; y al hacerlo mediante el lenguaje, en el espacio de lo que será leído, se da a conocer ante los demás. El Secretum late al fondo de los Versos de Arguijo por una segunda razón: porque en él Francisco sugiere que del estoicismo mismo mana la negra y amarga fuente de la acedia. En otras palabras, el remedio estoico a la melancolía resulta igual o más                                                              25 “Hurga en tu corazón sin piedad” (traducción de Arqués Corominas 181). 26 “Deberemos, no obstante, examinarnos primero a nosotros mismos […]. Ante todo, es necesario evaluarse a uno mismo.” 197 melancólico que el mal en sí. Pocas cosas suenan más a melancolía barroca, por ejemplo, que la siguiente afirmación de Séneca en De la tranquilidad: “Omnia vita servitium est” (X, 4);27 o que esta otra de la persona poética arguijiana: “Larga carrera, plazo limitado / tienes, veloz el tiempo corre y queda / sólo el dolor de haberlo mal perdido” (son. XIII, 12-14). A finales del siglo XVI, Acosta afirmaba en el Tratado en contra y pro de la vida solitaria que “dezia Seneca, larga y continua materia tiene el hombre para llorar, en quanto biue en este miserable mundo” (fol. 33v). En las Tusculanas, comentarios de semejante tenor por parte de del adolescente suscitaron la batería de argumentos estoicos del maestro contra la aegritudo (e.g., I, V, 9). En algún momento, Francisco confiesa que “Coacervasti miserias infinitas atque egestates, ut pene iam me hominem natum esse peniteat” (216 [II, 32]).28 Las certezas estoicas producen tristeza de ser hombre. Agustín reconoce este peligro, y por eso mitiga la severidad del estoicismo con concesiones ocasionales a la más suave ética peripatética (e.g., 224 [II, 39]), algo que el maestro en las Tusculanas rechazaba de plano (e.g., IV, XIX, 43). Hace ya casi un siglo, Benjamin incidió sobre “la desolación a la que la praxis estoica aboca al hombre” (353) en el Barroco, desolación que contribuye a la melancolía. En la misma línea interpretativa y en fecha reciente, Fumaroli (“‘Nous serons’” 103) y Rodríguez de la Flor (381-86), por ejemplo, califican la melancolía del Barroco español como senequista. Con razón Gowland ha consignado la elucidación de los innegables vínculos entre la edad de oro de la melancolía y el triunfo del neoestoicismo como una de las tareas pendientes del estudio de la melancolía hoy por hoy (“The Problem” 100).                                                              27 “Toda la vida es una servidumbre.” 28 “Has citado tantas miserias y privaciones que casi me arrepiento de haber nacido hombre” (traducción de Arqués Corominas 217). 198 Al acercarse a la melancolía a través del estoicismo y la moral jesuítica, Arguijo estructuró su secuencia lírica gracias al modelo del Secretum de Petrarca. La dosis de estoicismo, por tanto, transforma la manera de tratar la melancolía en la poesía española. Esto no había sucedido antes porque sólo el neoestoicismo, que triunfó en España en los primeros años del siglo XVII (Blüher 368-405), consiguió reconciliar la ética estoica a la fe cristiana. De entonces datan las traducciones de la Doctrina del estoico filósofo Epicteto, que comúnmente se llama Enchiridión (1600), de Sánchez de las Brozas, y de la Política de Lipsio, a cargo de Bernardino de Mendoza (1604). Precisamente 1612, fecha de los Versos de Arguijo, fue el annus mirabilis del neoestoicismo en España con la triple reimpresión del Enchiridión del Brocense, la traducción de las Epístolas a Lucilio de Séneca, la impresión de la Doctrina moral de Quevedo, y la composición de la Epístola moral a Fabio del sevillano Andrés Fernández de Andrada (Montero Delgado, “De 1580” 142). El horacianismo y su consiguiente ética estoica conllevan, para la lírica de Arguijo y de sus coetáneos, un cambio en la modalidad retórica de la lírica. En el modelo de lírica petrarquista predominaba la modalidad demostrativa o epideíctica de alabanza a la amada y encarecimiento del amor. La urgencia ética horaciana y neoestoica, por el contrario, llevó hacia una modalidad retórica más deliberativa, más preocupada por enseñar y persuadir. Minturno, el pionero en la teoría de la lírica, caracterizó a Horacio como el poeta que demostrativamente “lauda […], Prega […], Lamentasi”, pero también como el que deliberativamente “Accusa […], Conforta […], Informa […], dimostra” (2:502 [III, 171]). En los sonetos de Arguijo no hay ninguno dedicado a amada alguna, ni asoma pastor alguno en busca de compañía para cantar y padecer. En cambio, en los 199 sesenta y cuatro sonetos de los Versos, todos de tema pagano o ético, ninguno de los cuales presenta un diálogo, los apóstrofes y la modalidad deliberativa apuestan por el poder persuasivo y la capacidad docente de la poesía. Mediante la voluntad suasoria horaciana, la poesía se reafirma frente a las críticas contrarreformistas y platónicas sobre su legitimidad; críticas que a finales del siglo XVI también provenían de los jesuitas (Pérez Pascual 27-30) y del estoicismo, en particular de las Tusculanas (e.g., II, XI, 26). La lógica de exaltar la poesía por encima de otras artes, sobre todo las plásticas, rige en comparaciones entre pintura y poesía que laten en el motivo mismo de las ruinas (Ferri Coll, Las ciudades 47) o en el soneto XI, écfrasis de uno de los frescos encargados por el propio Arguijo (Barnard, “Inscribing” 109). Dada la intención suasoria de los sonetos de los Versos, merecen nuestra atención los cinco sonetos y la silva I, dedicados a vates míticos, aquellos cuya palabra poética sí movía a sus oyentes y cuya legitimidad política era ampliamente reconocida por teóricos antiguos y renacentistas: Orfeo, Anfión y Arión. Según la alegoresis del Arte poética de Horacio, siluestres homines sacer interpresque deorum caedibus et uictu foedo deterruit Orpheus, dictus ob hoc lenire tigris rabidosque leones; dictus et Amphion, Thebanae conditor urbis, saxa mouere sono testudinis et prece blanda ducere quo uellet… (391-96)29 Orfeo instruyó moral y policía (sentido político) a los hombres, sacándolos de un estado ferino; Anfión fundó Tebas, una república, moviendo las piedras para sus muros. En el                                                              29 “El sacro Orfeo, de los sacros dioses / intérprete, apartó a los hombres bárbaros / del fiero trato y de las muertes fieras, / de los manjares feos y bestiales, / y por esto se dijo que amansaba / los rabiosos leones y los tigres. / También se dice que Anfión, gran músico / fabricador de la tebana alcázar, / movió las piedras con el son divino / de su vihuela, y con el blando yugo / las llevó dulcemente adonde quiso” (versión de Vicente Espinel, impresa en las Diversas rimas de 1591, vv. 664-74). 200 Arte poética española (1592) de Juan Díaz Rengifo,30 el autor se apoyó en este pasaje horaciano y otro agustiniano (Ciudad de Dios V, XVIII, XIV) para calificar al tracio y al beocio de “primeros inventores” de la poesía, y en concreto “cantores a la vihuela, [que] redujeron a vida política y civil los hombres de aquel tiempo” (153 [cap. I]). La vihuela recibía en el Siglo de Oro el apodo de “orfénica lira”. Uno de los grandes libros de música del siglo XVI fue el Libro de música para vihuela, intitulado Orfénica lira (1554) de Miguel de Fuenllana. En otro no menos espléndido, el Libro de música de vihuela de mano, intitulado El maestro (1536) de Luis de Milán, una hermosa xilografía presenta a Orfeo arrastrando tras sí a brutos, plantas y piedras al son de la vihuela (fol. VIv). El siguiente cuarteto enmarca la ilustración: El grande Orpheo, primero inventor Por quien la vihuela paresce enel mundo. Si el fue primero, no fue sin segundo, pues dios es de todos, de todo hazedor. Es decir, Díaz Rengifo califica a Orfeo y Anfión de poetas líricos. Para honra de la lírica, no había dos héroes mejores para justificar la poesía y afirmar el poder suasorio de la palabra poética que Anfión y Orfeo. De ahí que la persona poética de Arguijo trate de ellos en el soneto XIV. Comienza destacando que “pudo de Anfïón el dulce canto / juntar las piedras del tebano muro” (1-2). En los nueve versos siguientes se refiere al mito de Orfeo, mas no a la parte que reseñaran Horacio y Díaz Rengifo. Habla en cambio de cómo “con süave lira osó seguro / bajar el tracio al reino del espanto” (3-4); de cómo su … voz regalada pudo tanto que abrió las puertas de diamante duro                                                              30 El Arte poética de Díaz Rengifo (pseudónimo del jesuita Diego García Rengifo) fue la poética más reimpresa en España durante el siglo XVII (Pérez Pascual 97-98), en parte porque desde su publicación los docentes jesuitas la utilizaron como manual en las clases de Poética (100). 201 y un rato suspendió de aquel oscuro lugar la pena y miserable llanto; […] del concento la admirable fuerza domestica los fieros animales y enfrena la corriente de los ríos. (5-11) La persona poética pondera el poder del tracio de mover los afectos, los brutos y las cosas, el cual le franqueó el paso a los infiernos en demanda de Eurídice, su fallecida esposa. Pero la persona poética omite en este soneto el final de la historia como la recogen las Geórgicas de Virgilio. Por “subita […] dementia” (IV, 488) o lo que la propia Eurídice califica de “furor” (495), Orfeo violó la condición divina y perdió a su esposa. “Quo fletu manis, quae numina voce moveret?” (505), se pregunta el narrador, por mucho que Orfeo “et gelidis haec evolvisse sub antris / mulcentem tigris et agentem carmine quercus” (509-10).31 En otras palabras, la voz órfica falla en última instancia por culpa del furor poeticus que la ars no consigue domeñar. De nada le sirve mover a plantas y fieras. Aun si deleita, enseña y mueve, la voz lírica topa con un límite ulterior: el que imponen los dioses o el que impone la historia. En el soneto XXI, la persona poética cuenta que “corta Arïón el mar, suspende el viento, / y las aguas enfrena el blando acento / de la cítara y canto artificioso” (2-4). El citaredo de Lesbos, arrojado al mar por unos piratas, movió a los delfines a que lo rescataran. Pero su canto no surtió efecto sobre los piratas, criaturas entregadas al lucro y pertenecientes a la historia. “La fiera cudicia no ablandaste” (13), le dice la persona poética a Arión. Se nota que entre el XIV, primero de los cinco sonetos de los Versos dedicados a los héroes míticos de la poesía, y el LXII, último del quinteto, la persona poética ha                                                              31 “O con que lloro / O con qual voz las almas ó deydades / Mover pudiera el triste?... / […] / Debajo los peñascos cavernosos, / Y que con dulce canto mitigava / Los indomables tigres, y atraîa / Las muy duras encinas de aquel monte, / Tan sin consuelo…” (traducción de Guzmán 173-74). 202 aprendido la lección de historia que imparten los muchos casos que ha contemplado y los varios personajes históricos en cuya persona ha cantado. Ya en el XLII, cuarto de la serie, la persona poética presenta una sermocinatio de Orfeo en los cuartetos, que ella remata en los tercetos: “Y enternecidas truecan el semblante / las fieras, corto alivio, mientras crece / del ya perdido bien la justa pena” (12-14). En el mencionado soneto LXII, destacado por ser el antepenúltimo de todos los sonetos, la persona poética recapitula la historia completa del tracio: Pudo con diestra lira y dulce canto bajar Orfeo a la región oscura y del dolor qu’eternamente dura el rigor suspender y el triste llanto. Del divino concento pudo tanto la fuerza, y de su fe constate y pura, que a recobrar su prenda mal segura halló entrada en los reinos del espanto. ¡Venturoso amador, si no rompiera el preceto fatal y conservara el bien que con tan largo afán conquista!; mas ordena, ¡ay dolor!, la suerte fiera que cuanto con la dulce voz ganara vuelva a perder con atrevida vista. La mención final a la “atrevida vista” remite a la persona poética misma, quien ha empleado la retórica de la evidentia a lo largo de los sonetos anteriores para presentar casos. Al comparar la poesía de Arguijo con los frescos que comisionó para su residencia particular, Frederick de Armas (“Deflecting” 238) y Mary E. Barnard (“Inscribing” 109) califican de écrfrases algunos sonetos, como el ya mencionado XI, sobre el rapto de Ganimedes. Al igual que Orfeo, la persona poética se ha atrevido a mirar. En su caso, el atrevimiento ha consistido en buscar consuelo a su pena. Pero ya el primer soneto sobre Orfeo y Anfión, el XIV, la persona poética admitía que pese al “concento” lírico que 203 instauraron aquellos héroes en el mundo, “con lo que descrecen otros males, / se van acrecentando más los míos” (son. XIV, 13-14). El citado soneto LXII, “Pudo con diestra lira y dulce canto”, denuncia la poesía, preparando así el terreno para el díptico de consuelo estoico y desesperación melancólica que forman los sonetos LXIII y LXIV, y que examinaré en breve. Como consecuencia lógica de esta lectura profunda de los mitos de Orfeo, Anfión y Arión, después de los sonetos llega una silva que constituye una palinodia de la poesía. La silva I, rubricada en el manuscrito “Del mismo [don Juan de Arguijo] a la Viguela” (fol. 28r), dice así: En vano os apercibo, dulce instrumento mío, si templar mi dolor con vos pretendo; y la grandeza de mi mal ofendo si alentado confío que pueda el corto alivio que recibo con vuestro blando acento, de mi antiguo tormento en la memoria introducir olvido. (1-9) La persona poética explicará a continuación que la vihuela fracasa porque no es “la famosa lira” (11) de Arión, ni la de Anfión (14-15), ni tampoco “aquel plectro divino / que por nuevo camino / a las ondas estigias halló paso” (16-18) de Orfeo. Al lector de los sonetos precedentes no se le escapa la ironía de la comparación. La palinodia de la música de vihuela de la silva I constituye una palinodia de la poesía por dos razones. En primer lugar, como ya hemos visto, la vihuela era identificada con la “orfénica lira”, y por tanto metonímicamente con la poesía lírica. Negar la capacidad consolatoria de la vihuela ponía en duda el poder de aquellos vates míticos y aun de David, cuyo plectro mitigó el tormento de Saúl (I Sam. XVI, 23), por no decir nada de la meloterapia como método neoplatónico para templar el melancólico influjo de 204 Saturno (Ficino, De vita I, X; véase Clair, “Musique” 242-43).Y en segundo lugar, en el Siglo de Oro la lírica retenía un fuerte vínculo con la música (Vega 30-35). Uno de los principales medios para difundir lírica —tanto popular como bíblica, italiana e italianista— en España fueron los libros de música para canto y vihuela, como los ya citados de Milán y Fuenllana, además de los Tres libros de música en cifra para vihuela (1546) de Alonso Mudarra o El Parnaso (1574) de Esteban Daza. Al dirigir la palinodia a la vihuela, la persona poética arguijiana se sitúa en la España de principios del siglo XVII. En España, la vihuela u “orfénica lira” connotaba españolidad, pues se trataba de un instrumento autóctono. Más aún, dado que Arguijo mereció fama de diestro vihuelista según el testimonio de su contemporáneo Rodrigo Caro (cit. en Vranich, Introducción 35), el apóstrofe a la vihuela y la rúbrica apuntalan la nominatividad del cancionero. En otras palabras, invitan a los lectores mejor informados a identificar a la persona poética con el Arguijo histórico. Tanto como una palinodia de la lírica o de la música de vihuela, la silva I realiza una palinodia de la poesía española. Explicaba Díaz Rengifo en el Arte poética española que Orfeo, Anfión y Arión habían atemperado “el furor de las pasiones” de los hombres primitivos (169 [V]). Tras considerar los argumentos que la vihuela podría alegar en su defensa (23-41), la persona poética concluye que tañerla no le sirve porque Ya me tiene enseñado la continua miseria de mi estado que es socorro engañoso, corto y leve el que me dais; y que admitir no debe la música sonora quien sus desdichas sin remedio llora. (54-59) La renuncia a la lírica contiene una suerte de jactancia de la melancolía. A propósito de las hazañas poéticas de aquellos héroes míticos de la poesía, la persona poética exclama: 205 “Mayor hazaña fuera / suspender mi dolor, mi pena fiera” (sil. I, 21-22). Incluso compara “de la amarga historia / mi enemiga memoria” (50-51) al gigante Anteo, al que Hércules mató en el curso de sus trabajos. En el soneto LVI, la persona poética había calificado de “loco intento” (6) el asalto de los “osados” (1) gigantes contra el cielo; y osadía en Arguijo, bien sabemos, significaba también poesía. 4. La palinodia de la “estoica vanidad” y la errancia melancólica. La melancólica certeza de la persona poética acerca de la tenacidad de la pena y la ineficacia de la enunciación lírica sobre ella explica la oscilación constante en los Versos entre dos desesperaciones: la estoico-horaciana y la propiamente melancólica. La primera viene enseñada por la razón. La ilustra el soneto XIX, sobre el duelo de Venus tras la muerte de Adonis: Después qu’en tierno llanto desordena Citerea la voz por el violento fin de su Adonis, y con triste acento el bosque idalio a su dolor resuena, y en flor sobre el acanto y azucena hermosa trueca el mísero y sangriento joven, modera el grave sentimiento y el ímpetu a sus lágrimas enfrena. Y no hallando en su tristeza medio vuelve al usado ornato, y reflorece del ya sereno rostro la luz pura. Así el pesar con la razón descrece, desesperado el bien, que tal vez cura a un grande mal la falta de remedio. El parecido fónico entre “Citerea” y “cítara” remite a la alegoresis del mito de Venus, Marte y Vulcano adoptada por Herrera en las Anotaciones. Según Herrera, Venus significaría el “arte venérea i amable” (522). Citerea-cítara designaría por metonimia la 206 poesía lírica.32 Como modelo para una nueva lírica, Venus se sobrepone al desorden de la voz de Dido gracias a la sabiduría estoico-horaciana. En la consolatio dirigida a Virgilio por la muerte de un amigo común, la persona poética de Horacio se preguntaba por el límite de la pena: “Quis desiderio sit pudor aut modus / tam cari capitis?” (Odas I, XXIV, 1-2).33 Al final, ante la irreversible muerte, recomendaba la resignación a padecer como vía de consuelo: “sed levius patientia / quidquid corrigere est nefas” (19-20).34 Nos hallamos, una vez más, ante el viejo consejo estoico tan bellamente cifrado por el mantuano: “una salus victis, nullam sperare salutem” (Eneida II, 354).35 La desesperación melancólica, por el contrario, consiste en renunciar a cualquier tipo de consuelo y a la voz capaz de articularlo. Consiste en reclamar la voz-ruina de Dido y en renunciar a la cítara y vihuela. En aquella endecha de Horacio, la persona poética pedía: “praecipe lugubris / cantus, Melpomene, cui liquidam pater / vocem cum cithara dedit” (Odas I, XXIV, 2-4).36 Pese a la pena, aspiraba a enunciar un canto claro y digno del “pater” que lo concede. En el LXIV, postrer soneto de los Versos, la persona poética arguijiana se afirma en la poética de la ruina, el lamento de Dido y la certeza melancólica sobre el final de Orfeo: Ciega imaginación, que, cual el viento                                                              32 El castellano de la época tendía a traducir el latín “cithara” por “lira”, “vihuela” o “guitarra”. Para una amplia gama de ejemplos, véase Vilanova, Las fuentes 1:249-57. 33 “¿Quién pondrá freno y término al deseo / de una vida, Faustino, así preciosa?” (imitación de Medrano III, VIII, 1-2). 34 “Mas, si enmendar el hado es imposible, / modérelo, Faustino, / la paciencia invencible” (imitación de Medrano III, VIII, 23-25). 35 “Solo les queda à los vencidos una / Salud, que es no esperar salud alguna” (traducción de Hernández de Velasco 1:92). 36 “Enséñame un canto lúgubre, Melpómene, a quien el Padre dio una voz límpida con la cítara.” 207 ligera, representas las pasadas horas de mi placer, que ya trocadas contemplo y lloro en áspero tormento; negras sombras, que al vago pensamiento os ofrecéis, y de rigor armadas causáis, en mi desdicha conjuradas, dolor al alma, guerra al sufrimiento: si de mi vida el miserable estado merece compasión, si ablanda el ruego esa aspereza de piedad ajena, permitidme qu’en llanto desatado, cual pluvia al Noto, me deshaga y luego tendrá fin vuestro espanto, fin mi pena Esta descripción de la pena descuella respecto a las de los demás sonetos porque se nutre del discurso médico. Inequívocamente, identifica la pena padecida a lo largo de los Versos con la melancolía. Lo ilustra una comparación con un tratado médico de época sobre la melancolía como el Libro de la melancolía (1585) de Velázquez. Allí se explica que el exceso de humor melancólico lesionaba la facultad imaginativa: Pues como los espíritus han de ser de esta naturaleza [sc., templada], y el humor atrabilioso es muy tenebroso y negro, de la suya escuresce el resplandor natural del espíritu. […] Porque si es verdad, como lo es, y assí lo hemos probado de doctrina de Galeno, que estos accidentes, miedo y tristeza, son señales proprias de esta enfermedad, y éstas, de necessidad, de doctrina del mismo nascen más del color negro del humor que de las calidades que alteran, bien se sigue que no puede esta enfermedad venir de sola distemperie sin humor o ventosedades gruessas y negras que escurescan el resplandor de los espíritus. (123 [cap. VII]). Gracias a este texto, comprendemos que seguramente el adjetivo “ciega” en el soneto arguijiano posee el sentido recóndito de “oscura, opaca, negra” que el étimo tenía en latín (Oxford Latin Dictionary, s.v. “caecus, -a, -um”, §5). Cegada u opacada por la melancolía, la imaginación ofrece al “pensamiento” fantasmas aterradores, “negras sombras” que causan “dolor al alma, guerra al sufrimiento”. 208 La focalización del soneto LXIV, por medio de su posición final en el conjunto de sonetos y la deixis de primera persona de singular, contribuye a realzar el vocabulario médico y la identificación de la melancolía como la pena que ha sido tema y motor de la secuencia lírica. Mientras que la acedia de Francisco en el Secretum era un pecado, una enfermedad del alma que tenía repercusiones en el cuerpo, la melancolía de los Versos es una enfermedad que empieza en el cuerpo y entonces trastorna el alma. Su origen corporal explica por qué la persona poética no ha dejado de errar: tras cada soneto en que cifra la sabiduría estoico-horaciana, otro lo sucede en que la melancolía vuelve a imponer un desvío. Es el caso precisamente con este soneto LXIV. El soneto anterior, el LXIII, se le adelantó con consejos sacados directamente de Horacio. Apelando a un interlocutor innominado, la persona poética cuenta que “De ciega oscuridad y horror cubierta / está la tierra” (1-2). Ante tal estado de cosas, la persona poética exhorta a su interlocutor a que tome el ejemplo del “piloto en el piélago inhumano” (6), quien por pericia lleva la nave a buen puerto. Concluye: “que al fin es cosa cierta que se sigue / tras la tormenta, guerra, noche oscura, / buen tiempo, dulce paz, alegre día” (12-14; cf. Horacio, Odas II, IX, 1-8 y X, 10-13). La comunidad de sintagmas entre ambos sonetos, como “ciega oscuridad” (LXIII, 1) y “Ciega imaginación” (LXIV, 1), o “la tormenta” (LXIII, 13) y “cual pluvia al Noto” (LXIV, 13), revela que la sabiduría estoico-horaciana que vale para el interlocutor en el ámbito mesocósmico y social no tiene poder sobre el sujeto mismo en el ámbito microcósmico e individual. De manera harto significativa, estos dos sonetos no aparecen en testimonios anteriores al de los Versos de 1612.37 Dicho de otro modo, Arguijo los incorporó a los Versos en tanto que testimonio definitivo de su poesía.                                                              37 Para una tabla de los sonetos de Arguijo y en qué testimonios manuscritos figuran, véase Garrote Bernal y Cristóbal 226. 209 Tras el soneto LXIV, se produce un cambio importante en los Versos. Las cinco composiciones restantes38 vienen en metros distintos al soneto y mantienen las rúbricas de las que los sonetos habían prescindido respecto a redacciones anteriores. Por estos rasgos y los asuntos que tratan, Gaspar Garrote Bernal y Vicente Cristóbal López consideran que las dos canciones petrarquistas, las dos silvas y la epístola en endecasílabos esdrújulos blancos conforman un “apéndice de variación métrica” ajeno a la secuencia de sonetos (LXXIV). Desde luego, la ausencia de rúbricas había contribuido a la secuencialidad de los sonetos, como lo hizo en el Canzoniere de Petrarca o Algunas obras de Herrera. Sin embargo, veremos que las silvas y la epístola retoman la melancolía como historia central de la secuencia. Las canciones, asimismo, constituyen etapas en la historia de la melancolía de la persona poética arguijiana. En un principio, no parece que las canciones tengan nada que ver con la peculiar historia desarrollada en los sesenta y cuatro sonetos anteriores. Se trata de dos canciones petrarquistas de temática cívico-religioss y circunstancial, ambas con motivo de sendas justas poéticas relacionadas con la Compañía de Jesús (Miró Martí 27). La canción I concurrió a la justa de Sevilla por la canonización de san Jacinto, en 1594; la II, a la de Jerez de la Frontera por los santos patronos Honorio, Eutiquio y Esteban, en 1603. En la canción I, la persona poética sólo se enuncia para rogar al santo del Vístula que socorra su canto (6-10), y se refiere a sí mismo como “mi humildad” (8). Arguijo cristianiza el motivo horaciano de la palabra poética como “monumentum aere perennius / regalique situ pyramidum altius” (Odas III, XXX, 1-2).39 El “nombre” (can. I, 34) de san Jacinto recibirá de Dios el “premio” (31) de la “perpetua memoria” (36) denegado al egipcio que                                                              38 En realidad seis, ya que el manuscrito de los Versos recoge dos redacciones de la canción I. 39 “Un monumento más duradero que el bronce, más alto que la regia fábrica de las pirámides.” 210 “pensaba en vano, / fijar su nombre en la sublime altura / de soberbias pirámides” (14- 16). En la canción II, el hablante poético también se muestra humilde. Primero, ruega a Euterpe que esfuerce su voz, “que a subir no alcanza, / loca osadía, si a tan alto empleo / es desigual la lira y voz de Orfeo” (37-39). Y segundo, implora a los cisnes del Betis, los otros poetas sevillanos, a que con su “dulcísimo concento” (51) canten los loores de los santos mártires, pues el vuelo de él ha quedado frenado por “la memoria del joven imprudente / y flacas alas en su mal rendidas” (41-42). Ambas canciones, por tanto, contienen motivos que las ligan al resto de los Versos: el horaciano de la palabra poética como más duradera que cualquier monumento, y el de Ícaro como escarmiento a la “loca osadía” poética, respectivamente. Más aún, las canciones se integran a la secuencia porque constituyen una etapa del drama de la melancolía. Aquí la persona poética se reintegra a la comunidad político- religiosa presidida por la Compañía de Jesús y acepta el reto herreriano de asumir, como poeta, una responsabilidad cívica con España y su historia. Lo hace además empleando una deixis y unas rúbricas que refuerzan la nominatividad de la secuencia lírica. El lector queda invitado a identificar al hablante poético de los sesenta y cuatro sonetos con el caballero veinticuatro don Juan de Arguijo, poeta cercano a la Compañía. No le quedaba otra: la admisión desolada de melancolía en el soneto LXIV, que acediosamente no disimulaba la falta de motivación de la pena, queda así insertada en aquel contexto jesuítico y estoico que no toleraba la melancolía. En las Tusculanas, tan centrales en la Ratio studiorum, el maestro sentenciaba respecto a la aegritudo: “tradamus nos ei [sc., 211 philosophiae] curandos; sanabimur, si volemus” (III, VI, 13).40 En el Secretum, Agustín se lo dejaba igual de claro a Francisco: “Inveniere si voles” (166 [I, 33]).41 Como ya comprobamos respecto a la silva I, en las dos silvas que suceden a las canciones, la melancolía y los tormentos de la introspección vuelven al centro de atención. Según la alternancia que ha dominado a lo largo de los Versos, en la silva II la persona poética censura su melancolía tras jactarse de su magnitud en la silva I. Por eso se representa por sinécdoque, como su pensamiento: Busca sin fruto, entre la niebla oscura que cerca a la razón, mi pensamiento segura senda que sus pasos guíe, pues ni aun permite el grave mal que fíe esperanzas del bien a la ventura que tal vez en el mesmo mal se esconde. Errante peregrino, ignora dónde asiente el pie dudoso… (1-8) La “niebla oscura” remite a la ofuscación de los fantasmas en el alma racional, producida por la melancolía. Fue designada como “ciega oscuridad” (soneto LXIII, 1) y “Ciega imaginación” (son. LXIV, 1) en el díptico que cierra la serie de sonetos. Sumida en la melancolía, la persona poética se entrega a la errancia. Ya Séneca (De la tranquilidad II, 13) y Petrarca (Secreto 216 [II, 34]), entre otros, habían comparado el pensamiento melancólico a un peregrino errante. Incluso el pseudo-Aristóteles (Problemas XXX, I, 953a) y Cicerón (Tusculanas III, XXVI, 63) compararon al melancólico con el Belerofonte errante de la Iliada (VI, 201-02). La errancia psíquica de la persona poética halla su correlato formal en la silva, forma métrica que consistía en una serie de heptasílabos y endecasílabos rimados y                                                              40 “Entreguémonos a ella [sc., la filosofía] para que nos cure: seremos sanados si queremos” (traducción de Pimentel Álvarez 2:7). 41 “Lo serás, si quieres” (traducción de Arqués Corominas 167). 212 dispuestos al albedrío del poeta. Entre las seguras sendas que ha buscado, la persona poética enumera “tolerar sin esperanza el hado” (19), como en el soneto XIX, sobre Venus y Adonis. Pero no demora en darse cuenta que este tipo de desesperación estoica, el consolarse en no buscar consuelo, “también a nuevo error inclina” (20). La persona poética arguijiana ataca directamente la ética estoica de Horacio, Cicerón, Séneca y los moralistas jesuitas, pues enseña al pensamiento a que … entregado al suceso, ora venga siniestro o favorable, con él se satisface, y aun busca por valor estarse opreso: estoica vanidad, que con engaño llega a alegrarse de su propio daño. (34-39) Ante la caducidad de la ética estoica a la que ha acudido a lo largo de los Versos, aquí la persona poética endereza sus pasos, por primera vez, a “Tan sola tú, oh virtud” (40). Se refiere a la virtud cristiana: “tú deshaces / con luz divina las humanas nieblas” (44-45). Como en el Secretum, la fe cristiana rompe la niebla melancólica. En otras palabras, la persona poética abraza en la silva II el camino de la fe: “y subiré animoso / por la difícil cumbre que nos guía / a la excelsa región de la alegría” (55-57). El trecho final de la silva II, con ecos de la poesía fray Luis y el Aldana de la “Carta para Arias Montano sobre la contemplación de Dios y los requisitos della”, habría sido la conclusión más católica para la secuencia lírica de la melancolía que configuran los Versos de 1612. Empero, Arguijo incluyó una composición más, con cuyo examen concluirá mi análisis. Se trata de la epístola “A un religioso de Granada”, presumiblemente un hermano jesuita. Por la deixis de la persona poética, parece que fue compuesta durante la peste que asoló Sevilla entre 1599 y 1601 y que mantuvo a Arguijo refugiado en su finca de Tablantes (Garrote Bernal y Cristóbal 126n). La epístola emplea 213 doscientos catorce endecasílabos blancos acabados en palabra proparoxítona, o sea endecasílabos esdrújulos. Como se trataba de un metro inusual en la poesía española de la época, conviene considerar qué expectativas despertaría en el lector de la época. El esdrújulo había sido empleado en la poesía italiana desde finales del siglo XV como una especie de curiosidad métrica, especialmente en la Arcadia de Sannazaro. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XVI fue cultivado por los poetas españoles. Por su sonido similar al de los trímetros y dímetros yámbicos, el endecasílabo y el heptasílabo esdrújulos se convirtieron también en las formas más frecuentes de verter al castellano el épodo II de Horacio, aquel que dice “Beatus ille” (Alatorre 206-09). El endecasílabo esdrújulo también recordaba tanto al asclepiadeo puro, famosamente empleado por Horacio sólo al comienzo (I, I) y al final (III, XXX) de los tres libros originales de las Odas, como a los asclepiadeos y alcaicos de los himnos litúrgicos medievales (Reid 277). Dada la escasez de palabras proparoxítonas en castellano, algo reconocido ya por Nebrija (52 [II, II]), los esdrújulos solían provenir directamente del latín (Carilla 165). Como explica Antonio Alatorre, el esdrújulo, metro culto y más bien pedante, se convirtió para los poetas españoles en una manera de latinizar el castellano, competir con los italianos en la emulación de los antiguos romanos y, por ende, reclamar la autoridad política romana, de acuerdo al tópico de la translatio imperii, translatio studii (196). A las connotaciones poéticas y políticas contenidas por el esdrújulo se añade, nada más comenzada la epístola, un marcado acento melancólico: Aquí donde el rigor del hado mísero me conduce a vivir entre los árboles, lejos a mi pesar de los domésticos lares, el pensamiento melancólico corre por entre sendas tan difíciles, llenas de espinas y de abrojos ásperos, 214 de peñascosas y revueltas víboras que acobardan el paso al más intrépido, donde no encuentra sino casos flébiles, historias tristes y sucesos trágicos… (1-10) La decena inicial de versos caracteriza esmeradamente a la persona poética como melancólica, y apunta a que la forma escogida constituye el correlato formal de su melancolía. El deíctico inicial designa el espacio donde se escribe el poema, y a la vez donde habita la voz poética. Al igual que en la poesía de Torre, la topotesia, o descripción de un lugar ideal, se nutre del sistema de representación de la melancolía. El lugar se sitúa bajo un “hado mísero”, análogo al nefasto astro de Saturno; está alejado del ámbito social y político; y resulta escabroso e inhóspito, inaccesible y luctuoso. Por tal paraje, “el pensamiento melancólico” “Discurre por su mal” (12) en “incierto vïaje” (17), que consiste en la trabajosa búsqueda de “consuelos débiles” (29). Como en la silva II, el primero de los consuelos reside en la ética estoico-horaciana: que al mal sucederá un suceso próspero, como la calma a la tempestad (30-39; cf. Horacio, Odas II, IX, 1-2). Aunque rechace nuevamente la “estoica vanidad” (sil. II, 38), el movimiento trazado por el héroe y sugerido por los esdrújulos concibe la melancolía espacialmente como un exceso de movimiento psíquico, como había hecho el estoicismo, particularmente Séneca en De la tranquilidad. La “bonae mentis infirmitas” que confesara Sereno (I, 15), su “asidua[…] mutatione propositi” (II, 6) y “nusquam residentis animi volutatio” (II, 10)42 sirven de modelo a esta suerte de epilio que protagoniza “el pensamiento melancólico”. Hablo de epilio o poema épico breve porque es un poema que narra la demanda heroica del pensamiento y emplea el esdrújulo, cuyo culto artificio, abundancia de latinajos y ausencia de rima conviene al estilo elevado de la épica clásica.                                                              42 “Debilidad del buen ánimo”, “frecuente cambio de intención” y “vacilación de un alma que no haya su sitio en ninguna parte”. 215 En el Arte poética española, Díaz Rengifo destacaba la cercanía de los esdrújulos a los versos “con que se celebran las hazañas de los varones ilustres” (232 [XLI]). Si no épica, la epístola por lo menos se coloca por fuera del paradigma lírico, en sintonía con la palinodia de la lírica contenida en la silva I. La persona poética aspira al “divino aliento de Melpómene, / que inspira las canciones elegíacas” (66-67), ya que “no permite el tiempo versos líricos” (72). Los tiempos que desfavorecen el cultivo de la lírica son de una índole marcadamente histórica. Las “desventuras” (51) que se acumulan sobre la persona poética y el destinatario de la epístola son el saco de Cádiz a manos de los ingleses, en 1596, y la peste que asoló Sevilla, entre 1598 y 1601. En los dos grandes modelos de la lírica, Horacio y Petrarca, se le reconocía a la historia una influencia nada desdeñable sobre la intimidad de los sujetos líricos. Una canción como “Italia mia” en el Canzoniere (CXXVIII), por ejemplo, enriquecía la caracterización de la persona poética petrarquesca y la situaba en la deixis compartida por sus primeros lectores. En Algunas obras de Herrera, la conmovedora “Voz de dolor, i canto de gemido” (can. I,1) se entona no por el amor desdichado, sino por la caída del rey don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir. Al cantar un dolor cuya causa proviene del ámbito comunitario, las personas poéticas de Herrera y Arguijo acreditaban su amor por Dios y por España, y de paso demostraban la utilidad de la poesía al bien de la república. En el caso de Arguijo, la epístola sirve para rehabilitar la persona poética y enderezar la lírica hacia una tradición más bien pindárica, de oda cívica. Constituye, además, un claro marcador calendárico que acerca los Versos al modelo de secuencia lírica petrarquista. 216 De manera conspicua, la mención al saco de Cádiz es breve (52-56), mientras que la peste de Sevilla ocupa un centenar de versos (73-174). Aunque presumiblemente la peste impuso a la persona poética el exilio del que se lamenta y, por afectar su patria chica, le incumbe más que el suceso de Cádiz, no creo que el saco sea una causa menos importante para sumirla en la melancolía. Al fin y al cabo, infligió una severa humillación a España en su propio suelo, por parte de un enemigo protestante y de poderío muchísimo menor. La peste de Sevilla designa por sinécdoque los reveses políticos, la depresión económica y la crisis demográfica que llevó a los arbitristas de principios del siglo XVII a hablar de la declinación de la república española (cit. en Elliott, Spain 248). Dos de los eventos más significativos de la declinación en la etapa final del reinado de Felipe II fueron el humillante saco de Cádiz y la devastadora peste de 1599 y 1600. Según explica Elliott, puesto que la metáfora del cuerpo político era una de las más importantes en el discurso político del Siglo de Oro, varios politólogos de la época hablaron de la declinación como una enfermedad (Spain, 249-50). En la epístola arguijiana, la peste es al cuerpo político español lo que la melancolía a la persona poética. En el Secretum, Agustín la llamaba “pestis animi” (236 [II, 49]).43 Cuando la persona poética describe los efectos de la peste, bien podría describir los de la melancolía: Un desmayo común, un miedo lánguido, y de lo que se ve el asombro y éxtasis, hace a los más valientes, pusilánimes, trocando sus contentos en acíbares; todo es suspiros y dolor acérrimo y de llanto materia abundantísima. (125-30)                                                              43 “Peste del alma.” 217 Del mismo modo que dedicó el soneto LXIV y las silvas a contemplar su melancolía, la persona poética dedica muchos más versos a la peste que al saco de Cádiz. Y así como sobre la melancolía de la persona poética no surte efecto la “animi […] medicina”44 del estoicismo (Cicerón, Tusculanas III, I, 1), a “el grave mal y enfermedad mortífera” (96) de Sevilla no la puede “socorrer la física / que profesa la turba de los médicos” (97-98): ni “el insigne Galeno y docto Hipócrates, / ni la escuela famosa de los árabes” (108-09). La medicina no puede tratar la peste, ni tampoco la enfermedad de declinación que aqueja a España. Tampoco, presumiblemente, socorre la melancolía de la persona poética. En esta epístola, la melancolía sirve para poner a la persona poética en marcha, para empujarla a que emprenda “incïerto viaje”. También para definir su voz. La voz de la epístola en esdrújulos, en efecto, es una dicción propiamente melancólica. Según Díaz Rengifo, esdrújulo “quiere decir cosa que corre o resvala” (183 [XIII]). La psique melancólica, para el estoicismo romano, se caracterizaba por correr y resbalar, desviarse y errar. Según el personaje del maestro en las Tusculanas, la aegritudo o pena le impone al sujeto que la padece un deseo incesante: “sic animus perturbatus et incitatus nec cohibere se potest nec quo loco vult insistere” (IV, XVIII, 41).45 El discurrir errático de la epístola, propio del género,46 la extremosidad del afecto y el sobrecargo del lenguaje de “historias tristes y sucesos trágicos” (10) convienen a la extravagancia poética que supone el esdrújulo. Éste, a su vez, surge para dar justa cuenta de esos afectos y asuntos.                                                              44 “Medicina del alma.” 45 “Así el ánimo perturbado y agitado no puede ni cohibirse ni detenerse en el lugar que quiere” (traducción de Pimentel Álvarez 2:59). 46 Por ejemplo, la persona poética de Garcilaso comenta en la “Epístola a Boscán”: “Alargo y suelto a su placer la rienda, / mucho más que al caballo, al pensamiento / y llévame a las veces por camino…” (17-19). 218 Un subtexto perteneciente a la tragedia neosenequista de la década de 1580 sugiere que más que la dicción poética de la melancolía, los esdrújulos en la epístola arguijiana constituyen la dicción de la melancolía colérica, aquella que según la teoría médica y poética de Huarte era propia tanto del poeta como del tirano. Arguijo contaba con un ejemplo de esdrújulos como la voz propia de la violencia y el exceso de la melancolía adusta en las dos tiradas de endecasílabos esdrújulos blancos (III, 1571-636 y 1669-76) en que prorrumpe el tirano titular en la tragedia Atila furioso (c. 1581) de Virués. La crítica hasta ahora no ha consignado este fragmento entre los inventarios de los esdrújulos en la poesía del Siglo de Oro. Probablemente Arguijo conocía el teatro de Virués, uno de los pocos tragediógrafos neosenequistas españoles en el siglo XVI. Tras confesarse “temblor del mundo, grima, horror y estrago. / Más que esto todo soy: hombre del siglo” (1568-69), el rey de los hunos se abandona a su delirio, representado en esdrújulos. Desplegando a la vez la retórica de la evidentia y el talento fantástico de los melancólicos, Atila describe sus tremendos ejércitos y su vuelo por encima de la tierra. Antes de volver a la redondilla en que ordena “Viértase, corra la sangre” (1633), el lenguaje del esdrújulo abre para Atila un espacio donde la imaginación impera, el espacio en el que él todo lo puede: “No cabe ya en la tierra el alto espíritu / que en este pecho de diamante enciérrase” (1615-16). En la parte final de la epístola, la persona poética arguijiana corrige el exceso melancólico y vuelve a echar mano de la ética estoica para afrontar la peste de Sevilla y la declinación de España. “Debiera cada cual de su propósito / reducir con razón a mejor método” (177-78). Ofrece algunos ejemplos de soberbia, de los cuales los dos últimos son de índole poética en la misma medida que moral: Ícaro (190) y Faetón, el “titánico 219 joven [a quien] dio sepoltura en el Erídano” (191-92). Finalmente, pasa a apelar al destinatario, el religioso de Granada: “Dichoso vos, que de la antigua Ilíberi / gozáis los campos y vistosos cármenes” (193-94). A los selectos lectores del circuito manuscrito para el que Arguijo dispuso los Versos no se les escaparía que la peroratio consiste en una paráfrasis del épodo II de Horacio, aquel que decía “Beatus ille, qui procul negotiis, / ut prisca gens mortalium” (1- 2);47 el mismo que frecuentemente traducían los humanistas españoles en esdrújulos. La persona poética contempla a su interlocutor, una versión católica de aquel “beatus”: y retirado del bullicio y tráfago, el tiempo dais a los estudios útiles y al ejercicio de virtudes sólidas, hecho de Dios una agradable vítima. (206-09) Conviene recordar que en el poema original de Horacio, el “beatus” y su mundo rural idealizado surgían de la imaginación de un prestamista, Alfio, cuyos buenos propósitos no durarían más allá del poema: haec ubi locutus faenerator Alfius, iam iam futurus rusticus, omnem redegit Idibus pecuniam, quaerit Kalendis ponere. (67-70)48 La ironía del original horaciano se contagia a la imitación arguijiana. Por mucho que admire a “de Dios una agradable vítima”, la persona poética de los Versos ha optado, con la epístola misma, por persistir en el error moral y verbal de la melancolía. En la silva II, inmediatamente anterior, había reconocido la incompatibilidad de la melancolía con la “virtud” cristiana. Pero la melancolía es necesaria para la poesía. La persona poética tiene                                                              47 “Dichoso el que de pleitos alejado / cual los del tiempo antigo, / labra sus heredades no obligado / al logrero enemigo” (traducción de fray Luis 1-4). 48 “Ansí, dispuesto un cambio y el arado / loaba la pobreza. / Ayer puso en sus ditas todas cobro; / mas hoy ya torna al logro” (traducción de fray Luis 67-70). 220 la responsabilidad cívica y privada de dar noticia de la peste-melancolía que aflige el cuerpo político español. Y su melancolía es lo que le ha permitido hablar de sí misma, poetizarse o hacerse a lo largo de los Versos. En gran medida, la epístola que los cierra proporcionan una alegoría de ellos. Los Versos han sido la errancia de la persona poética a través de … casos flébiles, historias tristes y sucesos trágicos, que cansan la memoria, como a Sísifo, la grave carga del peñasco hórrido. (9-12) 5. La necesidad melancólica de la lírica hacia 1612. Con la voluntad horaciana de levantar un “monumentum aere perennius” (Odas III, XXX, 1) a partir de la ruina misma, la secuencia lírica de la melancolía arguijiana partió de la voz-ruina de Dido. En esa voz habían acabado los Versos líricos de Torre; en esa voz situó Garcilaso la expresión de la lírica subjetividad frente a los discursos dominantes del imperio. Por esos mismos años, en la estela del también cervantino Orompo, el pastor Grisóstomo en la parte I del Quijote (1605) anunció que “de la espantable voz irá el acento, / y en él mezcladas, por mayor tormento, / pedazos de las míseras entrañas” (160, vv. 9-11 [cap. XIV]). Esta voz es heredera directa de la “vocem extremam cum sanguine fund[ata]” (Virgilio, Eneida IV, 621) de la reina de Cartago. A lo largo de los sonetos, empero, la persona poética arguijiana apostó por la poesía como discurso capaz de vencer el tiempo, proporcionar la fama y mover al sujeto mismo al consuelo. Recurrió a la ética estoica como código que enseñaba contención afectiva en la misma medida que poética. Mas fracasó. Cayó, como Ícaro o Faetón. Y su “monumentum aere perennius” acabó siendo una extravagante epístola en esdrújulos, 221 metro tan parecido al verso asclepiadeo puro con el que Horacio puso la piedra de toque a su “monumentum aere perennius”. La elección de la especie lírica para sus Versos no podía deparar más que el desvío poético y moral de los esdrújulos. Porque la lírica, en la poética renacentista, era el desvío. Pese al avance que supuso la poética de Minturno para el estatuto de la lírica, esta todavía no había recabado en puerto seguro: seguía siendo una especie menor en De poetica libri tres (1579) de Giovanni Antonio Viperano e incluso en los influyentes Discorsi dell’arte poetica (1587) de Torquato Tasso (Esteve 109). En España, con el formidable aumento a finales del siglo XVI del cultivo de la poesía épica, religiosa y civil, las viejas inseguridades que socavaban la lírica volvieron a la luz. Tanto o más que a líricos como Herrera y fray Luis, los poetas y teóricos españoles del último cuarto del siglo XVI admiraban a Ercilla por encima de todos. Por lo menos, La Araucana fue el texto más citado en las poéticas españolas de la época (Porqueras Mayo, Introducción 27). Así las cosas, la lírica tuvo que admitir su condición de desvío poético, en necesidad de justificarse (Prieto 2:782). Tuvo que admitir que lo suyo era aparecer, en expresión de Roland Greene, en “untoward places” (“The lyric” 216). En La Araucana, el asunto de Dido —cuya voz era lírica por antonomasia— aparece como una diversión respecto a la materia épica (par. III, cant. XXXII, estr. xlvii, v. 5). El episodio comienza cuando el poeta sale “a correr la tierra un día” (xxxi, 1), suspendiendo el relato de la guerra del Arauco. En medio de la parte II, el poeta anhelaba explorar un espacio de “jardines y florestas” (XX, iv, 3), lleno de “cuentos, ficciones, fábulas y amores” (6), alternativo al épico de “abrojos y […] cuestas / […] roncas trompetas y atambores” (1-2). Esa misma noche, tras la batalla, el poeta deja su puesto en la guardia nocturna (xxv, 1-4) para iniciar el episodio 222 de Tegualda, cuya voz adolorida y femenina emula la de Dido (e.g., lviii, 7-8; cf. Virgilio, Eneida IV, 66-67). En Algunas obras de Herrera, la persona poética reconoce “qu’es mayor la insine gloria” (son. XLIX, 9) de los épicos que la de los líricos, “Mas, ¿qué haré, si toda mi memoria / ocupa Amor, tirano señor mío?” (12-13). En la estela de la recusatio herreriana, que no disimula el orgullo de la voz lírica (Á. Alonso, La poesía 95), y de los Versos líricos de Torre, en los Versos prosigue Arguijo con la afirmación del lirismo. Como Torre, Arguijo afirma el lirismo gracias a la melancolía como matriz de motivos y signos, y a la vez afecto que resulta del autoconocimiento y que impone al sujeto poético la fragmentariedad, la errancia y la mezcla de modalidades retóricas, rasgos propios de la lírica. Frente a la tradición horaciana (Arte poética 295-302, 366-90 y 456-60) y quintiliana (I, III, 10 y II, X, 6) que conminaba al poeta a rechazar la tristeza como indigna y además innecesaria para el ejercicio poético, poetas líricos españoles de finales del siglo XVI y principios del XVII como Torre y Arguijo reclaman la melancolía como afecto y sistema propiamente lírico. La persona poética de la Poética de Horacio se mofaba del poeta triste (366-90), pero la de las Odas forjó una persona poética melancólica. La autofiguración melancólica de Medrano, como señala Ponce Cárdenas, imitaba las de las personas poéticas de los grandes líricos: Horacio, Petrarca y Tasso (Introducción a Medrano LXXXVI-XC), por no decir Garcilaso y Herrera. De eso se trataba aquel tercer tipo de imitación, isocrática o retórica, después de la platónica y la aristotélica, que consistía en imitar a otro orador o poeta como modelo integral de dicción y conducta (G. A. Kennedy 133). 223 La melancolía en la poesía española del Siglo de Oro era un instrumento poético de primera magnitud. La melancolía en Torre no se trata, como creía un ilustre crítico, de “tristeza suave […], un lujo, un deporte de buen tono, al que se agarra el artista como tabla de salvación” (Zamora Vicente XXV). La melancolía en Arguijo no se limita a representar la depresión del Arguijo histórico, según se la diagnostica otro crítico (Vranich, Notas 322). Así como Ficino labró con la melancolía un espacio para el reconocimiento de la subjetividad y la autonomía de los litterarum studiosi o “Musarum sacerdotes” (De vita I, Proemio), ese género de hombres al que él pertenecía, las personas poéticas de Torre y Arguijo emplean la melancolía para labrar voces propias. Una diferencia importante separa, sin embargo, el uso heurístico de la melancolía en Ficino por un lado y Arguijo y Torre por otro. La melancolía ficiniana, como explica Fumaroli, tenía una vocación sociable: “si celui-ci a contribué à réhabiliter pour le XVIe siècle la génialité mélancolique, c’est en l’assortissant, en excellent médecin qu’il était, d’abondants conseils d’hygiène et de diète, dont l’ensemble constitue une esquisse de programme pour une civilisation” (“‘Nous serons’” 101).49 En cambio, la melancolía de Torre y Arguijo es mucho más polifémica y agresiva, propia de la teoría de Huarte y de la desesperación de Dido. En la obra de Torre, más pueden a fin de cuentas el polifémico pastor del Jarama, el filomélico Damón o el enceládico Tirsis que el sabio Títiro. En la de Arguijo, se oye menos una melancolía como la de la católica y resignada Ingunda del acto III del San Hermenegildo, y más una melancolía como la del errático y frenético remitente de la epístola en esdrújulos, semejante al desolado y furioso Leovigildo.                                                              49 “Si éste contribuyó a rehabilitar la genialidad melancólica en el siglo XVI, lo hizo al ofrecer, dado que era un médico excelente, abundantes consejos de higiene y dieta, los cuales, en conjunto, constituyen un bosquejo de programa para una civilización.” 224 CAPÍTULO V “El melancólico vacío” y la “soledad”: La nueva poesía en el Polifemo (1612) y las Soledades (1613-1614) de Luis de Góngora En 1612, año en que Arguijo clausuró sus Versos con las silvas, el “errante peregrino” y la errancia melancólica de la voz esdrújula, la melancolía lució con negro esplendor en el poema que inauguró la transformación de la poesía en lengua española. En la Fábula de Polifemo y Galatea de Luis de Góngora, la melancolía caracteriza al cíclope Polifemo, protagonista y único personaje cuyo canto la persona poética1 refiere en el epilio o poema épico breve. Tras calificar la caverna del cíclope como “el melancólico vacío” (octava VI/v. 42),2 la persona poética realiza una prosopografía, o descripción de su aspecto. Se asemeja a las fisionomías del melancólico y saturnino que abundaban en los manuales médicos y astrológicos de la época: Negro el cabello, imitador undoso de las obscuras aguas del Leteo, al viento que lo peina proceloso vuela sin orden, pende sin aseo; un torrente es su barba impetüoso que, adusto hijo de este Pirineo, su pecho inunda o tarde, o mal o en vano surcada aun de los dedos de su mano. (VIII/57-64) De modo similar al melancólico o el saturnino en textos de Martínez de Toledo o el astrólogo Cortés, el cíclope aparece como huraño, peludo, pesado, lento, duro, seco y feo. La melancolía de Polifemo, sin embargo, no es fría como la de los rústicos medievales sometidos al influjo de Saturno. Al contrario, se trata de una melancolía cálida, producto de la adustión de la melancolía natural u otro humor. Así lo indica el                                                              1 A lo largo de este capítulo, de acuerdo al uso vigente en los anteriores, denomino “persona poética” a la voz que narra en tercera persona tanto en el Polifemo como en las Soledades. 2 Cito el Polifemo según la edición de Jesús Ponce Cárdenas. Combinando las dos formas usuales de citarlo, indico el número de octava y el número de verso. Para el resto de la poesía de Góngora, incluidas las Soledades, manejo la edición de las Obras completas preparada por Antonio Carreira. 225 adjetivo “adusto” y la asimilación del cíclope al “Pirineo”, montaña que por una falsa etimología se creía calcinada (de πυρ [pyr], “fuego” en griego). Dada la temperatura del humor y a juzgar por el desenlace del epilio, donde el cíclope arroja en un arrebato de celos una gran roca sobre Acis (su rival en el amor a Galatea), la melancolía adusta del cíclope proviene de la cólera. Para la medicina de la época, la melancolía de Polifemo sería la misma que la de los locos y los héroes furiosos, como Áyax y Hércules. Según la teoría médica y poética postulada por Huarte de San Juan en el Examen de ingenios, es exactamente la que le corresponde a Polifemo en tanto que poeta. La teoría huartiana de la melancolía adusta le sienta como anillo al dedo al jayán gongorino en su doble condición de cantor enamorado (como el Polifemo de los idilios VI y XI de Teócrito) y cruel asesino (como el Polifemo del libro XIII, vv. 740-897 de las Metamorfosis de Ovidio). Para 1612, la relación entre melancolía y poesía se había vuelto definitivamente negativa. Por eso una década después, Cascales denostó la nueva poesía gongorina del Polifemo y las Soledades, achacándola a la melancolía del poeta cordobés. A Góngora se le habría subido “a la cabeza” el “humor grueso”, el cual nubló tanto su entendimiento que lo llevó a perpetrar una especie de venganza contra la poesía, “volviendo a su primero caos las cosas” con un atrevimiento propio de “otro Ícaro” (Cartas 219-20).3 Cascales incluso califica la “oscuridad” poética de Góngora como una “peste de la poética elocución” (191 [I, VIII]). A mediados del siglo XVI, Furió Ceriol afirmaba que “un melancólico […] con su sola presencia havía corrompido toda la ciudad, i por ello havía mui grande pestilencia” (62 [cap. III]).                                                              3 El vocabulario médico que emplea Cascales y la atribución de un color tenebroso al “humor grueso” delatan que se refiere a la melancolía. Su descripción coincide con la de un médico como Velázquez, según el cual el humor melancólico y sus “ventosedades gruessas y negras” oscurecían “el resplandor de los espíritus” vitales en el cerebro (123 [VII]). 226 Cascales no estaba del todo equivocado. Como tristeza o luto por un deseo que no puede o no debe ser satisfecho, el afecto melancólico caracteriza al cíclope enamorado en el Polifemo y al peregrino apartado de su dama desdeñosa en las Soledades. Más aún, como estudia el presente capítulo, la melancolía funciona como motor poético del audaz proyecto poético que Góngora planteó en el Polifemo y que desarrolló en las Soledades. Al igual que Cervantes, Torre y Arguijo, Góngora empleó la melancolía para abrir un espacio a la poesía, meditar sobre su legitimidad y ensayar una voz polifémica. Empero, a diferencia de ellos dio un paso más allá en la dirección errante y selvática, apuntada en las demasiadas personas poéticas de Torre y las silvas y esdrújulos de Arguijo, al situar el origen de su poesía en el “melancólico vacío” del Polifemo y sistematizar en las Soledades un nuevo lenguaje poético transformado por la “soledad” de la melancolía. El presente capítulo se divide en seis secciones. Empiezo con el Polifemo porque trata de los orígenes de la poesía y Góngora lo circuló antes. Las dos partes de las Soledades salieron después, en 1613 y 1614, respectivamente. En la primera sección atiendo a la centralidad en el epilio de Polifemo y su canto, por lo cual discuto la mezcla genérica del poema y la relación especial entre la voz poética y el cíclope. En la segunda y tercera, exploro las repercusiones de la melancolía de Polifemo sobre la nueva poesía, primero enfocándome en la morada del cíclope y luego en su condición de representante del nuevo tipo de poeta. En la cuarta sección examino la paradoja de la voz en las Soledades y la continuidad de proyecto poético entre ambas obras. En la quinta indago en el avance del proyecto de poesía melancólica que las Soledades realizan a través de la “soledad” en su triple sentido de espacio, afecto y género. Finalmente, en la sexta sección 227 derivo las conclusiones que las historias narradas en ambos poemas arrojan acerca de la poesía en la España del Siglo de Oro. 1. “Escuchas […] / del músico jayán el fiero canto”: La persona poética y el polifemismo en el Polifemo. Polifemo y su melancolía reclaman la posición central en el Polifemo gracias a la confusión genérica que la persona poética desata desde los primeros versos, pues ésta vincula la confusión a la naturaleza del cíclope. En principio, tanto el dedicatario del Polifemo como cualquiera de sus lectores en 1612 sabría que tenía entre manos un epilio. Dos rasgos lo indicaban: la materia mitológica enunciada en el título y la octava real, el metro épico por excelencia desde el Orlando furioso de Ariosto hasta la Gerusalemme liberata de Tasso, pasando por La Araucana de Ercilla y Os Lusíadas de Camões. Los lectores de 1612 conocían la materia gracias a las Metamorfosis de Ovidio. Además, el año anterior, en las póstumas Obras del precoz poeta cordobés Luis Carrillo y Sotomayor, había aparecido una Fábula de Acis y Galatea, imitación fiel del relato ovidiano. Pero apenas comenzada la lectura los aguardaba una sorpresa: “Estas que me dictó rimas sonoras, / culta sí, aunque bucólica, Talía…” (Polifemo I/1-2). En el verso inicial, la persona poética invoca a la musa, como corresponde a un poeta épico, pero a continuación atribuye la inspiración a Talía, la musa cómica. Bajo su patrocinio estaba la poesía pastoril desde las Bucólicas (VI, 1-2) de Virgilio. Teóricamente, el género bucólico era humilde en su estilo y bajo en sus materias. De ahí la construcción concesiva: “culta sí, aunque bucólica”. Para uno de los primeros comentaristas barrocos del Polifemo, el poema quedaba así caracterizado como égloga (Salcedo Coronel, El Polifemo fol. 2r). Hacia el final de la octava inaugural, la persona poética confirma la adscripción de su 228 poema al género bucólico y la caracterización de sí misma como poeta bucólico cuando exhorta al conde de Niebla a que escuche las rimas “al son de la zampoña mía” (6). La adscripción bucólica del Polifemo se complica de inmediato. En realidad, el género del epilio se caracterizaba desde la Antigüedad por su tendencia a incorporar otros géneros (Ponce Cárdenas, Intro. Polifemo 24). Por eso no ha de sorprendernos que en las dos octavas siguientes, el Polifemo se perfile como un poema de géneros mezclados. Al final de cada una, como observó Ermanno Caldera (228-29), la “cítara” y el “clarín” designan por metonimia a la poesía: “y al cuerno, al fin, la cítara suceda” (II/16); y “que si la [musa] mía puede ofrecer tanto / clarín” (III/22-23). Mientras que el clarín representaba a la épica por sus connotaciones bélicas, la cítara más bien a la lírica. La triple metonimia que congrega los tres estilos (el bajo pastoril, el medio lírico y el elevado épico) no supone una superación de los tres, al contrario de lo que sostiene Ruiz Pérez (“Égloga” 412). Sólo la “zampoña” merece el posesivo “mía”, y sólo de la “bucólica Talía” proviene la inspiración para las “rimas sonoras”. La triple metonimia señala más bien la armonización en el Polifemo de lo lírico y lo épico. El Polifemo es épico por su metro. También es épico por ser un poema útil, ya que gracias al “clarín (y de la Fama no segundo)” de la persona poética, “oirán los términos del mundo” el nombre del dedicatario (III/23-24). Y es épico, como veremos, por su ambición poética de iniciar la nueva poesía gongorina. Pero el Polifemo también es lírico por la índole amorosa, en lugar de heroica o histórica, de su materia; por carecer de un claro “designio moral o didáctico” (Ponce Cárdenas, Intro. Polifemo 32); y por su estilo medio. Para un teórico de tan amplia influencia en España como Tasso, “la 229 mediocrità lirica” consistía en un estilo “fiorito ed ornato” y una voluntad de “dilettare” (48-50 [disc. III]). De la tríada de géneros, el bucólico retiene una posición dominante en la dedicatoria del Polifemo, lo cual sugiere una identificación entre la persona poética y el único pastor que canta en todo el poema: Polifemo. La zampoña aparece más adelante en el epilio como el instrumento del “fiero pastor” (LIX/470). Conspicuamente, en la octava III la persona poética ruega al conde que Treguas al ejercicio sean robusto ocio atento, silencio dulce, en cuanto debajo escuchas de dosel augusto del músico jayán el fiero canto. (17-20). El sintagma “escuchas […] / del músico jayán el fiero canto”, sumado a la posesión de la zampoña y la invocación a Talía, sugiere una identificación entre la persona poética y Polifemo. Desde la Antigüedad, la hermenéutica de la bucólica había identificado a Títiro, el pastor principal de la égloga I de Virgilio, como persona o máscara de éste. Lo mismo sucedía en la España del siglo XVI. De Salicio, uno de los pastores de la égloga I de Garcilaso, contaba Fernando de Herrera que “es ya común opinión que se entiende por Garci Lasso mesmo” (Anotaciones 695). En otras palabras, un elemento básico de la lectura alegórica de la pastoral era identificar al pastor protagonista como persona del poeta. Mientras que en la versión de Ovidio el canto de Polifemo desentona por su ridiculez (cf. Metamorfosis XIII, 789-869), en la de Góngora el estilo del cíclope no desmerece en absoluto del estilo del resto del epilio. De hecho, sobre el canto del jayán en el Polifemo recayeron durante el siglo XVII algunos de los más encendidos elogios al poema (e.g., Díaz de Rivas, Anotaciones al Polifemo, cit. en Ponce Cárdenas, Notas al Polifemo 317). 230 La pregunta sobre la identidad o la diferencia entre cíclope y persona poética no tiene solución ni atiende a lo más importante.4 La invitación de la persona poética gongorina a escuchar “del músico jayán el fiero canto” más bien subraya dos cosas: que Polifemo, en tanto que pastor, es ante todo un poeta; y que su canto se sitúa en el centro del epilio. Su nombre, al fin y al cabo, significa “muchas voces”. En otras palabras, la persona poética anuncia no tanto que ella sea el cíclope, como que el Polifemo, en el fondo, narra el drama de un poeta y los efectos de su canto sobre el mundo. Al escoger este canto como sinécdoque de todo el epilio, la persona poética subraya que sólo el cíclope tendrá el privilegio de tener su voz referida en estilo directo. A lo largo del Polifemo, la persona poética mencionará otros cantos, pero no los referirá: “el ronco arrullo” de las palomas (XLI/321), el “ronco” requiebro de Glauco (XV/118), y el igualmente disonante de Palemo (XVI/125-28). De manera significativa, los otros dos protagonistas ni siquiera hablan. Como le conviene a un cazador acechando a su presa (Ruiz Pérez, “Un espejo” 171), Acis se distinguirá por su “retórico silencio” (XXXIII/260). Galatea, por su parte, se caracteriza por su mudez: su piel es “cristal mudo” (XXIV/192), corre “con paso mudo” (LXI/481), e incluso cuando quiere “el nombre articular” de su amado, por no saberlo permanece “muda” (XXXII/249-50). Tras la muerte de Acis, sabemos que derrama “lágrimas” (LXII/493), mas eso no significa voz.                                                              4 La posible identificación entre la persona poética que narra el Polifemo y el “músico jayán” Polifemo ha intrigado a varios críticos en las últimas décadas. Para algunos, Polifemo representaría a Góngora, bien como encarnación de la nueva poesía (Soufas 136; Ruiz Pérez, “Égloga” 411; y C. D. Johnson 155, 159-60), bien como máscara autoparódica para señalarse en el campo literario sin excesiva arrogancia (Vélez-Sainz 224). Para otros, en cambio, no se produce del todo una identificación: al fin y al cabo, como observa Ruiz Pérez, el sintagma “del músico jayán el fiero canto” podría servir de sinécdoque para referirse al poema entero (“Un espejo” 164). Más aún, media una gran diferencia entre lo que la persona poética cuenta y lo que Polifemo afirma respecto a su aspecto, su carácter y los efectos de su canto. Por ejemplo, mientras que el cíclope exhorta a la ninfa a que escuche “mi voz por dulce, cuando no por mía” (XLVIII/384), la persona poética la tacha de “horrenda voz” (LIX/465). Para los críticos que se fijan en esta distancia, Polifemo como poeta independiente imitaría torpemente a la persona poética gongorina, con efectos cómicos (Guyler 240- 42; Ponce Cárdenas, Intro. Polifemo 70-71; y Poggi 14); colaboraría con ella en la destrucción de la Arcadia (Cascardi 135); o le serviría de competidor para que se luciera (Friedman 71-73). 231 La exclusión de la voz de Galatea confirma la centralidad de la voz de Polifemo en el epilio. La ninfa fungió nada más y nada menos que de narradora en la versión de Ovidio. Por otra parte, como hemos comprobado en capítulos anteriores, la pastoral española del siglo XVI se caracterizó en gran medida por el creciente protagonismo de las voces femeninas, desde La Diana de Montemayor hasta La Galatea de Cervantes, pasando por la pastora enamorada del Cantar de los Cantares y sus traducciones, paráfrasis e imitaciones en la poesía religiosa de la segunda mitad de la centuria. Por el contrario, el énfasis en el desdén, la blancura y la mudez de Galatea a lo largo del Polifemo remiten más bien a la figuración de la ninfa en las églogas de Virgilio. Góngora escogió la voz del cíclope para representar a la poesía dentro del Polifemo por lo que suponía el polifemismo dentro de la tradición pastoril. El canto polifémico era un subgénero reconocible dentro de la pastoral, instaurado en los idilios VI y XI de Teócrito. Actualizado por la voz de Coridón en la égloga II de Virgilio y la de Salicio en la égloga I de Garcilaso, llegó hasta la voz de Erastro en La Galatea de Cervantes y la de varias personas poéticas de los Versos líricos de Torre. No por casualidad, tanto Salicio como Erastro cantan a amadas que se llaman Galatea. El Polifemo gongorino, del mismo modo que el Polifemo teocríteo, el Coridón virgiliano o el Salicio garcilasiano, se distingue por su aspecto (relativamente) brusco, su carácter impetuoso, y por amar sin ser correspondido a quien ni siquiera lo escucha. Como sucede en sus casos, el cíclope gongorino toca la zampoña en vez de la cítara, con las resonancias dionisíacas que eso conlleva (Vélez-Sainz 218-20), y pastorea cabras en vez de ovejas. Al igual que sus antecesores, canta en soledad con una voz que cabe calificar de lírica, en el sentido que poseía en la poética renacentista: analiza las pasiones del 232 hablante y emplea la retórica demostrativa para celebrar a la amada. En tanto que “fiero pastor”, contamina el estilo elevado con el bajo, por lo cual paradójicamente consigue esa “mediocrità lirica” que prescribía Tasso (48 [III]). Consciente de la imagen que proyecta, el Polifemo gongorino dedicará buena parte de su canto a una apología de sí. Del mismo modo que la poética gongorina lleva hasta su extremo la poética cultista que venía desarrollándose en la poesía española desde Garcilaso, en el Polifemo el canto polifémico alcanza sus últimas consecuencias. Góngora sigue el ejemplo de Il Polifemo: Stanze pastorali (1600) de Tommaso Stigliani, y cuadra al cíclope inofensivo de Teócrito con el cíclope asesino de Ovidio (Poggi 11). La siguiente caracterización que la persona poética traza de “la música de Polifemo”, situada en la parte inicial del epilio, pone de manifiesto las connotaciones teóricas y las consecuencias físicas y morales del canto de Polifemo: Cera y cáñamo unió (que no debiera) cien cañas, cuyo bárbaro ruïdo de más ecos que unió cáñamo y cera albogues duramente es repetido. La selva se confunde, el mar se altera, rompe Tritón su caracol torcido, sordo huye el bajel a vela y remo: ¡tal la música es de Polifemo! (XII/89-96) En la primera mitad de la octava, el canto de Polifemo establece relaciones con dos mitos de la poesía. Por un lado, se trata de un canto osado, como corresponde a un cíclope cuyo ojo “ilustra el orbe de su frente, / émulo casi del mayor lucero” (VII/51-52). A partir de materias primas, Polifemo se atreve a producir un artefacto que multiplica el potencial de esas materias para emitir “ruïdo”. Las materias evocan a Ícaro, quien osó volar demasiado alto con alas fabricadas de “cera y cáñamo”. Por otra parte, este canto halla 233 “ecos”, ya que surge de quien se contempla y obtiene una imagen de sí mismo distinta a la que tiene el resto del mundo. Así le había ocurrido a Narciso, el amado de Eco. La segunda mitad de esta octava relaciona el canto del cíclope con el de Orfeo. A primera vista parecen opuestos (Vélez-Sainz 223), ya que el canto de Polifemo no persuade y, en vez de atraer a fieras, plantas y piedras, las “confunde” y “altera”. Sin embargo, que el canto de Polifemo es órfico en el sentido más profundo del mito. La “horrenda voz” (LIX/465) literalmente “mueve”, pese a lo cual fracasa, acarrea daño a los demás y pérdida definitiva del objeto de deseo. Así le sucedió a Orfeo: tras mover en el sentido figurado con su canto al dios de Ultratumba a que le devolviese a su amada, en un momento de “furor” (Virgilio, Geórgicas IV, 495) violó la condición del dios, condenó a Eurídice y la perdió irrevocablemente, por mucho que siguiese moviendo a las fieras en el sentido literal (510). En un acto de imitación dialéctica de Orfeo, de Polifemo “cuantas mover pudo / celoso trueno antiguas hayas mueve” (LXI/485-86), literalmente. Y con un furioso acto de “violencia […] infinita” (LXII/489), asesina a Acis y pierde a Galatea. Al igual que Orfeo, su canto que “altera” halla el obstáculo infranqueable de los designios divinos. Al canto de Polifemo le ocurre lo mismo que al de Orfeo, pero sobre todo al de Dido: llega tarde. La persona poética nos cuenta que “Era Acis un venablo de Cupido” (XXV/193), anticipando que el dios del amor intercederá en favor del rival del cíclope (XXXI/243-44). Y cuando Polifemo finalmente entone su canción para seducir a Galatea, ella ya lleva ocho horas yaciendo con Acis. Como Dido en el libro IV de la Eneida y las Heroidas de Ovidio, el jayán dirige una elocuente súplica a un ser amado que no lo escucha o no tiene interés en hacerlo. 234 La melancolía inherente al polifemismo fue lo que más pesó sobre la decisión de Góngora de hacer de Polifemo el representante de la poesía, dado el peso de la noción de melancolía en la teoría poética de la época. Originariamente, Polifemo canta en el idilio XI de Teócrito para aliviar su “manía” de amor (7-18 y 80-81), y la persona poética de ese poema aduce el canto del cíclope como prueba de que las Musas son el mejor “phármakon” (1). En el siglo XVI, la manía del cíclope teocríteo se identificaría inequívocamente con la melancolía gracias a la influencia de Ficino. El neoplatónico florentino había consagrado el vínculo medieval entre melancolía y amor hereos, o enfermedad de amor, al clasificar la manía erótica como una variante de la melancolía (De amore VI, IX). También el doctor Santa Cruz, a mediados del siglo XVI, atribuía el enamoramiento a un desorden melancólico (97 [V]). Y el canto, como sabemos, se prescribía como una de las mejores terapias contra la bilis negra (De vita I, X; también e.g., Santa Cruz 90-91 [V]). Dado el precedente teocríteo, quizá el canto del cíclope en el Polifemo tenga como objetivo tratar la melancolía que padece (Dolan 92). Precisamente su condición de melancólico es lo primero que dice la persona poética de él, mediante la esmerada topografía de su morada como espacio propicio al humor negro y la prosopografía del cíclope como melancólico adusto. Un examen a continuación de estas descripciones nos permitirá explorar qué implicaciones tiene la melancolía del cíclope para la poesía en el Polifemo. 235 2. “El melancólico vacío”: El temperamento del cíclope y sus consecuencias sobre el canto. La topografía o descripción del lugar de Polifemo comienza situándola en yermo extremo de Sicilia, un ámbito mineral apartado de los feraces campos y los ajetreados puertos de la isla. Al contrario que la comunidad de agricultores que venera a Galatea y a la “juventud” pastoril que “arde” por ella (XXI/161), Polifemo la ama en soledad: Donde espumoso el mar sicilïano el pie argenta de plata al Lilibeo (bóveda o de la fragua de Vulcano o tumba de los huesos de Tifeo) pálidas señas cenizoso un llano cuando no del sacrílego deseo, del duro oficio da. Allí una alta roca mordaza es a una gruta, de su boca. (IV/25-32) Mediante la figura retórica de la diaporesis o dubitatio (“bóveda o […] / o tumba”), la persona poética hace del monte Lilibeo simultáneamente “bóveda […] de la fragua de Vulcano” y “tumba de los huesos de Tifeo”. En tanto que “fragua de Vulcano”, es el ámbito del “duro oficio”, la forja que cubre con cenizas, “pálidas señas”, el “llano” vecino, impidiendo así la actividad agrícola. El dios artífice, caracterizado por su deformidad pero casado con Venus, diosa de la belleza, transforma la naturaleza mediante el arte. En su conocida mitografía, Pérez de Moya calificaba a Vulcano de “verdaderamente maestro de todos los artificios” (230 [II, XV]). Por otra parte, en tanto que “tumba de los huesos de Tifeo”, el monte es el ámbito de desmesura monstruosa y “sacrílego deseo”. El gigante autóctono, a quien Hesíodo atribuía una multitud de espantosas voces (Teogonía 829-35) y Platón calificó de “fiera […] enrevesada [e] hinchada” de conciencia de sí (Fedro 230a), cayó fulminado por el rayo tras alzarse contra los dioses y atreverse a escalar el cielo (Pérez de Moya 144-45 [I, VI, vii]). 236 La doble evocación de Vulcano y Tifeo conviene a Polifemo. Asimilado al dios herrero que empleaba a los cíclopes como “oficiales” (Pérez de Moya 228 [II, XV]), el poeta Polifemo aunará el ingenium con el dominio de la ars. Ya conocemos su trabajo como fabricante de zampoñas. Su dedicación al pastoreo de cabras excluye la agricultura. Y asimilado al horrendo y polifónico gigante que no se conformó con su lugar dentro del cosmos, el poeta Polifemo, el de las muchas voces, aspirará a la divina belleza de Galatea. En su osadía, presume de literalmente alcanzar los cielos (LII/413-16). La topografía polifémica culmina en la caverna del cíclope. La persona poética se refiere a ella como una “boca”, destacando así simultáneamente su poder ingestivo y su capacidad sémica. Subraya, en últimas, la dialéctica saturnina y melancólica que distingue a Polifemo como poeta. En la octava V, la primera mitad está dedicada a describir la “greña” de “troncos robustos” que hurta “luz” y “aire” a “la caverna profunda” (34-36). La segunda mitad de la octava, en cambio, trata de la salida de signos de la “boca”: caliginoso lecho, el seno obscuro ser de la negra Noche nos lo enseña infame turba de nocturnas aves gimiendo tristes y volando graves. (37-40) La “infame turba de nocturnas aves” forma un conjunto de signos que “enseña” el “ser” del “seno obscuro”, así que constituye una suerte de voz emitida por la “boca”. Agramatical (sin letras) e “infame”, se distingue por su sonido triste y su gravedad. Prefigura el modo en que la voz de Polifemo, al final del epilio, será devuelta por el dolor y la rabia a un estado agramatical y reclamará de golpe la gravedad y materialidad del lamento. Tras propinar un “celoso trueno” (LXI/486), el cíclope arrojará sobre Acis “la mayor punta de la excelsa roca” (LXII/490), es decir un canto. Entre las acepciones del 237 vocablo “canto” recogidas por el Diccionario de Autoridades figura: “El pedazo de piedra desprendido, ò cortado de la sierra” (3:125a [s.v. “canto”]). Ya la anfibología del vocablo funcionaba en la cervantina “Canción desesperada” de Grisóstomo, como ha observado Gaylord (“Voces” 294): “Sísifo venga / con el peso terrible de su canto” (Don Quijote 150, vv. 115-16 [I, XIV]). Cuando las cabras interrumpen a Polifemo, “voces él tantas / y tantas despidió la honda piedras” (LIX/470-71). El cíclope despide “voces” pesadas, igual que una honda despide “piedras”, y unas y otras “el muro penetraron de las hiedras” (LIX/472). Las “nocturnas aves” remiten al campo semántico de la melancolía y lo saturnino, ya que el sintagma probablemente designa a búhos, murciélagos y lechuzas, como creía el comentarista barroco García de Salcedo Coronel (El Polifemo fols. 12r-13v). La signatura de Saturno también se nota en el paraje estéril, montañoso y escabroso,5 sumado al triple énfasis en la oscuridad de la caverna (“caliginoso”, “obscuro”, “negra Noche”). La caracterización de la caverna como espacio melancólico se torna explícita en la octava siguiente. Sigue centrándose en torno a la noción de salida de sentido, esta vez mediante el “bostezo”: De este, pues, formidable de la tierra bostezo el melancólico vacío a Polifemo, horror de aquella sierra bárbara choza es, albergue umbrío y redil espacioso donde encierra cuanto las cumbres ásperas cabrío de los montes esconde: copia bella que un silbo junta y un peñasco sella. (VI/41-48)                                                              5 Para la topografía de Saturno y la melancolía, que incluye pasajes yermos, áridos, rocosos e infestados de alimañas ponzoñosas, véase Orobitg, Garcilaso 44-52. 238 El “vacío” ocasionado por el “de la tierra / bostezo” da cabida a la morada del cíclope y a sus cabras. La abertura bucal, que sirve para ingerir lo mismo que para producir sentido, recibe la denominación de “vacío”.6 La mengua de la montaña es figurada mediante la metáfora antropomórfica de la “boca” bostezante porque a la persona poética le interesa resaltar la capacidad significadora de la caverna polifémica. La caverna “encierra” una “copia bella”, sintagma que remite a la “copia rerum et verborum” de la retórica clásica y renacentista: la “abundancia” de figuras, tropos y materias que el orador tenía que acumular con el fin de hallar materias (inventio), disponer los tropos y figuras (dispositio), y escribir discursos (elocutio). La “boca” donde se sitúa el “vacío” pertenece a la montaña en que coinciden la fragua de Vulcano y la tumba de Tifeo. Éste representa el deseo desmesurado y las demasiadas e ininteligibles voces; aquél, la producción y el dominio del arte. Según Kathleen Hunt Dolan, “el melancólico vacío” proporciona una forma al deseo de Tifeo, lo cual a su vez abre un espacio al arte de Vulcano (54-55). Cabe añadir que en la forja vulcánica se acrisolan el “sacrílego deseo” y las confusas voces del monstruo, enriqueciéndose con la “copia bella” de vocablos y materias. El hermoso canto de Polifemo, que escucharemos en el tercio final del epilio, sale de esa “fragua”. En el verso “bostezo el melancólico vacío”, la novedad gongorina estriba en el adjetivo “melancólico”. El uso de los vocablos “bostezo” y “vacío” aplicados a una caverna se remontaba a varios lugares de la poesía latina (véase Ponce Cárdenas, Notas al Polifemo 199-200). Para los comentaristas del siglo XVII, “melancólico” denota oscuridad por metonimia. Según José Pellicer de Salas en sus Lecciones solemnes de                                                              6 Según Covarrubias, vaciar “es propiamente derramar el licor de algún vaso” (989 [s.v. “vaciar”]). “Bostezo” también denota “echar fuera” (Cuesta fol. 298v, cit. en Ponce Cárdenas, Notas al Polifemo 199). 239 1630, “llamale melancolico, por ser la escuridad causa de melancolia. Y esta tristeza en los antiguos era ocasion de horror en las cueuas, y horror de Religion” (col. 45). Lo que sale del “melancólico vacío”, en otras palabras, porta la oscuridad y el horror del “seno obscuro” afuera, hacia el mundo, causando tristeza y melancolía. Las “lágrimas” (LXII/493) de Galatea al final del epilio prestarán testimonio de ello. Al calificar un espacio que se distingue por proyectar sentido y signos, pues sirve de morada a un poeta, el adjetivo “melancólico” apunta sobre todo hacia la importancia de la melancolía en el origen del canto de Polifemo. La melancolía por el deseo frustrado es el afecto que incita al jayán a cantar, y además le corresponde a Polifemo en tanto que poeta. En la teoría poética del Siglo de Oro, la melancolía estaba asociada al furor poeticus, sobre todo en el Examen de ingenios de Huarte de San Juan. La idea de que el poeta necesitase de una naturaleza o ingenio apropiado pertenecía a la tradición platónica. Formaba parte del debate iniciado por Platón acerca de la legitimidad de la poesía dentro de la república, que ocupaba el centro de la discusión teórica sobre la poesía en la España de la época. La persona poética del Polifemo muestra su preocupación al respecto cuando aporta un argumento sobre la utilidad de su poema. Asegura que su musa “puede ofrecer tanto / clarín (y de la Fama no segundo)” (III/22-23) para propagar el nombre del conde de Niebla, a quien dedica el poema. Si demostraban que una causa natural jugaba un papel insoslayable en la producción de la poesía, los teóricos de la poesía del Renacimiento aportaban un argumento convincente en su defensa. Sánchez de Viana, en el prólogo a su traducción de las Metamorfosis, afirmaba que el “divino furor” daba fe del origen divino de la poesía: “las obras preclaras de poesía no son invenciones de filósofos, sino mercedes de Dios” 240 (141). Movidas por la necesidad de aportar tan necesario argumento a la defensa de la poesía y alentadas por las teorías médico-poéticas del Examen de ingenios de Huarte, las poéticas españolas del último cuarto del siglo XVI concedieron gran importancia al ingenium.7 Entre estas poéticas, las más ceñidas a la teoría médica huartiana sobre el mejor ingenio para la poesía fueron la Filosofía antigua poética (1596) del médico López Pinciano y el Cisne de Apolo (1602) de Alfonso de Carvallo. Ambas poéticas asumen la idea huartiana de la sequedad y el calor extremo como el mejor ingenio para la poesía. Se trata de la melancolía adusta, derivada de la adustión de la cólera. Ya comprobamos que el cíclope exhibe tal temperamento en la octava VIII del Polifemo. Sin embargo, en ningún momento de las poéticas de López Pinciano y Alfonso de Carvallo se llama cólera adusta o melancolía adusta a este ingenio. Para finales del siglo XVI, la melancolía estaba bastante desprestigiada. En la Filosofía antigua poética, el médico Ugo expone que para la buena imaginación hace falta “calor con sequedad, compañeros del furor, a cuya causa es un sentido muy conveniente para la poética” (34 [I, 3]). Pero no dice “melancolía”. En el Cisne de Apolo, el personaje de la Lectura también antepone la imaginativa como la facultad más importante para la producción de la poesía. Afirma que “cuando más seco fuere el calor será mejor Poeta” (98 [I, V]). Como “todo es doctrina de don Juan Huarte” (98), el Cisne de Apolo enumera los “indicios de calor y sequedad”, imitando el retrato huartiano del melancólico adusto:                                                              7 El “natural” de Góngora fue uno de los objetos de debate más importantes en la polémica gongorina. En el documento fundador de ésta, Pedro de Valencia recordó que el “ingenio” o “naturaleza” era la condición “fundamental i principal” para la poesía, y atribuyó la excepcionalidad gongorina a que tuviese “en sí muchas fuerças naturales” y no se dejase “atar con precetos ni definiciones o aphorismos del arte” (75). En el Antídoto contra la pestilente poesía de las ‘Soledades’ que suministró como si fuese un médico, Juan de Jáuregui abrió la disputa espetándole a Góngora que “no nació para poeta concertado […] por mengua de natural” (4). En respuesta a la acusación lopesca de que las Soledades no tenían nada de “vtil, honroso y delectable” (en Carreira, “La controversia” 252), Góngora esgrimió como primer argumento que “vates se llama el poeta como el profeta” (“Respuesta” 284), reclamando para sí el furor que inspira las profecías. 241 “la habla será abultada y algo áspera; tendrá pocas carnes, duras, ásperas y nervosas; las venas anchas; el color moreno, tostado, verdinegro y cenizoso; el cabello y barba y vello, grueso, tieso, áspero y tostado; la cara no muy hermosa” (99).8 Huelga incidir en la semejanza con el melancólico Polifemo. Pero cabe repetirlo: en ningún momento de la exposición de Alfonso de Carvallo se emplea la palabra “melancolía”. En el Polifemo, la melancolía adusta también constituye el mejor temperamento para la poesía, y al contrario de lo que sucede en aquellas poéticas, la persona poética no evita llamarla melancolía. Le interesa retener la carga negativa para revelar la continuidad entre el polo positivo y el polo negativo de la dialéctica melancólica y para poner de manifiesto el atrevimiento poético del “músico jayán”. Gracias a la melancolía y a sus nefastas implicaciones éticas, Polifemo supera a Ícaro y Faetón, paradigmas del atrevimiento y modelos del poeta en el Siglo de Oro. En el libro II de los Versos líricos de Torre, una de las personas poéticas llegó a compararse con el gigante Encélado. Por melancólico, el poeta Polifemo es mucho peor: un segundo Tifeo, aquel gigante cuyo “sacrílego deseo” mereció eterno castigo. La afirmación de melancolía, por otra parte, denota agencia. Huarte, como antes Ficino (De vita I, III), consideraba que “en la meditación y contemplación de las cosas, adquiere el hombre nuevo temperamento sobre el que tienen los miembros del cuerpo” (272 [V de 1594]). Por consiguiente, el hombre nacido bajo el signo de Saturno o proclive a la melancolía retenía ese temperamento porque quería. Polifemo es melancólico porque así lo ha dispuesto.                                                              8 Cf. Huarte: “Tienen el color del rostro verdinegro o cenizoso; los ojos muy encendidos (por los cuales se dijo: ‘Es hombre que tiene sangre en el ojo’); el cabello negro y calvos; las carnes pocas, ásperas y llenas de vello; las venas muy anchas” (460 [X/XII]). 242 3. El melancólico Polifemo y la nueva poesía. La invitación de la persona poética al inicio del Polifemo a escuchar “del músico jayán el fiero canto” y la comunidad de estilo poético entre ella y el cíclope revelan una relación especial entre ambos. Para elucidar su naturaleza y su alcance, conviene fijarse en un soneto rubricado “De los que censuraron su Polifemo”, que Góngora circuló en 1615 como parte de la polémica desatada tras la divulgación de las Soledades: Pisó las calles de Madrid el fiero monóculo galán de Galatea y, cual suele tejer bárbara aldea soga de gozques contra forastero, rígido un bachiller, otro severo, crítica turba al fin, si no pigmea, su diente afila y su veneno emplea en el disforme cíclope cabrero. A pesar del lucero de su frente, lo hacen obscuro, y él, en dos razones, que en dos truenos libró de su occidente, “Si quieren —respondió— los pedantones luz nueva en hemisferio diferente, den su memorïal a mis calzones”. Polifemo representa por sinécdoque al poema entero, “forastero” en la “bárbara aldea” del campo literario madrileño. Sus críticos quedan asimilados a “gozques”, perros enanos que le ladran y acosan. De modo similar a como sucedía en el Polifemo, en este soneto la persona poética y el cíclope se reparten en el soneto el uso de la palabra y colaboran de manera similar a como lo habían hecho sus homólogos del epilio. La primera describe al cíclope y ofrece un relato neutro del suceso. Por su parte, el cíclope canta hacia el final y por espacio de un quinto del poema.9 Y sobre todo, Polifemo se encarga de ejercer la violencia. En el caso del soneto, se trata de una violencia simbólica y cómica contra los                                                              9 En el Polifemo, el jayán canta por espacio de trece octavas o 104 versos, lo cual supone el 20% de las sesenta y tres octavas o 504 versos del epilio en su totalidad. En “De los que censuraron su Polifemo”, el cíclope habla por espacio de tres versos, lo cual supone el 21% de los catorce versos del soneto. 243 críticos antigongorinos que complace a la persona poética, a juzgar por las burlas que les ha dedicado en los cuartetos. Lo mismo sucede en el Polifemo: la persona poética cede el paso para que el “músico jayán” remate la faena y lleve el concepto hasta sus últimas consecuencias. La persona poética refiere la voz del cíclope porque sabe que es la voz más apropiada para sus objetivos poéticos. La voz de Polifemo se convierte así en la meta y el asunto del poema. Aludiendo a la monstruosidad del cíclope titular, Cascales acusó a Góngora de “violentar a la naturaleza y engendrar monstruosidades” (214 [I, X]). El Polifemo sería una de ellas, junto a las Soledades. Polifemo en sí es la meta y el asunto del Polifemo porque “el trueno de la voz” (XLV/359) ciclópea conviene a la ambición épica del poema y porque el jayán se proyecta hacia el alto mar. Llevado por su arrogancia y a causa de la localización de su morada en los límites de la isla, el cíclope acude al mar para realizar el gesto de Narciso: Marítimo alción, roca eminente sobre sus huevos coronaba el día que espejo de zafiro fue luciente la playa azul de la persona mía: miréme y lucir vi un sol en mi frente cuando en el cielo un ojo se veía; neutra el agua dudaba a cuál fe preste, o al cielo humano o al cíclope celeste. (LIII/417-24) La autocontemplación de Polifemo forma parte de la apología de sí y constituye una pieza usual en los cantos polifémicos.10 Pero al realizarse sobre el mar, y no el “agua que corre clara y pura” de un río (Garcilaso, égloga I, 178), Polifemo muestra una tremenda arrogancia. Como hemos comprobado en capítulos anteriores, el mar poseía connotaciones moralmente negativas por influencia de las tradiciones estoica y horaciana,                                                              10 Véanse e.g., Teócrito VI, 35-38; Virgilio, Bucólicas II, 25-26; Garcilaso, égloga I, 175-78; y Herrera, “Égloga venatoria” 132-35. 244 que se vieron reforzadas en el siglo XVI como reacción al expansionismo de la Monarquía Hispánica. Según sermoneaba fray Antonio de Guevara en el Arte de marear (1539), “sobra de codicia y falta de cordura inventaron el arte de navegar” (325). Como señala Ruiz Pérez, la “historicidad” novomundial e imperial del mar ya estaba presente en los sonetos gongorinos de la década anterior al Polifemo (“Un espejo” 160). En 1613, un año después de la divulgación del Polifemo, la misma carga histórica y moral del mar informaría el célebre discurso del político serrano en las Soledades (I, 366-502). Dentro de la poesía y la teoría poética del Renacimiento, el mar representaba además la materia poética más difícil y potencialmente más provechosa: la épica. Con su arrogancia de contemplarse en el mar, por tanto, el jayán pone en evidencia la arrogancia de la persona poética gongorina, la cual se ha aventurado a los altos mares de la épica con el Polifemo. Como ha observado Ponce Cárdenas, resulta lógico que la rivalidad lírica entre Lope y Góngora, iniciada en la década de 1580, se trasladase en la década de 1610 al campo de la épica. El epilio constituye la respuesta gongorina a los varios y variados (tanto en materia como en estilo) poemas épicos que el Fénix llevaba imprimiendo desde los años finales del siglo XVI (Intro. Polifemo 12-19). Yo añadiría que con el Polifemo, antes que en las Soledades, Góngora se atrevió a competir con los admiradísimos Camões y Ercilla, e incluso con Ariosto y Tasso, en el cultivo del género más prestigioso para la teoría poética de la época. Góngora, empero, le imprimió a su epilio un sesgo propio, ya que rechazó la materia histórica y abrazó la erudición mitológica y la “mediocrità lirica”. Más aún, Polifemo es el asunto del Polifemo porque su melancolía lo hace la más completa figuración del poeta barroco, sobre todo en un poema que integra tantos géneros poéticos. El énfasis en la melancolía del músico jayán convierte el Polifemo en una 245 etiología de la poesía. La carencia o insatisfacción del deseo abre el espacio para la poesía: no sólo como “melancólico vacío” que permite acumular “copia bella” y transformarla artísticamente en signos, sino como estímulo para cantar. El silencio de Acis y Galatea apunta a que el amor consumado no necesita el lenguaje. O por lo menos, no dentro del ámbito pastoril. Como vimos respecto a La Galatea y la poesía de Torre, la melancolía y la consiguiente locuacidad eran propias de los pastores y del género pastoril en sí. La ficción del ámbito pastoril surge de un luto melancólico por las condiciones políticas, ecológicas, éticas y poéticas de la edad de oro, condiciones irremediable y necesariamente perdidas. Los personajes de la pastoral, a su vez, establecen una comunidad sentimental, y por tanto un relato, porque la melancolía que sienten los lleva a exteriorizar su dolor, bien sea mediante el canto en compañía, bien sea mediante las lágrimas o el soliloquio que alguien escucha a escondidas. Frente a Acis el cazador y Galatea la ninfa, Polifemo es el pastor, como se cuidan de recordar la persona poética (LIX/470) y él mismo (XLIX/385 y LI/402). En la pastoral, pastor significaba poeta. El melancólico Polifemo también representa al poeta barroco. Sin que importe su vulcánica maestría del arte, la vasta “copia” que atesora y la posesión del ingenio adecuado, al final su voz fracasa. Cuando el jayán le ruega a la ninfa “escucha un día / mi voz por dulce, cuando no por mía” (XLVIII/383-84), confiesa melancólicamente que pese a su dulzura, la voz que emite es inseparable de la fealdad y el exceso de su cuerpo ciclópeo. En un soneto tardío de Góngora, “Oro no rayó así flamante grana”, de 1623, la persona poética concluye respecto al canto a la amada: “Responda, pues, mi voz a beldad tanta; / mas no responderá, aunque Apolo quiera, / que la beldad es vuestra, la voz mía” 246 (12-14). Por pertenecer a un sujeto, a un cuerpo mortal y corruptible, la voz habrá de fracasar. La melancolía, el humor asociado a la tierra y al peso, es la señal de la corporalidad de la voz, de su grave materialidad. Paradójicamente, la misma melancolía que hace posible la poesía es lo que la traba porque conduce al poeta al exceso. Según la teoría de Huarte, a la vez que potenciaba la imaginativa, el excesivo calor de la melancolía adusta dañaba el entendimiento y por consiguiente el discernimiento moral. Cuando la persona poética del Polifemo califica la “dulce” voz del cíclope de “horrenda” (LIX/465) no se está mofando de él. Más bien reconoce que el “dulce” canto lírico y bucólico tiene consecuencias horrendas: que el canto es piedra en la misma medida que voz, y que el furor poético es el mismo “furor” que empujó a Orfeo a perder a Eurídice. El éxito del “retórico silencio” o arte pictórica11 de Acis para seducir a Galatea anticipa que la retórica voz de Polifemo fracasará. La confusión de “voces” y “piedras” (LIX/470- 71) al final del epilio revela melancólicamente la imperfección de Polifemo, morador de “la fragua de Vulcano”. En la Filosofía antigua poética de López Pinciano, un personaje comenta respecto de Vulcano: “los antiguos hicieron y fingieron sanos y enteros a todos los dioses, excepto a uno que entre ellos era artífice, el cual era cojo”, a lo cual otro repone: “Todas las artes son cojas” (207 [V, V]).                                                              11 En el Polifemo hay varias descripciones que imitan los xenia o bodegones (cuadros que representan frutas y animales muertos) representados en el libro de Icones de Filóstrato el Viejo, de evidente influjo en otros lugares del epilio gongorino (Huergo, “El zurrón” 188-90). Por la misma época, y gracias en parte a los xenia de Barahona de Soto, Lope y el propio Góngora, el género del bodegón inició su maravillosa andadura en la pintura española (191). Califico a Acis de pintor porque él es autor de la ofrenda a Galatea (XXVI/201-08), uno de los bodegones del epilio. El género poético de los xenia estaba estrechamente asociado al género pictórico de los obsonia, antecedente clásico del bodegón de la pintura barroca (Ponce Cárdenas, Intro. Polifemo 82). La muerte de Acis bajo el peso de “pirámide no poca” (LXII/492) es propia de un gigante atrevido. A la luz de la asociación de Polifemo con Tifeo y Vulcano, se trata de la muerte de un artista, como ha observado Mercedes Blanco (“Del Polifemo griego” 6). Alcanzar y poseer a la belleza misma, encarnada en Galatea, no merece menor castigo. 247 Una década después de aparecido el Polifemo, Cascales lamentaba que a partir del epilio Góngora hubiese dejado de escribir, como hasta entonces, “con elegancia y lisura, con artificio y gala, con novedad de pensamientos y con estudio sumo”, haciendo su “lengua tan llena de confusión, que parecen todas las de Babel juntas” (176-77 [I, X]). Pero con la Fábula de Polifemo y Galatea, Góngora no pretendió retorcer y alambicar la lengua poética, sino más bien emprender, en palabras de Gaylord, “la exploración angustiada de las formas que hereda, en busca de nuevas posibilidades comunicativas para la voz poética” (“Voces” 298). Gracias a la melancolía y con su marca en el cuerpo, Polifemo se erige Árbitro de montañas y ribera, aliento dio en la cumbre de la roca a los albogues que agregó la cera el prodigioso fuelle de su boca (XLIV/345-48) De la prodigiosa oquedad de su boca, “fuelle” de la herrería vulcánica, surge volando grave la nueva poesía gongorina. Pocos meses después de que el Polifemo alcanzase Madrid, en el verano de 1613 Góngora puso en circulación las Soledades. 4. La melancolía de la voz en las Soledades. En el Polifemo, esa suerte de mito etiológico de la poesía, Góngora dramatiza el eventual fracaso de la voz poética. Las Soledades, por el contrario, están repletas de voces eficaces y presentan varias instancias en las que la poesía tiene éxito. Esta disparidad sugiere que entre uno y otro poema hay una diferencia fundamental en la visión de la poesía y en el proyecto poético propuesto. Por el contrario, las Soledades desarrollan el proyecto poético propuesto por el Polifemo y alcanza conclusiones 248 parecidas respecto al poder de la poesía. Para apreciar la continuidad entre ambos poemas, conviene fijarse en la eficacia de las voces en las Soledades. Tal eficacia estriba en que las voces en las Soledades cumplen con los tres propósitos del discurso según la retórica y la poética de la época: enseñar, deleitar y mover. Voces que enseñan son las del antiguo soldado, ahora cabrero, que le cuenta al Peregrino que las piedras vestidas de “piadosas hiedras” otrora levantaron un castillo (I, 212-21); la del “político serrano” (I, 364), que advierte de los peligros de la navegación, revelando que él mismo surcó los mares y perdió a su hijo en un naufragio (I, 365-502); la de una serrana, que aconseja a los novios cómo vivir “felices” (I, 893); y la del Peregrino cuando elogia la vida de su anfitrión, instándolo estoicamente a que no salga jamás de la isla donde habita (II, 363-87). Incluso el proceder del río o de la Codicia son asimilados a la retórica deliberativa: aquél “con torcido discurso, aunque prolijo, / tiraniza los campos útilmente” (I, 200-01); y ésta no admite “segundo / en inculcar sus límites al mundo” (I, 411-12).12 Voces que deleitan, por su parte, son muchas: por ejemplo, el “tierno discurso” del cabrero-soldado (I, 226); el epitalamio de la serrana a la que la persona poética califica de “dulce Musa […] (si consiente / bárbaras el Parnaso moradoras)” (I, 891-92); o la égloga piscatoria de Lícidas y Micón, que al Peregrino “dulce fue lisonja” (II, 627). Además de enseñar o deleitar, las voces en las Soledades mueven a la manera órfica, figurada y literalmente. Mueven las voces no humanas:13 el cuerno de caza del dedicatario, que “del eco repetido, / fieras te expone” (“Al Duque de Béjar”, 9-10); el                                                              12 El verbo inculcar significa aquí “pisar”, pero también “enseñar” y “repetir” (Jammes 280n). 13 Empleo el vocablo en su sentido áureo: “es propiamente el sonido que profiere el animal por la boca. […] También atribuymos voz a las cosas inanimadas y artificiales, como a la vigüela y a los demás instrumentos dezimos tener buenas vozes” (Covarrubias, s.v. “boz”). 249 ladrido del “can ya, vigilante, / [que] convoca despidiendo al caminante” (I, 84-85); la “bárbara capilla” de las aves, que incita al arroyuelo a hacer “de blanca espuma / tantas orejas cuantas guijas lava” (I, 559-60) para oírla mejor; y el repique de las “Negras pizarras entre blancos dedos” de una serrana, que ni “aun los peñascos la escucharan quedos” (I, 251-53). No tienen menos poder las voces humanas. Mueven las voces que la persona poética no nos refiere en estilo directo, como el “concento” de las “Sirenas de los montes”, que “pudiera” animar hasta a la más “antigua planta” (I, 550-55); y las “dulces quejas, y no pocas” de uno de los pescadores que traslada al Peregrino a la isla, pues consiguen “ondas endurecer, liquidar rocas” (II, 40-41). También mueven las voces que sí oímos en sermocinatio, como las de Lícidas y Micón. Al igual que el de Arión, “convocación su canto / de músicos delfines, aunque mudos” (II, 534-35), hasta el punto que incita a las estrellas a dejar sus sitios (II, 612-25) y provoca que el Peregrino interceda por ellos ante el padre de sus amadas (626-38). Incluso la voz del Peregrino posee la capacidad de mover. Apenas concluida la cronografía que abre la diégesis, la persona poética nos cuenta que el Peregrino, náufrago y desdeñado sobre ausente, lagrimosas de amor dulces querellas da al mar que, condolido, fue a las ondas, fue al viento el mísero gemido segundo de Arïón dulce instrumento. (I, 9-14) Las “dulces querellas” de amor que el Peregrino pronunció ante el mar dejaron a éste “condolido”, de modo que la persona poética compara “el mísero gemido” del Peregrino al “de Arión dulce instrumento” por su efecto sobre las “ondas” y el “viento”. Si en apostura el Peregrino emula a Ganimedes (I, 7-8), en el canto emula nada más y nada menos que a Arión, el citaredo que inventó el ditirambo y consiguió que los delfines lo 250 rescataran de la muerte en el mar. Tras este auspicioso arranque para su voz, no obstante, en la Soledad primera el Peregrino sólo habla en una breve apelación a los Dioscuros (62-64).14 La apelación, eso sí, funciona, ya que el Peregrino eventualmente topa con la hoguera de los cabreros. En la Soledad segunda, el Peregrino suelta la lengua. La persona poética nos refiere en estilo directo dos cantos. Camino de la isla, el pasajero entona el “métrico llanto” (116-71) que también deleita y mueve eficazmente. El mar “sereno, disimula más orejas / que sembró dulces quejas” (175-76) el cantor, y Eco “solicitó curiosa y guardó avara / la más dulce si no la menos clara / sílaba” (186-88). Sentado a la mesa del isleño, el huésped enseña doctrina moral neoestoica con un elogio a la sabiduría desengañada de su anfitrión (363-87). Además, la persona poética nos cuenta de un tercer discurso, aunque no lo refiere en estilo directo. Los “Generosos afectos de una pía / doliente afinidad” (635-36) con Lícidas y Micón solicitan su pecho a que (sin arte de colores prolijos) en oración impetre oficïosa del venerable isleño que admita yernos los que el trato hijos litoral hizo, aun antes que el convecino ardor dulces amantes. (638-44) La “oración” surte efecto inmediatamente: “Concediólo risueño” (645) el viejo. Mas no todas las voces en el mundo de las Soledades surten el efecto que pretenden. La persona poética, a la vista del buen suceso de los pescadores, acaecido gracias a la intercesión del Peregrino no menos que a su canto y méritos, apela al Amor:                                                              14 Jammes y Carreira, máximos editores modernos del poema, asumen que el pasaje “¡Oh bienaventurado / albergue” (I, 94-135) es enunciado por el Peregrino. Pero ni Salcedo Coronel (Las Soledades fol. 32v) ni Jáuregui (7) se lo atribuyeron a la persona poética, ya que no hay marca alguna que permita afirmar que habla el Peregrino (Ly, “Las Soledades” 23-25). 251 “¿Por qué?” (662), pregunta acusando la ironía de la situación. El Amor ha favorecido a los dos pescadores, pero antes no favoreció al Peregrino, que “por tu causa vemos / alcázares dejar” (665-66). En efecto, el “peregrino” cuyos “pasos” narran las Soledades (“Al Duque de Béjar”, 1) está moldeado sobre el peregrino de amor de la lírica petrarquista y el romancero (Vilanova, “El peregrino” 426). Esta figura combinaba al enamorado de la medicina medieval y renacentista, el homo viator del cristianismo, el héroe de la novela griega, el protagonista del Filocolo boccacciano y el caballero en del libro de caballerías (421). Representa al sujeto triste, mental y físicamente errante, y enajenado por amor. En el caso de nuestro Peregrino, ya desde el comienzo sabemos que, amén de náufrago, es “desdeñado, sobre ausente”. A medida que va visitando la sierra y las bodas, nos enteramos que proviene de la corte y la nobleza, que ha vivido en “su edad corta historias largas” (I, 508), y que una hermosa dama “naufragante y desterrado / lo condenó a su olvido” (I, 735-36). En la Soledad segunda, el propio Peregrino aporta más datos sobre su historia en el “métrico llanto” que encomienda al viento. Cuenta que ha estado viajando “un lustro” (147), desterrado por orden de “quien me fuerza a que huya / de su prisión” (134-35). Confiesa una “culpa” (144) de la que se arrepiente, y en medio de su canción nos proporciona lo más parecido a un relato de qué pasó: Audaz mi pensamiento, el cenit escaló, plumas vestido, cuyo vuelo atrevido, si no ha dado su nombre a tus espumas, de sus vestidas plumas conservarán el desvanecimiento los anales dïáfanos del viento. (137-43) 252 El Peregrino echa mano del lenguaje de la lírica amorosa culta al emplear sintagmas como “Audaz mi pensamiento”, reforzado poco después por el sustantivo “osadía” (149). No se queda ahí: al compararse con Ícaro y referirse a su vuelo como un evento escritural que deja constancia en “los anales dïáfanos del viento”, el Peregrino se apropia de uno de los mitos más frecuentes de autorrepresentación de los poetas en el Siglo de Oro. En otras palabras, el Peregrino se figura como un poeta, alguien que icáricamente osó y ama por medio de la palabra. El canto y la “culpa” de la que jamás sabremos la historia remiten al “errore” que confesaba la persona poética en el soneto-prólogo del Canzoniere de Petrarca, y sobre todo a los dos crímenes, “carmen et error” (II, 207),15 que confesaba desde su exilio la persona poética de las Tristes de Ovidio. A la luz de esta autofiguración como poeta, el naufragio inicial y las demasiadas travesías del Peregrino cobran el sentido metapoético que con tanta frecuencia poseía la metáfora de la navegación en el Renacimiento. Ya al comienzo de la Soledad primera, la persona poética califica al Peregrino de “inconsiderado” por fiar “a una Libia de ondas su camino / […] y su vida a un leño” (20-21). Poco después, contrasta el “mar siempre sonante” con “la muda campaña” (I, 53-54). Por su parte, el político serrano profiere su epilio de las navegaciones. De tal modo, tanto la persona poética como el antiguo mercader ponen de manifiesto la naturaleza poética del mar: de ahí salen las materias del canto y allí regresarán. Más en concreto, el mar representa la materia épica, de acuerdo al antiguo tópico de la épica como el océano y el poeta épico como el temerario piloto. Explica Mercedes Blanco que las Soledades no cualifican como poema épico, pero sí constituyen la “alternativa a la demanda del poema épico y la propuesta de Tasso”                                                              15 “La canción y el error.” 253 (Góngora heroico 12): la “epopeya de la paz”, en la que corresponde al lector la labor heroica de divisar la guerra en la imagen de la paz (31). El oficio poético del Peregrino nos permite comprender por qué la persona poética gongorina se compadece de él y cómo las Soledades continúan el proyecto poético del Polifemo. En cuanto a la compasión, si oficiosamente y “sin arte / de colores prolijos” la “oración” del Peregrino persuadió al isleño, ¿cómo es que sus cantos de amor no ablandaron la dura condición de su amada? A juzgar por el “métrico llanto”, no carecían de urbano artificio. Para la persona poética resulta injusto que la dama no se conmueva ante la poética “osadía” del Peregrino, mientras que el mar sí queda “condolido” con las “dulces querellas” (I, 10-11). La solidaridad, propia del ambiente pastoril de las Soledades, viene reforzada en este caso por la colegialidad entre poetas. El oficio poético e historia del Peregrino confirman que las Soledades también tratan del drama de un poeta y de cómo el canto fracasa pese a su belleza y aun su capacidad de mover, mostrando así la continuidad entre el Polifemo y las Soledades. Salvadas las distancias entre el Peregrino, quien por buenmozo y gentil “ministrar podía la copa / a Júpiter mejor que el garzón de Ida” (I, 7-8), y Polifemo, el “horror de aquella sierra” (VI/43), los dos poetas guardan tres semejanzas entre sí. En primer lugar, el Peregrino, como el “músico jayán”, busca contemplarse no en el “agua que corre clara y pura” de un río (Garcilaso, égloga I, 178), sino en el mar. Lo apostrofa como el “moderador piadoso de mis daños” (II, 124). Aspira, al modo de Narciso y con Eco solicitando su voz, a que “líquido, pues, diamante / calle mis huesos” (II, 167-68). No se trata de un gesto baladí, dado el fondo moral, poético e histórico del mar en la poesía española de entonces. Como explica el anciano pescador, el mar es 254 … ese teatro de Fortuna, […] ese voraz, ese profundo campo ya de sepulcros, que sediento cuanto en vasos de abeto Nuevo Mundo (tributos, digo, américos) se bebe en túmulos de espuma paga breve. (II, 401-06) Apostrofar al mar y anhelar hundirse en él supone asimilarse a uno de esos “vasos de abeto” que el Nuevo Mundo tributa. Cual “marino / monstro escamado de robustas hayas” (I, 374-75), el Peregrino se figura como una nave en osada exploración de nuevos mundos para la poesía. En segundo lugar, la voz del Peregrino, al igual que la de Polifemo, adolece de la materialidad inherente a la voz en la misma medida que la reivindica. El Peregrino inicia su “métrico llanto” afirmando que Si de aire articulado no son dolientes lágrimas süaves estas mis quejas graves, voces de sangre y sangre son del alma. (II, 116-19) El exordio nos recuerda al de Orompo en el libro III de La Galatea de Cervantes. Con la gravedad épica del verso de arte mayor de Mena, aquel triste pastor iniciaba la égloga amebea apostrofando a sus propias palabras: “Salid de lo hondo del pecho cuitado, / palabras sangrientas, con muerte mezcladas” (346, vv. 1-2). Los exordios del Peregrino y Orompo reconocen la materialidad de la voz. Mediante la fórmula adversativo-aditiva, el héroe gongorino incide melancólicamente en la misma tensión que hallamos ya en el Polifemo entre “voces” y “piedras”, canto y canto. En las Soledades, la voz del Peregrino es “aire articulado”, pero también “sangre son”, sonido de la sangre, sonido del cuerpo. Este reconocimiento casa con el fuerte interés por parte de poetas y teóricos coetáneos por la medicina, fenómeno que he rastreado a lo largo de esta tesis. Y el Peregrino, como 255 Orompo, convierte el reconocimiento en reivindicación. Las “voces de sangre […] sangre son del alma”, pues conforman una voz más auténtica y sincera. En tercer y último lugar, el Peregrino se parece a Polifemo en que su voz deleita y mueve, e incluso enseña, pero no cuando importa o a quien él más quisiera. Como Polifemo, Dido o las demás heroínas de las Heroidas, el Peregrino canta tarde o se dirige a alguien que, por maldad o bajo mandato divino, no lo escucha. Su dulce y triste voz está impedida por una “culpa”, como el mero hecho de ser cíclope impidió la de Polifemo, el “furor” la de Orfeo, o el indefinido “error” la de la persona poética ovidiana. En realidad, cabía esperar tan melancólico destino para una voz marina y grave como la suya. Refiriéndose a la recepción del canto del Peregrino por parte del mar, la persona poética dice: “sembró dulces quejas, / canoro labrador, el forastero / en su undosa campaña” (176-78). Al emplear la metáfora de la siembra, empapada de erotismo y ya empleada por el político serrano para denunciar al primer navegador (I, 366-73; véase Gaylord, “Metaphor” 104), la persona poética encarece el varonil esfuerzo del Peregrino, el poder fecundante de su palabra poética, y la receptividad femenina del mar. Pero éste constituye una “undosa campaña”. Aunque reciba la simiente, no concebirá grano. El “canoro labrador”, como diría Bolívar, “ara en el mar” (387 [carta a J. J. Flores, 9/XI/1830]). La voz del Peregrino se origina, al igual que la de Polifemo, en la melancolía. La frustración del deseo abre el espacio para la voz. Por añadidura, el desengaño proporcionado por la melancolía faculta al Peregrino, como a la persona poética de Arguijo, para dar sabios consejos de corte estoico-horaciano. De hecho, en la Soledad primera encontramos una pequeña etiología de la voz del Peregrino en la que destaca la importancia de la melancolía. Si bien despojada de rigor médico, retiene todo su 256 potencial de desafío. El Peregrino hasta este punto de la Soledad primera ha resultado tan enigmático que Juan de Jáuregui exclamó en su Antídoto (c. 1615): “Este fue al mar y vino del mar, sin que sepáis cómo ni para qué; él no sirve sino de mirón, y no dice cosa buena ni mala, ni despega su boca” (7). Aquí, sin embargo, “señas diera de su arrebatamiento” (I, 749) si no lo interrumpiera otro músico tropel de serranas. La persona poética explica el mecanismo que precipitó el amago de efusión. Al ver a la novia, el forastero se ha acordado de su amada y Este, pues, sol que a olvido lo condena, cenizas hizo las que su memoria negras plumas vistió, que infelizmente sordo engendran gusano, cuyo diente, minador antes lento de su gloria, inmortal arador fue de su pena. (I, 737-42) El comentarista barroco Pedro Díaz de Rivas explicó con acierto este difícil pasaje. El sol-dama recordado abrasa al ave negra (por sinécdoque de las “negras plumas”) “de las memorias e imaginaciones melancólicas que [el Peregrino] antes tenía” (Annotaciones a las Soledades, cit. en Jammes 344). Las “cenizas […] / sordo engendran gusano”, como sucede en el caso del ave Fénix, pues entre las cenizas de aquélla surgía un gusano que habría de transformarse en el ave nueva. El gusano mina la “gloria” y ara la “pena”, según Díaz de Rivas, “porque de la manera que el arado surca por de fuera la tierra, ansí, creciendo está melancolía, exteriormente se dio a conocer” (344-46). Comprendemos ahora que la efusión del “métrico llanto” se debe a la mina y el arado de la melancolía. Pero la melancolía, como también sabemos, traba en la misma medida que impulsa. El nexo del Peregrino con el mar nos recuerda que la melancolía tenía connotaciones funestas en el pensamiento antiguo y renacentista. La melancolía de la voz manifiesta su naturaleza caída, su pertenencia al hombre mortal y corruptible. Como 257 explicó santa Hildegarda de Bingen en Cause et cure (s. XII), “Cum enim Adam diuinum preceptum preuaricatus est, in ipso momento melancolia in sanguine eius coagulata est, ut splendor recedit, cum lumen extinguitur” (183 [lib. II, cap. CCXCVIII]).16 Al aludir a su “culpa”, el Peregrino se refiere a su canto, pues ¿acaso no es culpable el canto melancólico? Cuando Polifemo arrojó sobre Acis “la mayor punta de la excelsa roca” (LXII/490), le arrojó un “canto” o piedra desgajada de la peña. En las Soledades, el Peregrino no erra en tierra extraña por el doble crimen de “carmen et error”, sino por el “error” que es el “carmen” en sí mismo. Como explicaba Huarte, las artes sólo fueron necesarias después de la Caída (181 [II proemio de 1594]). La índole inherentemente melancólica de la voz viene confirmada por el asunto y tono luctuoso de varias voces dentro de las Soledades. Varias voces, referidas en estilo directo, se dedican a lamentar, como hacía el “métrico llanto” del Peregrino. El cabrero describe las ruinas “con muestras de dolor extraordinarias” (I, 214). El político serrano cuenta el naufragio de su hacienda y su hijo con “De lágrimas los tiernos ojos llenos” (I, 360). El Peregrino incluye en su elogio del isleño “ejemplos de dolor” (II, 387). Y éste, por su parte, advierte sobre los horrores del mar, “ese voraz, ese profundo / campo ya de sepulcros” (II, 402-03). Lícidas y Micón, finalmente, entonan una égloga amebea de “dulcísimas querellas” (II, 516). Las voces de estos dos cantores se distinguen además por su polifemismo. Se nutren del repertorio polifémico-coridónico al elogiar su figura como la dice “limpia, consultada ya, laguna” (573) y al jactarse de fortaleza física (577- 83), respectivamente. Y ambos insisten, como el cíclope en el Polifemo, en la gravedad de su voz, tan pesada que sólo admite un soporte mineral. Mientras que Micón invita a su                                                              16 “Por tanto, cuando Adán transgredió la orden divina, en aquel mismo momento la melancolía se cuajó en su sangre, del mismo modo que el resplandor se retrae cuando la luz se apaga.” 258 amada a leer “cuanto han impreso en tus arenas, / a pesar de los vientos, mis cadenas” (568-69), Lícidas proclama que la “firmeza” de su deseo está “en plantas no escrita, / en piedras sí” (598-99). Ahora bien, no todas las voces en las Soledades lamentan. Otras voces se distinguen por su alegría y su capacidad de mover al baile y al gozo, como por ejemplo el repique de las tejoletas y el “concento” de las “Sirenas de los montes”. En el catálogo de voces referidas en sermocinatio o estilo directo toca incluir “De zagalejas cándidas voz tierna / y de garzones este acento blando” (I, 765-66), cuyo himeneo “a sus umbrales revocó felices / los novios, del vecino templo santo” (845-46); y asimismo el epitalamio de la bárbara musa, que instruye a los recién desposados sobre cómo vivir “felices” (I, 892). En verdad son voces joviales que celebran la felicidad de los novios. Pero he ahí la clave del género epitalámico: la felicidad es ajena, como observa José María Micó (De Góngora 93). En las Soledades, la voz distingue a quienes están por fuera. Situados al interior de la boda, los felices no emiten voz, como tampoco lo hicieron el sigiloso Acis ni la “muda” Galatea en el Polifemo. En su descripción de la novia, la persona poética encarece su silencio: … en sí bella se esconde con ceño dulce y con silencio afable, beldad parlera, gracia muda ostenta, cual del rizado verde botón, donde abrevia su hermosura virgen rosa, las cisuras cairela un color que la púrpura que cela por brújula concede vergonzosa. (I, 724-31) La “gracia”, por “muda”, deja entrever “parlera” o elocuentemente la “beldad”, del mismo modo que las “cisuras” del “verde botón” de la rosa sirven de “brújula” de la 259 “púrpura” del interior. Nada representa mejor la belleza que el silencio. En las Soledades, los felices, los que poseen y gozan de verdad, los que libran “batallas de amor” en “campos de pluma” (I, 1091), no hablan, como tampoco hablaron los que chuparon “las dos hojas […] carmesíes” en el Polifemo (XLII/332). No lo hacen porque no les hace falta, porque tienen la boca ocupada y sobre todo porque saben de algo mejor: del “silencio afable”. En aquella hermosa canción de 1600, “¡Qué de invidiosos montes levantados…!”, la persona poética de Góngora imaginaba a una pareja en el tálamo: ella “muerta la voz, suelto el cabello” (30), y “él casi trasladado a nueva vida” (36). Tras la muerte de la voz en el gozo, comienza la “nueva vida” del silencio. Al mostrar la melancolía de la voz por medio de un despliegue más amplio de emisores, contextos pragmáticos y modalidades retóricas, las Soledades sitúan la melancolía, con mayor énfasis que el Polifemo, en el centro del proyecto poético gongorino. En las Soledades, la melancolía ya no sólo caracteriza al hablante poético y señala el origen y el destino de la voz, sino que también transforma el poema en sí. Genera la triple soledad que compone el poema como espacio por donde se desarrolla la acción; como afecto que mueve tanto a la persona poética como al protagonista, y que a la vez determina la relación entre ellos; y como género literario que el poema instituye y practica. La siguiente sección se dedica a dilucidar estos tres sentidos de “soledad” en las Soledades. 5. La triple “soledad confusa” de las Soledades: Espacio, afecto y género de una poesía melancólica. Así como en las Soledades la calidad docente, deleitable o persuasiva de la voz no garantiza su éxito, la voz gongorina marcada por el afecto de la soledad, describiendo la 260 soledad de los campos y las riberas,17 y escrita en la forma de la soledad no convenció a todos los lectores de su tiempo. Jáuregui, por ejemplo, echó en falta en el poema el “firme tronco de la buena fábula o cuento, que es el alma de la poesía” (80), o sea un argumento. Cascales, por su parte, concluyó que el lenguaje oscuro y peregrino convertían la de las Soledades en “poesía inútil […]. Ella no es buena para poema heroico, ni lírico, ni trágico, ni cómico. Luego es inútil” (218 [I, X]). En otras palabras, las Soledades no se circunscribirían a ningún género ni a ningún registro estilístico prescrito o conocido. La frustración de Jáuregui y Cascales se debe a que las Soledades no cumplen los requisitos del poema “heroico” o épico, modelo con el que las comparan con frecuencia. En realidad, los cuatro primeros versos de las Soledades declaran cuál es el argumento y el género del poema: Pasos de un peregrino son errante cuantos me dictó versos dulce musa, en soledad confusa, perdidos unos, otros inspirados. (1-4) La persona poética afirma que los “versos” que le “dictó” la “dulce musa” “son” los “pasos de un peregrino […] errante”.18 En respuesta a Jáuregui y con base en estos versos, Díaz de Rivas afirmó que el Peregrino “es el firme tronco de la fábula, en quien se apoyan las demás circunstancias de ella” (Annotaciones a las Soledades, cit. en Jammes                                                              17 Me hago eco del plan gongorino de cuatro Soledades, al que aludió Fernández de Córdoba y que recogió Díaz de Rivas: “La primera obra se intitula La soledad de los campos, y las personas que se introducen son pastores; la segunda La soledad de las riberas; la tercera, La soledad de las selvas, y la cuarta La soledad de el yermo” (Annotaciones a las Soledades, cit. en Jammes 46). Dada la amistad de ambos comentaristas cordobeses con Góngora, sus afirmaciones merecen crédito. 18 Mi paráfrasis escoge una de las muchas lecturas posibles de este pasaje, cuyas anfibologías Maurice Molho diseccionó admirablemente (39-63). 261 46). Las Soledades, en otras palabras, narran el peregrinaje del Peregrino. El tercer verso se apresura a declarar por dónde se mueven los pasos: “en soledad confusa”. El primer significado de “soledad” en las Soledades es espacial. Según la explicación de Francisco Fernández de Córdoba, abad de Rute y buen amigo de Góngora, “cierto es que los distantes del tráfago, y negociación de las Ciudades an tenido siempre nombre, y an pasado plaça de Soledades, por más que los frequente, y habite gente” (403). Se trata de un espacio idéntico al pastoril: extraurbano, rural pero no deshabitado, dedicado al ocio y alejado del negocio. En el poema se revela además que resulta un espacio agradable y ecológicamente bien preservado, a semejanza del ámbito bucólico. Pero más que por sus condiciones físicas, las soledades se caracterizan por las costumbres de sus habitantes, que “representan el siglo dorado”, como diría Herrera (Anotaciones 690). La noche posterior al naufragio con que arranca Soledad primera, el Peregrino halla a un grupo de cabreros que “sin ambición, sin pompa de palabras” (I, 91) le concede un “bienaventurado / albergue” (94-95). La generosidad de los cabreros, amén de su lenguaje desprovisto de la ambiciosa lisonja o “pompa de palabras” propias de la corte, mueven a la persona poética a encomiar la vida pastoril (I, 94-135). Puesto que precede al relato de cómo es la vida en las soledades pastoriles que el Peregrino recorre, el encomio presenta las expectativas de la persona poética. Para los lectores eruditos a quienes Góngora mandó el poema, el vocablo “albergue” remitía al incipit de su “En un pastoral albergue”, conocido como el Romance de Angélica y Medoro (1602). Los versos finales del romance, según Robert Ball, constituyen una lectura de los anteriores que expone el “albergue” pastoril como una ficción literaria (“Poetic Imitation” 47). 262 Dentro de las expectativas generadas por la ficción literaria, la persona poética de las Soledades contrasta la “fábrica […] pobre” (I, 102) del “bienaventurado / albergue” (94-95) con el “moderno artificio” (97) del “sublime edificio” (100). En el “albergue” no mora “la Ambición” (108) de pomposas palabras, ni “la Adulación, sirena / de reales palacios” (125-26), ni siquiera “la Mentira” (129). En cambio, “la Sinceridad burla villana / sobre el corvo cayado” (120-21) tanta vana ceremonia. Ante la cena rústica que los cabreros ofrecen al Peregrino, la persona poética juzga que la gente parecía que hospedó al forastero con pecho igual de aquel candor primero que, en las selvas contento, tienda el fresno le dio, el robre alimento. (138-42) Nótese que la persona poética no afirma que los cabreros sean la gente de la edad de oro, “aquel candor primero”, sino que parecían esa gente. Como diría Herrera a propósito de la égloga, en las soledades de las Soledades “las costumbres representan el siglo dorado” (Anotaciones 690). La palabra clave es “representan”: imitan, fingen. A simple vista, lo que el Peregrino encuentra en las soledades de los campos y las riberas confirma los augurios de la persona poética. El forastero pasa los dos próximos días como “huésped” (I, 229 y 714) de los serranos, y los dos siguientes como “huésped” (II, 73, 216, 231 y 364) en el “bienaventurado albergue pobre” (108) de los pescadores. Disfruta de una calurosa hospitalidad, asiste a esponsales, bodas y juegos, y se queda admirado de la cortesía de los serranos (I, 356-58) y el “urbano estilo” (II, 216) de su anfitrión el isleño. También conversa con un cabrero, el “político” serrano y el isleño, y ayuda a Micón y Lícidas a obtener el honesto fin de sus amores. El cuenco del que el Peregrino bebe leche durante la primera cena con los cabreros da una idea de la 263 semejanza de las soledades con “aquel candor primero”. Está hecho de “boj, aunque rebelde, a quien el torno / forma elegante dio sin culto adorno” (I, 145-46). Una materia dura y noble, propia de antaño, se convierte gracias al arte más contenido en una “forma elegante”, desprovista del “culto adorno”, el cual está metonímicamente vinculado a la corte que denostara la persona poética. Robert Jammes califica el pasaje de “pequeño manifiesto estético” (228). Conforme el Peregrino recorre las soledades, descubrimos que la representación del siglo dorado es conseguida mediante el más laborioso artificio. En el himeneo, el coro de zagalas compara el sencillo y modesto arte de las futuras hijas de la novia con “de Aracnes otras la arrogancia vana” (I, 838): los tapices de la princesa Aracne, que merecieron la ira divina por rebuscados en el diseño y atrevidos en la materia. Pero mientras los invitados dormían la noche anterior, un grupo de serranos, armados de “hierro agudo” (I, 690), talaron “el sagrado laurel” (690), el “verde aliso” (692) y el “chopo gallardo” (697) para “mentir florestas y emular vïales / cuantos muró de líquidos cristales / agricultura urbana” (702-04). El arte de los serranos, por tanto, violenta la naturaleza para “mentir […] y emular” macizos e hileras tanto e incluso mejor que el arte de la “agricultura urbana” sotillos y avenidas, o tanto y más que el arte de Aracne. A la luz de esto, se infiere que la extrañeza de “el designio, la fábrica y el modo” (II, 274) de la morada del isleño, por ejemplo, también resulta de un arte tan mentirosa y emuladora como el lenguaje poético gongorino. Pues todos en las Soledades, incluso los coros de serranos y serranas que entonan el himeneo o la musa bárbara que brinda el epitalamio, emplean la nueva lengua poética gongorina, a la que Pedro de Valencia, amigo de Góngora, calificó de oscura y peregrina por culpa del arte (76). 264 A medida que las vamos conociendo, las soledades revelan su precariedad. Están demasiado cerca del ámbito del negocio, del mismo modo que en la pastoral el espacio bucólico no está lejos del mundo real, con su política y su historia. A la mañana siguiente al naufragio, uno de los cabreros que albergó al Peregrino confiesa que otrora vistió “limpio acero” en vez de “sayal” (I, 217). Poco después, “reconociendo el mar en el vestido” (I, 361) del Peregrino, el viejo serrano revela que él mismo perdió la “hacienda” y la “mejor prenda” (500-01) en la carrera de Indias. De ahí que la persona poética lo apellide de “político serrano”. Dados los precedentes, cabe inferir que los “desengaños” (II, 366) que peinan las canas del isleño fueron aprendidos en la vida del negocio. Finalmente, en el segundo día de la estancia del Peregrino en la isla, a él y a sus conductores “ronca los salteó trompa sonante” (II, 710) de los monteros que salen de un castillo. La caza, aunque ociosa, simula el negocio de la guerra. Por otro lado, algunos brotes amenazan con cizañar el ocio de las soledades desde dentro. La persona poética observa que el cuerno del cabrito proyecta sobre las bodas la indeseada sombra de la infidelidad matrimonial: “el tálamo desdeña / la sombra aun de lisonja tan pequeña” (I, 334-35). Para el antiguo navegante, alguna de las teas de Himeneo quizá funja de nocturno Faetón carroza ardiente, y miserablemente campo amanezca estéril de ceniza la que anocheció aldea. (I, 655-58) El anciano teme que el atrevimiento faetónico del fuego transforme la fértil aldea en uno de esos llanos cenizosos del arte vulcánica, como la morada de Polifemo. La “agricultura urbana” de los serranos evidencia que es propio de la industria humana agredir al mundo natural. Las pescadoras dejan “el mar violado / de la púrpura” de la foca arponeada (II, 265 428-29). Y el mundo natural, a su vez, agrede a la comunidad piscatorio-pastoril. Por eso teme el isleño que “algún siempre verde, siempre cano / sátiro de las aguas, petulante / vïolador del virginal decoro” (II, 460-62) deshonre a una de sus hijas. La precariedad y la naturaleza ficticia de las soledades como espacio se deben al afecto significado en la misma palabra “soledad”. En nuestro acercamiento a La Galatea de Cervantes descubrimos que la melancolía no sólo es el resultado de la precariedad del espacio pastoril y la omnipresencia de la historia y el negocio. El luto melancólico por las condiciones del “siglo de oro” también estaba en el origen mismo del libro de pastores, ya que movió al autor a componer la “égloga” de La Galatea y defender la poesía en ella. Hogaño llamamos nostalgia al duelo por la pérdida o falta de un lugar, y por metonimia, de las condiciones de aquel lugar y del ser que el sujeto nostálgico tenía o hubiera tenido allí. Empero, la medicina europea no acuñó la noción de “nostalgia” hasta finales del siglo XVII como variedad de la enfermedad melancólica (Dandrey, “Nostalgie” 97). En el castellano del Siglo de Oro, tal afecto se llamaba soledad. Según mostró Karl Vossler, desde la Edad Media “soledad” denotaba en la poesía hispánica tristeza y anhelo, y más en concreto, nostalgia (13). Como decía un cantarcillo tradicional que circulaba en el siglo XVI: “Soledad tengo de ti, / ¡oh tierra donde nací!” (Frenk núm. 381). En las Soledades, la soledad caracteriza al Peregrino en su tránsito por las soledades. Así, cuando ve a la novia no la desea, sino que en cambio rememora a su propia amada, a quien dejó en su patria. Y sobre todo, la soledad caracteriza a la persona poética gongorina, la cual por soledad (nostalgia) de las condiciones pastoriles de las 266 soledades (espacio), poetiza los “pasos” del Peregrino por ellas.19 Las Soledades, en otras palabras, constituyen un acto de soledad o melancolía por visitar y recuperar, gracias a la palabra, las soledades. Éstas son el ámbito pastoril del ocio idóneo para la poesía, o como dice Gaylord, “a place from which to speak” (“Góngora” 101), pues allí proliferan las voces provechosas, deleitosas y persuasivas; allí los habitantes dispensan “albergue” y solidaridad pastoriles a quien dé a templar allí; y allí “la gente parecía […] / con pecho igual de aquel candor primero”. La soledad compartida por el Peregrino y la persona poética también determina la distancia que los separa. Las anfibologías de los dos versos iniciales de la dedicatoria implican a la persona poética y el protagonista de tal manera que sugieren una identificación entre ambos (Molho 59).20 Mas no la afirman, y el resto de la obra gongorina, empezando con el Polifemo, presenta un patrón consistente de distanciamiento                                                              19 El planteamiento de Jean-Pierre Étienvre (“Soledad y melancolía”) sobre la melancolía y los tres significados de “soledad” me ha sido de ayuda, pero no toma en cuenta lo pastoril ni explora la teoría renacentista de la melancolía. 20 Peregrino […] errante” designa al protagonista, pero ¿no puede designar también al “peregrino” poeta que ya desde el Polifemo se distinguió a los ojos de la crítica por su “peregrino pensamiento” (Cascales 182 [I, VIII]) y “modo de hablar peregrino” (188)? “Pasos” poseía el sentido de versos. Quizá “cuantos me dictó versos dulce musa” designa los “pasos de un peregrino […] errante”, el cual es el poeta. Mientras que en el Polifemo la identificación entre persona poética y protagonista se daría por medio de la voz, en las Soledades se daría por medio del peregrinaje que emprenden el poeta a través del lenguaje y el Peregrino a través de tierra extraña (véanse Molho 55; y Ly, “Las Soledades” 32). Como en el caso del Polifemo, resulta fácil creer en la identificación por dos razones. En primer lugar, como señaló Gaylord, porque los lectores del siglo XX extrañan un yo reconocible en la poesía de Góngora, oprimidos por el miedo de que su poesía en realidad no hable de nada (“Góngora” 86). Y en segundo lugar, porque el Peregrino, en su distancia y en su errancia, se asemeja a la poesía gongorina en sí. En la anónima carta escrita por un adlátere de Lope, el autor se refiere a ellas como “Vn quaderno de versos desiguales y consonancias erráticas” (en Carreira, “La controversia” 250), acusación que Cascales amplificó. En un soneto gongorino anterior, “De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado”, de 1594, la persona poética se compara a sí misma con un pasajero “Descaminado, enfermo, peregrino” (1). Inclusive en el soneto “A don Cristóbal de Mora”, de 1593, la persona poética se nombra “peregrino” (11) al amparo de la sombra del apelado. Sin embargo, en otros sonetos el “peregrino” no es la persona poética sino el apelado (Ly, “Las Soledades” 34), por ejemplo en “De las pinturas y relicarios de una galería del cardenal don Fernando Niño de Guevara”, de 1607, o la “Inscripción para el sepulcro de Domínico Greco”, de 1614. No sorprende, por tanto, que a propósito de las Soledades afime Marie-Claire Zimmermann; “Je ne vois aucune identification possible entre le locuteur et le voyageur” (56; “Yo no veo ninguna identificación posible entre el locutor y el viajero”). 267 entre el autor, la persona poética y el protagonista de cada poema. Frente a Lope, que hizo de su vida materia poética mediante una sucesión de personas poéticas que el lector podía identificar fácilmente con él, Góngora mantuvo siempre una distancia. Desde el principio de su carrera manejó una serie de persone o máscaras difícilmente compatibles entre sí: el crítico mordaz de las letrillas y los romances, el enamorado petrarquista de los sonetos manieristas, el racionero cordobés de los sonetos circunstanciales, el corresponsal neoestoico de las epístolas. En “Hanme dicho, hermanas”, un romance burlesco de 1587 en el que el poeta se dirige a las lectoras de su celebérrimo romance “Hermana marica”, de 1580, la persona poética declara: “él mismo os envía / de su misma mano / su persona misma” (6-8). La persona poética se refiere a sí misma en tercera persona, y califica el retrato de sí que traza a continuación, bastante parecido al Góngora histórico, como una mera “persona” o máscara. En otras palabras, subraya el estatuto ficticio de todo hablante poético, en sintonía con la poética coetánea de la lírica postulada por Minturno y Torelli. El distanciamiento gongorino no se debe a un motivo personal del Góngora histórico. Más bien se trata de un posicionamiento respecto a un problema en la teoría y la práctica de la poesía de su tiempo. En la poesía española inmediatamente anterior hubo tentativas diversas de constituir sujetos poéticos a través de los fragmentos líricos, e incluso en poemas épicos (por ejemplo, el poeta-protagonista de La Araucana). Como explica Inés Azar, tal era la empresa ya desde Garcilaso: “not how to express a self, previous to language, that our words could, more or less faithfully, match. The question is how to constitute […] a unique, private self […] with the structures of public language” (34). Las tentativas de Torre y Arguijo, examinadas en los capítulos III y IV, acaban con melancólico fracaso o melancólica errancia. En su melancolía, las personas poéticas de 268 ambos poetas lamentan como perdida una coherencia del sujeto poético que jamás existió. Lamentan asimismo la incapacidad de los códigos poéticos a su disposición (petrarquista, pastoril, horaciano, etc.) para construir ese sujeto, o siquiera para consolarlas. La poesía de Góngora en el Polifemo y las Soledades está definitivamente transformada por la melancolía. Mientras que en los Versos líricos de Torre y los Versos de Arguijo hubo sendos intentos por configurar el sujeto poético o aprovechar los códigos poéticos disponibles, en los poemas mayores de Góngora se renuncia a eso, de modo análogo al monje acedioso que renunciaba a la salvación que tanto anhelaba (e.g., Juan Casiano, Instituciones cenobíticas X, III-VI, en Dandrey, Anthologie 216-17). A consecuencia de tal duelo anticipado, las personas poéticas gongorinas establecen una distancia insalvable entre sí mismas y sus polifémicos y peregrinos protagonistas —por mucho que se les parezcan—, y emplean un código poético exclusivo a Góngora, una lengua poética inventada (véase Blanco, Góngora o la invención). La renuncia es lo que hace “melancólico” el “vacío” de donde surge la voz grave del Polifemo, y es lo que da título y materia de “soledad” a las Soledades. La índole del espacio de las soledades y el gesto mismo de peregrinar a ellas y poetizarlas proviene de dos modelos que influyeron especialmente en el poema gongorino: La Galatea de Cervantes y la Arcadia de Sannazaro. Del primero, con el que las Soledades guardan varias relaciones temáticas (Gaylord, “Reading” 75), Góngora aprendió el empleo de la melancolía como soledad por un espacio y unas condiciones poéticas, sociales y políticas perdidas para abrir un espacio a la poesía y seguir los “pasos” del Peregrino a través de él. De la obra clásica de Sannazaro, Góngora tomó la figura de Sincero, el protagonista y narrador de las prosas (Ruiz Pérez, “Égloga” 417n59). Exiliado 269 de su Nápoles natal por un amor no correspondido, sujeto a una “sí fiera malinconia e dolore” (120 [prosa VII]),21 el joven cortesano huye a la vecina Arcadia en busca de consuelo y olvido, pero no los encuentra. Su melancolía, “una tristezza di mente incurabile” (123),22 no ceja. Para empeorar la situación, la Arcadia está plagada de conflictos que suscitan melancolía.23 Durante su estancia, Sincero se encuentra con otros napolitanos exiliados, que no dejan de referirle noticias literarias y políticas de la atribulada patria. Góngora, de acuerdo a su proceder característico, imita para apartarse del modelo y fundar en esa distancia la morada de su verbo. El modo de imitación “positiva” de Góngora (en oposición a la imitación “negativa” o parodia burlesca) consistía en postular “un modelo deficiente que necesita el suplemento idealista del nuevo texto”, como explicó Ball (“Imitación y parodia” 90). En otras palabras, Góngora imita la Arcadia y La Galatea para marcar las distancias. La “imitación positiva” gongorina de la Arcadia consiste en escindir a Sincero en protagonista y narrador, en Peregrino y persona poética. La escisión acentúa la separación radical entre el sujeto poético y las soledades pastoriles por las que pasa el Peregrino. Por su parte, la imitación de La Galatea consiste en que el mundo pastoril de las Soledades es más inaccesible que nunca. El Peregrino no se                                                              21 “Tan fiera malenconia y dolor” (traducción de López de Ayala). 22 “Una tristeza incurable” (traducción de López de Ayala). La traducción no especifica que la tristeza radica en la mente. 23 Véase, por ejemplo, la disputa entre Ofelia y Elenco: “Dimmi, caprar novello, e non ti irascere, / questa tua greggia ch’è cotanto stranïa / chi te la diè sí follemente a pascere? / —Dimmi, bifolco antico, e quale insanïa / ti risospinse a spezzar l’arco a Clonico, / ponendo fra’ pastor tanta zizanïa? / —Forse fu allor ch’io vidi malinconico / Selvaggio andar, per la sampogna e i naccari / che gl’involasti tu, perverso erronico” (égloga IX, 1-9). En la traducción de Salazar, revisada por Garay: “Dime, nuevo cabrerizo, / este tu estraño ganado / quien ati le ha encomendado / que tan gran simpleza hizo / no auerse de ti auisado / —Dime tu vaquero antiguo / vejazo de ti enemigo / que a Clonico le quebraste / tu arco y nos zizañaste / que presunción traes contigo. / —Quebrele quiça en la hora / que vi yo andar enojado / a Seluagio y muy turbado / por su çampoña mal ora / que hurtaste tu malvado”. Nótese que para preservar la rima tradujeron “malinconico” por “enojado”. 270 disfraza de pastor, ni siquiera habla con ellos. De manera harto conspicua, sólo entabla conversaciones con cortesanos desengañados y náufragos como él. El poema de Góngora sí guarda una estrecha relación con el género pastoril, lo cual se evidencia no sólo en el afecto, sino también en la ambientación (la piscatoria estaba unida a la pastoral, ya que su modelo original proviene del idilio XXI de Teócrito). Sin embargo, las Soledades no son un poema pastoril. Son, en cambio, “soledades”, según el tercer significado de la palabra que opera en el poema y que ellas introdujeron a la lengua. Así lo reconoció un siglo después el Diccionario de Autoridades: “Por extensión significa alguna obra, ò Poema obscuro, que trata de cosas solitarias: como las de Góngora” (s.v. “soledad”). En efecto, varios poetas, desde Espinosa en el siglo XVII hasta Machado, García Lorca y Alberti en el XX, compusieron soledades (Ly, “Las Soledades” 20-21). Las de Góngora emplean un lenguaje “heroico”: así lo afirmó Góngora en la carta en “Respuesta” a sus críticos (285), y lo reconocieron los comentaristas de la época (e.g., Jáuregui 36; y Díaz de Rivas 51-52). Sin embargo, a pesar de su estilo elevado y la nobleza de su protagonista, las Soledades no narran hechos heroicos, o al menos no en el sentido convencional en el Renacimiento. En cambio, peregrinan por distintos géneros poéticos sin instalarse en ninguno, desde la épica hasta la pastoral, pasando por la piscatoria, el epitalamio, la haliéutica y la cinegética (Étienvre, “Los pasos” 109). Emplean el metro de la silva, pero no se atienen a las convenciones del género de la silva, establecidas por Estacio y Poliziano, y renovadas por Quevedo poco después (Blanco, Góngora heroico 17-19). Las Soledades, en fin, son soledades, como anuncian el título y la persona poética en la dedicatoria: “Pasos de un peregrino son errante / cuantos me dictó versos dulce musa, / en soledad confusa”. 271 6. Conclusión: El vacío y la soledad de la melancolía en el Polifemo y las Soledades. En las Soledades, el afecto melancólico de la soledad selecciona un espacio y produce un nuevo género literario. Como sabemos por el capítulo anterior, la poesía gongorina no fue la única en la que la melancolía trastornó la voz poética durante el Siglo de Oro. En 1612, el año del Polifemo y tan sólo un año antes de la aparición de las Soledades, Arguijo dispuso al final de su secuencia lírica de la melancolía una silva protagonizada por un “errante peregrino” y una composición en la cual la errancia melancólica de la psique de la persona poética halla su correlato en el discurso a rienda suelta de la epístola y en la dificultad de los esdrújulos. El pseudo-Aristóteles (Problemas XXX, I, 953a) diagnosticó como melancólico al Belerofonte de la Iliada, el cual deambula por la llanura de Alea (VI, 201-02). En las Tusculanas de Cicerón, el maestro acusó a Belerofonte de deleitarse en su luto al errar así (III, XXVI, 36). En efecto, la persona poética arguijiana se entrega a la melancolía en abierto desafío a la condena contra la melancolía por parte de la ética estoica y la moral cristiana, acentuada en España y en toda Europa a partir del último cuarto del siglo XVI. En el Polifemo y las Soledades, la persona poética de Góngora abrazó la melancolía con más vigor que la de Arguijo, hasta producir una forma melancólica. Pedro de Valencia, en la carta de 1613 que dio inicio a la polémica gongorina, le recriminó a su amigo Góngora el “cuidado i affectación” de sus dos poemas mayores, que “huye de la claridad, i escurécese” usando de “vocablos peregrinos” (76). En efecto, la oscuridad nocturna y mineral de la melancolía y Saturno asoma en los difíciles conceptos, los hipérbatos y latinismos semánticos lo mismo que en el cuerpo renegrido y adusto de Polifemo, o la soledad del Peregrino por su amada. Igualmente, la errancia y la desazón 272 del deseo motiva la disposición cambiante de la silva y la mezcla de lenguajes y géneros poéticos, no menos que el viaje del Peregrino sin rumbo conocido, o el equivocado amor del cíclope por una ninfa que le resulta en todo ajena. La poesía del Polifemo y las Soledades se metió por lo que los críticos de la época juzgarían caminos solitarios y parajes escabrosos, como aquellos por los que el cabrero Polifemo llevaría su rebaño de cabras y mantendría su morada. Saturno, no por casualidad, rige el signo de Capricornio. En respuesta a los reproches de Manuel de Faría y Sousa a la octava del Polifemo que describe la caverna del cíclope, en el Apologético en favor de don Luis de Góngora (1662), Juan de Espinosa Medrano sostuvo que los hipérbatos expresan “el [salto] del cabrío, que vale cabras, que son grandes saltadoras de cumbres ásperas” (138 [sec. II]). Precisamente Huarte de San Juan había denominado “caprichoso” al tipo de ingenio producido por el tercer y más alto grado de calor que trae consigo la melancolía adusta: A los ingenios inventivos llaman en lengua toscana caprichosos, por semejanza que tienen con la cabra en el andar y pacer. Esta jamás huelga por lo llano; siempre es amiga de andar a sus solas por los riscos y alturas, y asomarse a grandes profundidades; por donde no sigue vereda ninguna ni quiere caminar con compañía. (344-45 [V/VIII]) Pocas descripciones se ajustan mejor a la poesía gongorina del Polifemo y las Soledades, que “jamás huelga por lo llano”, se asoma a “grandes profundidades” y “no sigue vereda ninguna” de las marcadas por los lenguajes y géneros poéticos a disposición de los poetas por aquel entonces. Del mismo modo que el melancólico cultiva la soledad, Polifemo se encarama a un farallón y el Peregrino viaja por su cuenta, la poesía del Polifemo y las Soledades está sola. Como la cabra saturnina, “es amiga de andar a sus solas” y no 273 “quiere caminar con compañía”. Vossler afirmaba que la lengua de los poemas mayores de Góngora es propia de un solitario, de alguien que se aparta de los demás (128-29). La cualidad solitaria y “caprichosa” de la melancolía en la nueva poesía gongorina es lo que la diferencia de las melancolías que operaron en Cervantes, Torre y Arguijo. No se trata tanto de que el Polifemo y las Soledades no se conformasen a nada que los lectores de poesía del Siglo de Oro conocieran, ni siquiera a nada que el propio Góngora hubiese escrito antes de entonces, como coincidieron en señalar sus amigos y sus enemigos. Más bien se trata de su desolación. Porque más que a través de la forma, la melancolía de la poesía de Góngora expresa a través de las historias narradas en el Polifemo y las Soledades una devastadora certeza sobre el eventual fracaso de la poesía. Al final del epilio, el asesinato de Acis confirma la separación total del poeta Polifemo de la luz y la blancura de Galatea, confinado al “melancólico vacío” como Saturno a su eterna prisión subterránea. La ausencia de final de las Soledades, ya que Góngora las dejó inconclusas, abandona al poeta Peregrino a una perpetua errancia e interminable soledad por su amada y su patria en las soledades de los campos y las riberas. La melancolía del Polifemo y las Soledades se aquilata en las denominaciones que tiene en cada poema. En el Polifemo, el espacio que abre la melancolía entre el sujeto que desea y el objeto que no puede alcanzar, donde por ejemplo Cervantes asentó su pastoral, se llama “el melancólico vacío”. El sintagma enfatiza la desolación del deseo. Aunque sea necesario para producir poesía y emita signos, el espacio melancólico se siente como un vacío, una mengua en el monte tan sentida que amenaza con tragarse el mundo. En las Soledades, la elección de la palabra “soledad” subraya que la renuncia de la persona poética gongorina a identificarse con el Peregrino o a trabajar con los lenguajes y géneros 274 disponibles la condena a la incomprensión y a seguir unos “pasos” que no es capaz de terminar. A lo largo de esta tesis hemos visto que la melancolía sirvió, como pocas nociones en el Siglo de Oro, para pensar una serie de problemas fundamentales en la teoría y la práctica de la poesía, y a la vez para generar soluciones: de construir sujetos poéticos, de pensar la peculiaridad de la lírica, de tomar posturas filosóficas, éticas y políticas, y hasta de componer nuevos lenguajes poéticos en lengua castellana. En el Polifemo y las Soledades, Góngora llevó la melancolía hasta el límite más triste y desesperado. Gracias a la melancolía, en los poemas mayores gongorinos la poesía española se embarca en un asombroso viaje de descubrimiento de nuevos horizontes y nuevos lenguajes, apropiándose de dicciones y materias a la manera propia del imperio español (Blanco, “La polémica” 61). Pero la melancolía también empuja a los poetas protagonistas al error, o los arrastra al naufragio. Al igual que en La Galatea de Cervantes treinta años antes, la melancolía impulsa y a la vez traba a la poesía. En el Polifemo, por melancólico el canto del cíclope reclama su materialidad y se petrifica en canto, en el sentido de roca. En las Soledades, por melancólico el canto del Peregrino supone una “culpa” que lo condena un peregrinaje sin meta conocida. Por añadidura, la melancolía condena a las Soledades mismas a un metro sin estrofas ni límites establecidos, sin un final previsible ni una conclusión definitiva. A partir de 1613, antes siquiera que Góngora divulgase la Soledad segunda, los dos poemas mayores polarizaron el campo literario a ambos lados del Atlántico e impactaron cómo se escribiría y pensaría la poesía en español, desde entonces hasta entrado el siglo XVIII. Los lectores, imitadores y detractores hallaron la melancolía en el 275 centro de ambas obras, funcionando como principio poético que genera la poesía pero a la vez la destruye. La melancolía no se limitó a informar la incursión pastoril de Cervantes, ni las obras líricas de Torre y Arguijo, sino que además cambió para siempre la poesía en español por medio del Polifemo y las Soledades. Entre 1585 y 1614, período decisivo de la poesía española del Siglo de Oro, la melancolía fue un instrumento poético de primera magnitud. Nos corresponde ahora la tarea de explorar cómo manejó la poesía del Barroco hispánico, después de 1614, la herencia melancólica de Góngora, empezando por el propio poeta cordobés en sus últimas obras de envergadura, el Panegírico al duque de Lerma de 1617 y la Fábula de Píramo y Tisbe de 1618, hasta el Sueño de sor Juana al otro extremo del Atlántico y del siglo, pasando por el ciclo de senectute de Lope, las silvas de Quevedo y de Rioja, las soledades de Espinosa, los jardines de Soto de Rojas y la épica de Domínguez Camargo. Vale la pena averiguar cuáles y cómo fueron las poéticas, las retóricas y los temas gracias a los cuales la poesía en español persistió, a semejanza de un melancólico en su luto y su error, en salir del melancólico vacío y compartir su soledad. 276   APÉNDICE I Esquema de los Versos líricos de Torre Poema Hablante poético Sermocinatio Apelación o (versos) apóstrofe LIBRO I Soneto I Persona poética Títiro Soneto II Persona poética Soneto III Persona poética Soneto IV Persona poética Damón (1-11) Estrellas Soneto V Persona poética (¿Damón?) Silencio Soneto VI Persona poética (¿Damón?) Luna Soneto VII Persona poética Damón (1-11) Noche Oda I Persona poética Filis Soneto VIII Persona poética Río Soneto IX Persona poética Soneto X Persona poética Soneto XI Persona poética Soneto XII Persona poética Oda II Persona poética Amintas Soneto XIII Persona poética Soneto XIV Persona poética Soneto XV Persona poética Soneto XVI Persona poética Noche Soneto XVII Persona poética Río Soneto XVIII Persona poética Tiempo Oda III Persona poética Un pastor (33-44) Soneto XIX Persona poética Títiro Soneto XX Persona poética Noche Oda IV Persona poética Filis Oda V Persona poética Alexis Soneto XXI Persona poética Menalca (9-14) Luna Soneto XXII Persona poética Sol, luna, etc. Canción I Persona poética Tórtola Soneto XXIII Persona poética Soneto XXIV Persona poética Canción II Persona poética Roble Soneto XXV Persona poética Soneto XXVI Persona poética Soneto XXVII Persona poética Oda IV Persona poética Dafnis Soneto XXVIII Persona poética Soneto XXIX Persona poética 277   Soneto XXX Persona poética Soneto XXXI Persona poética Soneto XXXII Persona poética LIBRO II Soneto I Damón Filis Soneto II Damón Venus Soneto III Persona poética (¿Damón?) Soneto IV Persona poética Damón (1-11) Fili(s) Soneto V Damón Filis Soneto VI Persona poética Damón (1-11) Baco Soneto VII Damón Tirsis Oda I Damón Filis Soneto VIII Damón Filis Soneto IX Persona poética Trisis (1-4, 13) Filis Soneto X Damón Pastor Soneto XI Damón Filis Oda II Persona poética (¿Damón?) Amintas Canción I Persona poética Yedra Soneto XII Tirsis Venus Soneto XIII Persona poética (¿Damón?) Títiro Oda III Persona poética Soneto XIV Iola(s) Títiro Soneto XV Persona poética Noche Soneto XVI Persona poética Títiro Soneto XVII Persona poética Oda IV Persona poética (¿Damón?) Tirsis Soneto XVIII Persona poética Soneto XIX Persona poética Soneto XX Persona poética (¿Damón?) Tirsis Canción II Persona poética Cierva Soneto XXI Persona poética Tirsis Soneto XXII Persona poética Oda V Persona poética Estrellas Soneto XXIII Persona poética Soneto XXIV Persona poética Canción III Persona poética Soneto XXV Damón Ninfas Soneto XXVI Tirsis Cielo Soneto XXVII Persona poética Silencio Soneto XXVIII Persona poética Luna Soneto XXIX Persona poética Propia alma Canción IV Persona poética Valle y Filis 278   Soneto XXX Persona poética Rey de montes Soneto XXXI Persona poética (¿Damón?) Filis Soneto XXXII Persona poética Estrellas 279   APÉNDICE II Esquema de los Versos de Arguijo Poema Hablante Sermocinatio Asunto Ciclo poético (versos) Soneto I Persona poética Dido y Eneas Ruina Soneto II Persona poética Ruinas de Cartago Ruina Soneto III Persona poética Cartago Ruina Soneto IV Troya Troya Ruina Soneto V Persona poética Faetón Osadía Soneto VI Persona poética Ícaro Osadía Soneto VII Persona poética Varón fuerte Moral-horaciano Soneto VIII Persona poética Baco Moral-horaciano Soneto IX Persona poética Naufragio Moral-horaciano Soneto X Persona poética Asesinato de Cicerón Moral-horaciano Soneto XI Júpiter Rapto de Ganimedes Soneto XII Psique Psique y Cupido Soneto XIII Persona poética Carpe diem Moral-horaciano Soneto XIV Persona poética Anfión y Orfeo Poder del canto Soneto XV Persona poética Desengaño Moral-horaciano Soneto XVI Persona poética Guadalquivir Soneto XVII Persona poética Amistad Moral-horaciano Soneto XVIII Persona poética Paraklausithyron Moral-horaciano Soneto XIX Persona poética Venus y Adonis Soneto XX Persona poética Julia Soneto XXI Persona poética Arión Poder del canto Soneto XXII Persona poética Variedad y mudanza Mudanza Soneto XXIII Apolo Apolo y Dafne Mudanza Soneto XXIV Persona poética Apolo y Dafne Mudanza Soneto XXV Persona poética Sísifo Mudanza Soneto XXVI Persona poética Porsena (9-14) Scévola Soneto XXVII Persona poética Alejandro (5-14) Alejandro ante la tumba de Aquiles Soneto XXVIII Persona poética Lucrecia (5-14) Suicidio de Lucrecia Mujeres violadas Soneto XXIX Persona poética Casandra (9-14) Casandra Mujeres violadas Soneto XXX Persona poética Tántalo Soneto XXXI Persona poética Ulises Soneto XXXII Persona poética César (9-14) César ante la cabeza de Pompeyo Soneto XXXIII Persona poética Píramo (1-8) Píramo y Tisbe Amor constante Soneto XXXIV Persona poética Píramo y Tisbe Amor constante Soneto XXXV Persona poética Artemisia (9-14) Artemisia y Mausolo Amor constante Soneto XXXVI Persona poética César (9-14) César ante la tumba de Alejandro 280   Soneto XXXVII Persona poética Polimnéstor Traiciones Soneto XXXVIII Persona poética Huida de Pompeyo Traiciones Soneto XXXIX Persona poética Ariadna (1-11) Ariadna en Naxos Traiciones Soneto XL Persona poética Q. Fabio Cunctator Soneto XLI Persona poética Narciso Soneto XLII Persona poética Orfeo (1-8) Orfeo Poder del canto Soneto XLIII Níobe Níobe Poder del canto Soneto XLIV Persona poética Orfeo Poder del canto Soneto XLV Persona poética Dido Ruina Soneto XLVI Persona poética Marco Curcio Soneto XLVII Persona poética Asesinato de Remo por Rómulo Soneto XLVIII Persona poética Andrómeda y Perseo Soneto XLIX Persona poética Fortuna Moral-horaciano Soneto L Persona poética Marco Curcio Soneto LI Persona poética Anaxárete (1-2) Anaxárete Soneto LII Hércules Hércules ante Amor constante Deyanira Soneto LIII Persona poética Naufragio Moral-horaciano Soneto LIV Persona poética Espada de Damocles Soneto LV Persona poética Horacio Cocles Soneto LVI Persona poética Gigantomaquia Soneto LVII Persona poética Eumelo Moral-horaciano Soneto LVIII Persona poética César (11-14) César y el pescador Soneto LIX Persona poética Caída de Néstor Soneto LX Persona poética Diógenes el cínico Soneto LXI Persona poética Leandro (9-14) Hero y Leandro Amor constante Soneto LXII Persona poética Orfeo Poder del canto Soneto LXIII Persona poética Mudanza Moral-horaciano Soneto LXIV Persona poética Ciega imaginación Canción I Persona poética San Jacinto Cívico-religioso Canción II Persona poética Santos Honorio, Cívico-religioso Eutiquio y Esteban Silva I Persona poética A la vihuela Poder del canto Silva II Persona poética Errante peregrino Epístola Persona poética A un religioso de Granada 281 BIBLIOGRAFÍA Agamben, Giorgio. “Los fantasmas de Eros.” Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental. 1977. 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